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En saco roto (textos de ficción)
El prado de la fiesta
Lo recuerdo acodado en la barra de zinc, con los ojos muy claros, dejándose invitar, pronunciando sentencias que nadie escuchaba. Acababa de cumplir 50 años, pero aparentaba algunos más con sus andares esforzados y la cabeza hundida entre los hombros. Nadie como él pasaba las horas muertas en la penumbra del bar. Quizá contaba las moscas que se quedaban pegadas en una tira amarillenta o puede que su concentración estuviera orientada a encontrar una frase ocurrente. ¿De qué trabajaba? De albañil a ratos, de ayudante del peón caminero, de enterrador vocacional y de lo que surgiera. Aunque no hiciera nada, siempre daba la impresión de estar a punto de acometer una empresa, de iniciar un viaje. Entonces alguien lo recogía en un coche y se lo llevaba —tal vez a alguna obra, a la hierba seca, a descargar camiones— y al cabo de unas horas lo dejaba de nuevo en la plaza del pueblo, con una bolsa de plástico en una mano, la camisa abierta y el paso tambaleante. Bajo la noche estrellada que anunciaba buen tiempo, lo observábamos mientras caminaba hacia su casa y era muy probable que alguien le hiciera un comentario que él no se molestaba en responder.
Se llamaba Manuel y he olvidado su apellido —si es que alguna vez lo supe—. Vivía con su madre en una casa alejada de la plaza. Su madre no salía nunca. El médico la visitaba una vez a la semana y Manuel siempre andaba trajinando recetas y pastillas. Sobre la casa habitada por Manuel y su madre corría el rumor de que estaba construida encima del antiguo cementerio.
Acerca de Manuel se contaban historias contradictorias. Unos lo creían hijo de un indiano arruinado. Otros aseguraban que su padre había muerto en un naufragio. En alguna tarde de sopor, recuerdo que me dijeron que hay historias que es mejor no contar.
Estas escenas que trato de recordar ocurrieron en un pueblo de Asturias a mediados de los años 80 del siglo pasado.
En las vísperas de las fiestas de julio, Manuel tocaba las campanas para llamar a la novena. El domingo, durante la procesión, sostenía el pendón con aire circunspecto y marcaba el paso de los devotos ocasionales que ese día, una vez al año, llevaban las imágenes que el incendio había respetado. Entre la humareda que se desató una noche en el interior de la iglesia, Manuel había jugado el papel de héroe. Le gustaba contar que había salvado primero las tallas más valiosas. Si tenía público, solía enredarse en su teoría sobre el inicio de las llamas: las velas, el viento, la ventana abierta de la sacristía, las telas que cubrían las imágenes, los bancos recién barnizados.
¿Cómo ocurrió? ¿Se quedó dormido entre la hierba y no despertó? ¿Tuvo tiempo de sentir que todo se acababa mientras trataba de pedir ayuda? ¿Se desplomó en segundos o fue una caída lenta en la que trató de asirse a lo que fuera? Nadie lo supo.
El lunes de resaca amaneció nublado. Sobre las once de la mañana, Andrés, el hijo del panadero, comenzó a rastrillar el prado de la fiesta. Entre los dientes del garabatu iban quedando plásticos, cristales, chapas de refrescos, corchos de sidra, banderines y pequeños voladores. Lo vi de lejos. Me acerqué para preguntarle si necesitaba ayuda. Se dejó ayudar y me alejé con el primer saco de desperdicios. Cuando lo estaba volcando en el barril de hierro oxidado de la plaza, escuché el grito de Andrés. Estaba junto al seto, arrodillado. Pronunciaba palabras que he olvidado y repetía “Manuel, Manuel…”. No me acerqué. Otros lo hicieron antes que yo. Mantuve la distancia. No sé si ante la muerte o ante el pueblo. Quizá ante ambos.
Sí asistí al entierro. En los corrillos, a la salida de la iglesia, decían que tarde o temprano tenía que reventar, que demasiado había aguantado, que al menos no había sufrido. Luego, caminamos tras el coche fúnebre. No llovía. Recuerdo los perfiles muy nítidos de la escena recortados ante el sol de julio. Puedo ver aún a la madre enlutada encabezando el cortejo.