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En saco roto (textos de ficción)
Aguardo
Persuadida de las bondades del aire de la sierra, cada sábado viajaba hasta el valle de la Fuenfría y se dejaba llevar sin demasiada prisa por los caminos que ascendían hasta el puerto. Caminar era una forma de no pensar o, al menos, de no pensar demasiado. Parecía fácil: un pie adelante hasta que se posaba sobre la tierra y luego el otro. Al principio del camino, miraba a sus propios pies y escuchaba su respiración agitada. Y, sobre todo, trataba de ahuyentar los pensamientos obsesivos, pero no lo conseguía. Entre sus pies surgían imágenes de obligaciones por cumplir y de gentes con las que prefería no volver a encontrarse.
Solo después de media hora caminando, con la respiración algo más pausada, empezaba a mirar a las cunetas. Y, poco a poco, al contacto de su mirada con el musgo y los helechos, los pensamientos que rumiaba durante la semana iban desapareciendo.
Al cabo de una hora, si había sido capaz de mantener el ritmo y no pararse, llegaba a una pradera en la que se encontraban varios caminos. Allí se detenía sentada sobre una piedra y comía una pieza de fruta: casi siempre una manzana, a veces una pera. Le gustaba contemplar a los grupos de excursionistas que llegaban a aquella pradera y se detenían a valorar la ruta que debían seguir.
Una de aquellas mañanas decidió continuar caminando hasta un salto de agua conocido como la Ducha de los Alemanes. Cuando llegó al lugar, se detuvo junto al cauce del río, escuchó el sonido del agua que resbalaba sobre la roca y entonces la vio. Volaba trazando pequeños círculos. Su tamaño era superior al de cualquier otra mariposa que hubiera visto antes. Tal vez por eso le sorprendió más la ligereza del vuelo y la elegancia con la que se posó sobre un lecho de tamujas. Sí, no había duda: era una mariposa isabelina.
Estuvo tentada de sacar su cuaderno de notas para describirla. Incluso pensó en fotografiarla con el móvil. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Se limitó a observarla. Le sorprendió la intensidad del verde de las alas, la sensación de carnosidad que ofrecía un cuerpo tan frágil y la aparente quietud de cada uno de sus miembros. La mariposa no se inmutaba ni ante el sonido del viento ni ante la presencia de una mujer que la observaba sin poder apartar la vista. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Puede que un cuarto de hora. Quizá algo menos. La escena concluyó cuando un grupo de excursionistas llegó junto a la cascada y celebró a voces la belleza de aquel rincón de la sierra.
Desde aquel día, volvió muchas veces. Hizo el mismo recorrido y se detuvo en el mismo lugar. Y en cada ocasión se sentó junto al cauce, escuchó el sonido de la pequeña cascada y esperó. En una de aquellas esperas, se acordó del libro de un fotógrafo francés que contaba sus intentos de ver y fotografiar al leopardo de las nieves. Aquel libro tenía como subtítulo Cuaderno de aguardo en la meseta tibetana. Así que, persuadida de las bondades del aire de la sierra e influida por el sentido de la espera de un fotógrafo francés, sacó su cuaderno de notas y anotó en mayúsculas en la portada una sola palabra: “aguardo”.
Ese cuaderno se fue llenando de anotaciones, de palabras sueltas y de algún dibujo. En sus páginas centrales, surgió un mapa de la enrevesada caminería del valle de la Fuenfría. En la parte inferior de las páginas impares, fue creciendo el dibujo de un bosque. En la parte superior de las páginas pares, quedaron escritos nombres inventados de animales. Las cubiertas se fueron cuarteando con el paso de los años. Algunas hojas se despegaron del lomo. Hierbas y tallos fueron ocupando los rincones más inaccesibles del cuaderno. Algunas páginas se vieron invadidas por huellas de dedos manchados de tinta, restos de rocas, tierra y gotas de lluvia. La mariposa isabelina nunca volvió. Solo quedó en el aire el temor de que apareciera y pusiera fin al aguardo.