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En saco roto (textos de ficción)
Una sala
Escondida en una calle sin tráfico y ajena al caudal de turistas, la sala fue en su momento un salón de actos. Allí, en los años 60 y 70 hubo encuentros clandestinos y ensayos de obras de vanguardia. En los 80, la usó una asociación de vecinos, que fue menguando año tras año hasta desaparecer en los 90. Cuando llegó el cambio de siglo, la sala estaba cerrada, su propiedad era discutida por varios pretendientes y el tiempo y el abandono trabajaban sin descanso. Fue entonces cuando un director de cine retirado se gastó sus ahorros y decidió convertirla en una sala de cine. “Una sala de cine como las de antes”, dijo en una entrevista.
El director inauguró la sala y se dedicó a programar películas guiado por un criterio que resumió así: “Programo las películas que a mí me apetecería ver”. Le ayudó un grupo de tres personas que se encargaba sin ninguna prisa de atender la taquilla, organizar el tránsito en el vestíbulo y proyectar las películas desde la cabina situada en la primera planta. En esa primera planta, también se encontraba el despacho del director.
Una tarde de agosto de 2015, en la sala proyectaban una película chilena. Un hombre de unos 40 años se acercó a la taquilla y se interesó por la siguiente película. Le dijeron que en media hora comenzaría la proyección de una película danesa. Dudó. Miró el reloj y calculó las posibilidades que aquella tarde le ofrecía. Por fin se decidió. Compró la entrada y accedió al vestíbulo para esperar. Era el único espectador en aquel lugar y decidió acomodarse en un pequeño sofá. Desde su posición, escuchaba el rumor del proyector y el sonido amortiguado de la película. Pasados pocos minutos, sintió curiosidad y se acercó hasta la entrada de la sala. Descorrió con suavidad una de las cortinas y vio en la pantalla a una pareja que cruzaba corriendo una avenida. La pareja iba de la mano y no estaba claro si huían o iban al encuentro de alguien. Corrían, en todo caso, con una mezcla de estupor y urgencia.
El hombre decidió cerrar la cortina y regresar al sofá. Consultó una hoja que resumía la programación de la sala y se dedicó a mirar al techo, a la escalera que subía a la primera planta y a su propio reloj. Cuando ya no supo adónde mirar, sacó el teléfono móvil y se puso a curiosear en las noticias del periódico. Estaba leyendo un reportaje sobre las nuevas formas del turismo en la costa atlántica francesa cuando notó que las cortinas que daban acceso a la sala se abrían. Y allí, enmarcado entre las cortinas rojas, apareció el director retirado. Vestía pantalón de pana, camisa lisa de color verde oscuro y zapatos con cordones. Llevaba las manos en los bolsillos del pantalón y su mirada absorta se dirigía a las baldosas del vestíbulo, aunque sus pensamientos parecían muy lejos de allí.
El hombre que esperaba en el sofá experimentó una repentina sacudida. Allí estaba el director retirado. A escasos metros de su posición, caminaba el cineasta de forma muy semejante a como lo hacía en algunas de sus películas de tono autobiográfico. En un primer impulso, estuvo a punto de lanzarse —casi de abalanzarse— hacia él y confesarle su admiración, pero tuvo la sensación de que su gesto sería tomado como una intromisión. Se quedó quieto. Sudaba. Deseaba hacer algo digno de ser recordado, pero no sabía muy bien qué movimiento era el oportuno, qué frase podría condensar lo que quería decir y no se atrevía a decir. Cuando por fin se decidió, se levantó del sofá, respiró hondo y se acercó al director, que caminaba con pasos muy cortos componiendo un trazado circular. Los separaban apenas unos metros. La breve conversación imaginada parecía a punto de ponerse en escena. Y fue justo en ese momento, en esos segundos previos al diálogo, cuando un grupo ruidoso irrumpió en el vestíbulo. Caminaban con pasos desmañados y se dirigieron sin dudarlo al director. Este los saludó y pronunció unas palabras de bienvenida. El hombre que esperaba dio dos pasos atrás. Comprendió que aquel grupo lo componían el director danés de la película que iba a proyectarse y sus acompañantes. Y comprendió también que su momento había pasado y que no volvería. Tal vez por eso, prefirió retirarse del todo. Abandonó el vestíbulo, salió del edificio y caminó despacio con un nudo en la garganta. Y en ese preciso instante supo que no lamentaba su encuentro frustrado con el director, pero sí le dolía el recuerdo de otras situaciones en las que no supo decir lo que quería decir.