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Filosofía
Bifurcaciones: entre el desastre y la esperanza #covid-19
El horizonte nos habla de un interregno que puede moverse hacia el totalitarismo, hacia las fauces de un nuevo Leviatán que profundice las desigualdades y la violencia del capitalismo, o hacia una sociedad que ponga frenos a la lógica del capital a través de la democracia, una economía y una institucionalidad centradas en la vida y lo común.
“Pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”, afirmaba Albert Camus por boca de uno de los personajes de La Peste ―todo un clásico para los tiempos que corren―. Probablemente tenía razón. Hemos asistido con estupor a la propagación de una pandemia que ha dado la vuelta al mundo, y cuyo brote afecta ya a alrededor de 210 países. Su virulencia se cuenta ya en cientos de miles de vidas. Por si esto fuese poco, a esta crisis sanitaria mundial hay que sumarle una crisis económica cuyo balance de pérdidas podría dejar en pañales el escenario de la Gran Recesión. Y es que las medidas para contener el contagio del virus, el confinamiento y la paralización de la actividad productiva, están provocando un shock en la economía real de grandes proporciones.
Pero no nos engañemos: la situación económica previa al brote del covi-19 era de todo menos normal. Los vientos de recesión y crisis no dejaban de soplar y el crecimiento estaba ralentizándose globalmente. De hecho, algunos economistas poco sospechosos de pesimismo, como el keynesiano James Kenneth Galbraith, llegaron a hablar del “fin de la normalidad”. Si bien algunos pudieron tildar de exagerado su diagnóstico, después de la pandemia probablemente todo el mundo compre el eslogan ¿Pero de qué normalidad hablamos?
Desde la Gran Recesión, diversas voces críticas han alertado de que el capitalismo podría encontrarse en un callejón sin salida. Al menos el capitalismo tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Entre otras cosas, y siguiendo a Galbraith, podríamos decir que la crisis de 2008 puso de relieve las dificultades del capitalismo global para encauzarse y estabilizarse de nuevo en la senda del crecimiento. Para el economista keynesiano el problema tendría que ver, entre otras cosas, con las directrices económicas del paradigma neoliberal, con el inmenso proceso de financiarización de la economía al que hemos asistido desde la década de los 70 del siglo XX hasta nuestros días.
Las finanzas ya no están en disposición de alentar ningún ciclo económico de crecimiento real. El sector financiero privado habría servido de “motor” durante treinta años, impulsando diversos ciclos empresariales que al final han acabado convirtiéndose en procesos especulativos ―la gran burbuja inmobiliaria fue su máxima expresión―. Tras las políticas de austeridad y las medidas monetaristas de expansión cuantitativa ―inundar los mercados con liquidez― no hemos asistido a ninguna nueva fase de crecimiento que haya afectado a la producción, el consumo o el empleo como en décadas anteriores. Más bien hemos padecido elevados niveles de precarización y un estancamiento mitigado por la máquina de imprimir dinero.
Desde una perspectiva marxista, podemos considerar crecimiento y crisis como dos caras de la misma moneda. Si por algo se caracteriza el modo de producción capitalista es por estar asediado por turbulencias sistémicas inscritas en su propia dinámica de acumulación. En sus quinientos años de vida, el capitalismo histórico se ha encontrado con diversas crisis periódicas que ha sorteado reformulándose. Y lo ha hecho a través de procesos de “destrucción creativa” ―si utilizamos la terminología de Schumpeter― o, mejor, de reestructuraciones que han permitido recomponer la tasa de ganancia de las élites capitalistas y relanzar el ciclo de acumulación.
¿En qué se diferencia la crisis de 2008 de otras crisis? Probablemente en que ni las estrategias de deslocalización industrial, ni los gastos en innovación tecnológica, ni la aparición de nuevos mercados, ni reorganizaciones avanzadas en los ámbitos de la producción y la distribución parecen estar dando resultados en términos de rentabilidad ―se lucha por márgenes menguantes de beneficio―. Como vimos, el recurso a las finanzas ―cada vez más depredadoras― tampoco permite animar un ciclo expansivo de reproducción del capital. La pandemia del coronavirus ha llegado justo en un escenario marcado por estas tendencias, sembrando de incertidumbre un panorama que ya era de por sí sombrío.
Virus, crisis y autoritarismo
La contención del covid-19 ha confinado a millones de familias en sus hogares. La mayoría de gobiernos han decretado Estados de alarma o similares para hacer frente a la pandemia, suspendiendo libertades civiles e induciendo una paralización casi total de la actividad laboral por imperativo sanitario. Las instituciones financieras ―nuestros particulares jinetes del apocalipsis― tildan ya la situación económica de catastrófica. El shock sobre la economía real se reflejará este año en una caída de la economía global de un 3% según el Fondo Monetario Internacional. Por supuesto, esta caída se declinará de manera muy diferente según los países. En el caso de Estados Unidos, el Financial Times establece analogías con la Gran Depresión, anticipando un período de miseria, destrucción de empleo y penuria social.
Y es que no se ha visto una contracción económica de este tipo desde el Crack del 29. En el caso español las cifras del FMI hablan de una caída del 8% del PIB para este año ―el peor escenario contemplado por el Banco de España habla de un 13’6%―. Nuestras analogías sólo tienen parangón con los peores años de la autarquía franquista ―salvando las distancias―. De hecho, estos datos empequeñecen los de la crisis de la burbuja inmobiliaria, cuando el PIB se precipitó un 3’7% en 2009. Lo peor se lo llevarán el turismo y el mercado laboral, el paro aumentará por encima del 20%. Aunque también se manejan cifras bastante más dramáticas que harían subir el paro diez puntos por encima de esa previsión. En cualquier caso, la última Encuesta de Población Activa no augura nada bueno con 285.600 empleos menos.
Así las cosas, lo que está por venir sólo puede calificarse de seísmo. El legado de la última crisis dejó un mercado laboral altamente precarizado. De hecho, el fruto de los años de la mal llamada “recuperación” (2014-2017) no fue otro que un inmenso trasvase de riqueza de abajo hacia arriba. En 2018 supimos que los costes laborales unitarios se habían reducido un 10% por encima de la media europea, mientras que los beneficios empresariales y las rentas de capital aumentaban un 6%. Las rutilantes cifras macroeconómicas de aquellos años ocultaron que el incremento del empleo se manufacturó a golpe de temporalidad, empobrecimiento salarial e inseguridad. Si a ello le sumamos las políticas de austeridad, el ataque a la sanidad pública, la educación pública o los desahucios, sólo podremos concluir que la sociedad española antes del coronavirus ya era tremendamente desigual ―10 millones de personas se encuentran hoy en riesgo de pobreza y más de la mitad de la población no llega a fin de mes―.
La situación económica previa al brote del covid-19 era de todo menos normal. Los vientos de recesión y crisis no dejaban de soplar y el crecimiento estaba ralentizándose globalmente.
Pero las cifras adelantadas por el FMI sólo pueden hacernos pensar en un escenario muchísimo peor que el experimentado hace una década. Por otro lado, en la medida en que el norte de Europa rehúsa mutualizar las deudas ―utilizará el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) y otros dispositivos para realizar préstamos―, podemos esperar un horizonte de endeudamiento y un recrudecimiento de las experiencias vividas en 2008 en todo el sur europeo. Queda aún por ver qué sucederá con la cuantía del Fondo de Recuperación y sus instrumentos de financiación (se manejan cifras en torno al billón y medio), y si ganan definitivamente la batalla los préstamos ―lo que pide el norte― o las transferencias. La pregunta seria aquí es si la UE quiere sobrevivir al impacto o no.
Por si esto fuese poco, sobre la situación de crisis se cierne la sombra del Estado de alarma, cuyos poderes excepcionales no dejan de introducir más incertidumbre en la ecuación. Mientras tanto, los medios retratan día sí y día también a individuos “díscolos” que rompen el confinamiento, haciendo de ellos sujetos ejemplares de sanción. Sin embargo, no aparecen casos de violencia policial en las televisiones: sobre la arbitrariedad de las fuerzas del orden se cierne un silencio sólo roto por las redes y la prensa crítica. Asusta pensar en este poder excepcional cuando proyectamos sobre el futuro próximo la figura de la crisis. Sobre todo por la gravedad de la misma.
¿Qué sucederá con la protesta durante el proceso de “desescalada” de la pandemia? ¿Cómo se restablecerán los derechos y libertades civiles? ¿Colisionarán los imperativos biopolíticos de “distancia social” con el derecho a la protesta? Actualmente el abc de las intervenciones policiales en época de confinamiento lo marca la criticada “Ley Mordaza” ―pendiente de derogación―, cuya arbitrariedad se ha reforzado con las recomendaciones de Interior para unificar las multas, muy poco garantistas. Así las cosas, la tentación autoritaria está en el aire. Y nada se opone a que el “regreso a la normalidad”, que será socialmente convulso dada la crisis en ciernes, insista en la matriz autoritaria de un Estado de alarma que en ocasiones se confunde con el de excepción. Asistiríamos así a una vuelta de tuerca del neoliberalismo punitivo que ha marcado la última década.
Interregnos
El escenario político actual viene marcado por la incertidumbre de una crisis económica inédita en lo que llevamos de siglo. Como vimos, en ella convergen dos turbulencias diferentes. Por un lado, el largo ciclo de la crisis de beneficios de un capitalismo guiado por máximas neoliberales, leído por autores como Immanuel Wallerstein como una crisis estructural ―un momento de cambio sistémico―. Por otro lado estaría la crisis del covid-19, un coyuntura que acelera todas las inercias y problemas de una economía global que lleva gripada desde la última gran crisis. Según el FMI parece que nos encontramos a las puertas de la Gran Depresión del siglo XXI. No está de más apuntar que el lenguaje de las instituciones financieras es siempre performativo, y que debido al poder que tienen en sus manos, tienden a normalizar de antemano sus predicciones: siempre hay algo de profecía autocumplida en sus afirmaciones. Lo que no significa que no vayan a materializarse ―sobre todo si se hace poco por evitarlo―. En el caso Europeo, a menos que cambien las cosas, parece que se repetirá una nueva fase de austeridad y endeudamiento para el sur. Pero este escenario es distinto al de 2008: en aquel momento los partidos de la tercera vía gozaban aún de cierto crédito; ahora el tablero político está polarizado en torno a una extrema derecha que ha ganado poder ―también a escala mundial―.
Si los gobiernos europeos no toman medidas contundentes para afrontar la crisis, planes de choque focalizados en salvar a la población de la miseria, terminarán por institucionalizar la pobreza de buena parte de la sociedad. Y esta adquirirá rasgos mucho más inhumanos. La extrema derecha, en su afán por nacionalizar los conflictos e imponer una agenda racista y autoritaria, podría crecerse en una esfera pública cada vez más populista. