En saco roto (textos de ficción)
Respira

Supuse tal vez que todos los huéspedes estarían en las montañas y que los encargados del hotel, una vez concluidos los desayunos y terminadas las habitaciones, tendrían algo mejor que hacer. Fue una suposición ingenua. Sí, muy ingenua. Pero eso solo puedo decirlo ahora.
Javier de Frutos
18 ene 2024 06:00

A finales del año pasado, viajamos a los Alpes. Habíamos programado el trayecto hasta Annecy en dos etapas y el regreso en otras dos. De modo que nos quedaban tres días para disfrutar de las montañas. También habíamos previsto rutas asequibles, practicables con tiempo cambiante. Íbamos pertrechados de ropa de abrigo, mochilas ligeras y hasta del material básico para posibles emergencias. Con tantos preparativos, nos invadía una creciente ansiedad por si algún acontecimiento no previsto truncaba nuestros planes. Y así sucedió.

El mismo día de nuestra llegada al hotel de Annecy, en la primera salida para caminar por las calles del pueblo y disfrutar de la vista del lago, pisé mal en una escalera cubierta de hojas y me fui al suelo. Sonó un crujido y, media hora después, en el hospital me entregaron un informe de alta que indicaba que tenía un esguince y que debía permanecer en reposo y evitar apoyar el pie. Mis compañeros de viaje dijeron que nos quedaríamos juntos en el hotel. Les dije que de ningún modo. Tuve que pasar lo que quedaba del día persuadiéndolos de que siguieran con los planes previstos. Creo que lo logré a medianoche. Al día siguiente, un miércoles, desayunamos juntos y me despedí de ellos desde el jardín del hotel. Caminaban a buen paso calle abajo. Un par de veces se volvieron para despedirse y enviarme gestos de ánimos. Doblaron una esquina y los perdí de vista. Eran las siete de mañana. Tenía un día por delante y nada que hacer.

Por suerte, la habitación del hotel se abría a un pequeño balcón con vistas al lago. Y, además, en el estante inferior de una de las mesillas de noche, cogían polvo tres novelas de la colección Folio. No había leído ninguna. Elegí la más corta. La primera parte contaba las aventuras de un marinero en la Bretaña francesa de finales del siglo XIX. Entre que me perdía en los términos marineros y que no acababan de interesarme los contratiempos de la pesca de bajura, tuve que esforzarme mucho para terminar las primeras treinta páginas de aquel libro. Lo hice con la misma determinación para terminar lo empezado que me solía acompañar en las rutas por la montaña. La segunda parte cambiaba de escenario y personajes. En el núcleo de la historia se situaban las tribulaciones de una estudiante de medicina en el Toulouse de los años 20. La leí con interés. El lenguaje era más sencillo y los diálogos aligeraban el texto con expresiones coloquiales que, una vez identificadas, se repetían con fórmulas muy parecidas. La tercera parte relataba con detalle las peripecias de un personaje huido de la justicia que había encontrado refugio en una cabaña alpina. El hombre, de origen checo, se hacía pasar por un médico retirado que pasaba largas temporadas disfrutando del aire de los montes. Sus relaciones con los lugareños eran cordiales y distantes. Contaba lo justo y apenas preguntaba. Pero un día, como era fácil prever, recibía la visita de viejo conocido que traía los recuerdos y los reproches del pasado. En la página 99 me temí lo peor. El prófugo checo y su viejo conocido caminaban por un sendero que remontaba uno de los ríos del valle. Tanto insistía el narrador en la fuerza del agua y en la densidad de la niebla que imaginé, ya sin remedio, que un golpe violento de uno de aquellos personajes terminaría con la vida del otro. Pero nada de esto sucedió. Los dos hombres fueron ascendiendo, su conversación se convirtió poco a poco en un intercambio de palabras mínimas sobre el paisaje y, en la última página, se quedaron contemplando desde una cima las cumbres nevadas que rodeaban el lago. Cerré el libro sin entender nada. Las tres historias no parecían guardar conexión y la última, tan previsible al principio, terminaba con una oda al paisaje de montaña. Luego me quedé dormido.

Debían de ser las tres de la tarde cuando bajé a la recepción del hotel. Estaba desierta. En la cafetería tampoco encontré a nadie. El jardín solo lo poblaban algunos pájaros. De modo que me senté en un banco situado junto a la entrada del edificio y esperé. Durante las siguientes horas hasta que empezó a anochecer no ocurrió nada, pero, por algún motivo que ahora soy incapaz de descifrar, no me alteré. Supuse tal vez que todos los huéspedes estarían en las montañas y que los encargados del hotel, una vez concluidos los desayunos y terminadas las habitaciones, tendrían algo mejor que hacer. Fue una suposición ingenua. Sí, muy ingenua. Pero eso solo puedo decirlo ahora.

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