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En las últimas décadas se ha producido un incremento sin parangón de trabajos académicos realizados desde una perspectiva “sociosimbólica”. Cada año una cantidad ingente de libros, artículos, y comunicaciones de una calidad metodológicamente más que cuestionable son continuamente vertidos al mercado editorial y los medios de comunicación de masas con la excusa de que las investigaciones por ellos realizadas no requieren ningún tipo de análisis cuantitativo porque su aproximación al problema es “sociosimbólico”. De este modo, podemos ver tesis doctorales explicando la situación de los subalternos en las sociedades postcoloniales basándose exclusivamente en la literatura decimonónica occidental sobre “Oriente” o fundamentando la opresión de la mujer en las sociedades neoliberales a partir del análisis exclusivo de series televisivas como Girls pero sin consultar siquiera las estadísticas laborales de género disponibles online en el Instituto Nacional de Estadística.
Por su parte, los grandes gurús de “lo sociosimbólico” insisten en que la Revolución es ante todo “sociosimbólica”, es decir, realizable exclusivamente a nivel socio–lingüístico–libidinal (Žižek), que el Estado es definible como el monopolio del capital simbólico (Bourdieu) y ya no como el monopolio de la violencia material (Marx–Weber), o que toda estrategia política debe olvidarse de la lucha por el control efectivo de los medios de producción para centrarse exclusivamente en la apropiación de “significantes vacíos” con los que construir cadenas de asociaciones significantes que unifiquen la ideología, una vez más, “sociosimbólica” (Laclau).
EL FANTASMA Y LO SOCIOSIMBÓLICO
Uno de los puntos clave de las teorías sociosimbólicas es el concepto psicoanalítico de “fantasma” en tanto que categoría mental generada por los individuos en su proceso de interacción social mediante la circulación de significantes, esto es, de palabras y signos cuyo significado no está determinado a priori y frente a los cuales el individuo que los genera siempre toma una posición determinada. Mientras que el término “social” se refiere al acto de interacción entre individuos, lo “simbólico” se refiere al acto de dar un significado a una determinada cosa material. Las filosofías sociosimbólicas priman hasta el extremo la importancia del significado que una cosa adquiere por el simple acto de nombrarlo. Simbolizar algo es, básicamente, “transustanciarlo” en lenguaje. Incluso cuando dichas filosofías hablan de praxis sociosimbólicas y no de conceptos teóricos, dichas praxis únicamente pueden ser consideradas simbólicas en el caso de que funcionen como una relación lingüística en el que cada acto es asociado a un determinado significado.
Al igual que las teorías económicas burguesas criticadas por Marx, las nuevas filosofías sociosimbólicas conciben la circulación como un ámbito autónomo, independiente y no determinado por el modo de producción material.
Claramente influenciado por Kant y Hegel, el gran gurú de lo sociosimbólico al que todos se remiten –Jacques Lacan– afirma que todo lo que no es lenguaje es noúmeno, esto es, algo radicalmente imposible de ser conocido. Algo irracional e incognoscible, denominado por todos los psicoanalistas y filósofos lacanianos como “lo Real” y que se diferencia de “la realidad” en tanto que el mundo de los significados sociosimbólicos. Se establece así una identificación de la realidad con el significado de los signos y símbolos lingüísticos paralela a la que criticó Marx como propia de la filosofía idealista hegeliana. A este respecto, comentaba Marx cómo para filósofos como Stirner, “los pensamientos objetivados, corporeizados –los fantasmas– han dominado y dominan el mundo […] Para san Sancho [Max Stirner] el nombre es la cosa misma”.
Derivado directamente de esta primacía del lenguaje sobre las relaciones sociales de producción material, las filosofías sociosimbólicas repiten la toma de postura mantenida por las teorías económicas burguesas criticadas por Marx, y conciben la circulación –el proceso de interacción sociosimbólica– como un ámbito autónomo, independiente y no determinado por el modo de producción de las cosas materiales, llegando a afirmar que tanto el valor económico como los valores culturales surgen única y exclusivamente del proceso de circulación social de signos lingüísticos entre los cuales el dinero sería únicamente uno más.
