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La democracia en sentido etimológico se refiere al poder del pueblo. Por este motivo se suele indicar que la soberanía popular es la que puede dotar de legitimidad democrática a un ordenamiento jurídico o político. En las democracias representativas los procesos electorales tienen el papel fundamental de legitimar la elección de determinados representantes. No obstante, la soberanía popular no se agota en el acto de votar. Si la soberanía popular fuera enteramente sustituible o reemplazable por los representantes electos, no cabría la posibilidad de crítica ni de rechazo a los actos llevados a cabo por un gobierno elegido por una mayoría de votos.
Entre las formas en las que se puede realizar una crítica a los representantes encontramos el ejercicio de la libertad de expresión o de manifestación. Estas libertades están reconocidas por los marcos legales de los denominados Estados de Derecho pero su ejercicio transciende cualquier reconocimiento por parte del derecho positivo y podemos constatar que se producen manifestaciones o expresiones de opinión más allá de la jurisdicción garantizada por los Estados, que por lo general niegan la garantía de esos derechos a los no ciudadanos (las personas sin papeles, que pueden ser detenidas simplemente por aparecer en el ámbito público) y en numerosas ocasiones también a los ciudadanos reconocidos como tales. Eso sí, esos ejercicios de libertad de expresión o de manifestación que se realizan al margen del derecho garantizado por un Estado conllevan muchos más riesgos: exposición a la violencia policial o militar, encarcelamiento…
El poder subversivo de la soberanía popular
Algunos teóricos manifiestan los peligros que supone introducir un derecho que contemple como legal la posibilidad de subvertir el orden jurídico. Si entendemos que los derechos a la libertad de expresión y de reunión se emparentan con el derecho de resistencia o de rebelión, nos podremos preguntar con Immanuel Kant si debemos permitir en el ámbito normativo un derecho que anularía la posibilidad del derecho mismo. Sin embargo, paradójicamente, cualquier ordenamiento jurídico que no contemple estos derechos nos parece ilegítimo e injusto.
De alguna manera, al defender la importancia del derecho a la manifestación y libre expresión admitimos que la soberanía popular y la estatal no pueden nunca coincidir del todo, ni si quiera en el caso de las democracias representativas, puesto que la soberanía popular no se transfiere plenamente en los procesos electorales, y por ello cabe salvaguardar y proteger ese resto intransferible de soberanía popular para que pueda tener lugar la crítica y la resistencia a los poderes estatales, a los que siempre cabe retirarles el apoyo.
La soberanía popular no tiene meramente la capacidad de legitimar un determinado orden jurídico o político sino también de subvertirlo.
La soberanía popular, por tanto, no tiene meramente la capacidad de legitimar un determinado orden jurídico o político sino también de subvertirlo. Esta cuestión ha dotado de una gran importancia en la teoría política a la pregunta por la identidad popular. Sin embargo, la pregunta acerca de quién es el pueblo o puede hablar en su nombre no tiene una respuesta evidente ni sencilla.
Un gobierno, por ejemplo, puede autoproclamarse como el representante legítimo de la soberanía popular pero al mismo tiempo unas personas congregadas en las plazas pueden corear el lema “no nos representan” —como sucedió en las manifestaciones del 15M— poniendo en cuestión que ese gobierno represente al pueblo en su totalidad. La falla de la representación la podemos encontrar en ambos lugares puesto que la representación de la soberanía popular nunca puede ser perfecta. Es imposible que todas las personas aparezcan en el mismo lugar a la misma hora y se definan a sí mismas como el pueblo. Al fin y al cabo el pueblo no se puede aprehender en su totalidad. Por ello la autoproclamación de un grupo como el pueblo no se puede comprender como una mera constatación de una realidad socio-política preexistente, se trata más bien de una operación performativa o hegemónica que trata de realizar, construir o renovar una identidad política que siempre será contingente y estará abierta a nuevas resignificaciones.
La problemática de la identidad popular y la identidad nacional
Sabemos que toda identidad popular, como cualquier otra identidad, funciona delimitando los términos de inclusión y exclusión. En definitiva, toda construcción o definición del pueblo siempre adolece de un exterior constitutivo. No obstante, esta parcialidad ineludible no debería llevarnos a cesar en la lucha contra formas de exclusión que permanecen naturalizadas como algo obvio y evidente, reproduciéndose sin cesar.
Podemos preguntarnos, por ejemplo, si se puede establecer una identidad entre el pueblo y la nación, conceptos que frecuentemente son tratados como intercambiables. Un ejemplo de ello lo encontramos en el artículo 1º de la Constitución del Estado español proclamada en 1978, en el que se señala que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Los poderes del Estado aparecen en esta formulación como legitimados por la soberanía nacional, entendida como la soberanía de un determinado pueblo: el español. La nación funciona en esta expresión como una frontera, delimitando quién contará como parte del pueblo y quién no.
Si pretendemos que el status legal no se convierta en privilegio de una parte de la población, es necesario abandonar la forma del Estado-Nación.
El resultado de vincular los poderes del Estado a la soberanía nacional, provoca que los individuos que no hayan sido reconocidos como pertenecientes a esa nacionalidad no sean reconocidos como parte del pueblo, ni tampoco como sujetos de derechos.
El término nación hace referencia al conjunto de nativos, aquellos que han nacido bajo cierta cultura, tradición, lenguas comunes, etc. Este término cobra especial relevancia política durante la modernidad. Un ejemplo de ello es la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” aprobada por la Asamblea Nacional constituyente francesa en 1789. En este texto ya se combinaban los derechos humanos con la cuestión nacional. Los derechos del hombre y del ciudadano nacional eran idénticos, de tal forma que un individuo era reconocido como sujeto de derechos en la medida en que era un ciudadano de la nación.
El problema que genera la unión entre las instituciones jurídicas con la nación fue evidente durante todo el pasado siglo XX y se manifestó claramente durante el período de entreguerras. En ese periodo se puso de manifiesto que la configuración estatal moderna, ligada a la cuestión nacional, fue incapaz de hacer frente al problema de los apátridas, el grupo más sintomático de la política de la época. En ese período las personas apátridas fueron arrojadas a una existencia al margen de la ley. En cuanto los gobiernos hicieron uso del arma de la desnacionalización, las personas que fueron privadas de sus derechos nacionales (los únicos derechos garantizados por los Estados-Nación) perdieron todo reconocimiento como sujetos de derechos.
Tradicionalmente el Estado-nación se ha vinculado con la homogeneidad de la población y su enraizamiento en un determinado territorio. Por ello no es de extrañar que las opciones que se les ofrecía a las minorías en el seno de las Naciones-Estados durante el periodo de entreguerras se redujeran a dos: o bien eran asimiladas o liquidadas. Si sólo las personas del mismo origen nacional pueden disfrutar de la completa protección de las instituciones legales, a las personas de nacionalidad diferente solamente les queda una opción para conseguir protección: ser completamente asimiladas y divorciadas de su origen.
Desafortunadamente estos problemas acarreados por la configuración política y jurídica del Estado-nación no fueron solventados después de la segunda guerra mundial. Un ejemplo dramático de ello es la institución del Estado de Israel como una Nación-Estado, que lejos de resolver el problema de las minorías y los apátridas, simplemente produjo una nueva categoría de refugiados, los árabes, aumentando el número de apátridas. Y este no fue un hecho aislado, lo mismo sucedió en la partición de la India, un proceso histórico plagado de matanzas y desplazamientos de minorías religiosas.
Repensar otra clase de comunidad organizada se vuelve un imperativo para concebir una igualdad que no excluya a los individuos que no pertenezcan a una determinada nación. La comunidad de iguales a la que hemos de aspirar no debería de entenderse como una homogeneidad sustancial, basada en la nación, que tiende a eliminar la pluralidad. Si pretendemos que el status legal no se convierta en privilegio de una parte de la población, es necesario abandonar la forma del Estado-Nación. La nación vincula a ciertos individuos pero desvincula a otros, expulsándolos, recluyéndolos en centros de internamiento o, en el peor de los casos, aniquilándolos.
Cabe pensar en una soberanía popular que no se identifique con el nacionalismo, que no exija unos requisitos de pertenencia que eliminen las múltiples voces, la polifonía de la acción política, de la esfera pública. Por otra parte, para ampliar lo que entendemos por democrático, como poder del pueblo, quizá tengamos que repensar el concepto de soberanía, que hasta el momento parece haber sido un privilegio de los Estados-nación con mayor hegemonía a nivel planetario. La soberanía entendida como poder político completamente autosuficiente, sin interferencias externas, no ha sido una realidad para muchos pueblos y comunidades. Quizá antes de negar toda interdependencia entre pueblos, hay que concebir fórmulas de dependencia que no impliquen opresión.
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