DINERO Y VALOR DE CAMBIO
Según Marx, la teoría económica burguesa siempre ha concebido que el dinero en tanto que forma social del valor de cambio surge simplemente del proceso de circulación de mercancías al modo de “una fantasmagoría pura”, esto es, como creencia social (fantasma) en que el valor de cambio depende únicamente de las relaciones sociosimbólicas. Es decir, de la creencia de los demás en que un trozo de papel o unos números en una cuenta bancaria poseen realmente un valor de cambio susceptible de ser convertido –a través de la compra– en el disfrute del valor de uso de la mercancía adquirida.
El punto crucial aquí es que para Marx el valor de cambio del dinero no surge de una creencia social o una circulación sociosimbólica. El valor de cambio es distinto del dinero, y surge por la producción de un valor de uso. Para explicarlo, Marx comenta un caso histórico extremo. Ilusionados por el descubrimiento de unas minas de oro, cuenta Marx que “en el año 760 los pobres, en grandes cantidades, se dedicaron a lavar oro en las arenas fluviales al sur de Praga y tan grande fue la consiguiente corrida a los ‘yacimientos’ que el año próximo el hambre asoló el país”, de modo que todo el dinero perdió instantáneamente su valor de cambio. Lo importante aquí no es que el dinero perdiera su valor de cambio porque la gente dejara de creer que lo tenía, sino que dejó de creer que lo tenía porque efectivamente, en la práctica material, no era capaz de hacer nada porque no había nada disponible –ningún valor de uso– por el que poder cambiarlo. Tanto el valor de uso como el valor de cambio del dinero dependen de la producción de mercancías en las que poder realizarse. Ningún valor surge de la simple circulación de símbolos por sí sola. De ahí únicamente surgen fantasmas. Es necesario un proceso de producción material que produzca algún tipo de valor.
El valor de cambio del dinero no surge de una creencia social o una circulación sociosimbólica. El valor de cambio es distinto del dinero como fantasma, y surge por la producción de un valor de uso.
Por otra parte, el hecho de que toda producción sea social de un modo u otro tampoco quiere decir que el proceso de valorización sea exclusivamente simbólico. Se simboliza algo socialmente como valor porque se ha producido algo con valor que poder simbolizar. Las filosofías sociosimbólicas olvidan que no todo lo social es simbólico, pues no toda acción, proceso o producto es simbolizable como lenguaje ni consistente en un proceso de comunicación de significados. Aunque todo puede ser nombrado, ello no quiere decir que el nombre sea lo mismo que una cosa, una fuerza o una determinada relación social. Asimismo, el ser humano está mucho más determinado por cosas, fuerzas y relaciones –con o sin nombre– que por los significados que atribuye a aquellas que logra simbolizar.
Del mismo modo que lo único que se produce en el proceso de circulación económica es el fantasma por excelencia –el dinero– lo único que produce el proceso de interacción sociosimbólica por sí mismo son fantasmas. A este respecto Marx es meridianamente claro: “Si se considera la forma misma de la circulación, lo que en ella deviene, surge, se produce, es el dinero mismo, y nada más […]. La circulación no genera el valor de cambio, ni tampoco su magnitud”. A este respecto, las filosofías sociosimbólicas contemporáneas mantienen el mismo problema de fondo que las sociedades mercantiles y capitalistas liberales: presentan el valor de cambio medido en dinero –el valor social medido en creencias– “como supuesto al que la circulación pone [pues] es menester que la circulación misma se presente como un momento de la producción de los valores de cambio”. Ello es así porque si se cree que el valor de cambio de las cosas surge por el simple intercambio de mercancías, entonces el beneficio parece provenir de dicha relación de intercambio, ocultándose por tanto que en realidad proviene de la apropiación de la plusvalía extraída del trabajador durante el proceso de producción.
La filosofía sociosimbólica contemporánea es un “idealismo social”, y al igual que todos los idealistas criticados por Marx, cree “en inspiraciones, en revelaciones, en redentores y en taumaturgos, y solo depende del grado de su cultura el que esta fe sea una fe tosca, religiosa, o revista una forma culta, filosófica”.
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Zizek (o como se escriba), ese filósofo pop, que huye hacia delante después de ver cada serie televisiva, en la que basará su próximo libro, donde creará otra serie de conceptos-fantasma, para enterrar cualquier relación con la realidad que nos toca: el próximo colapso que aspiran a gestionar los aulladores de la Reacción Fascista Internacional.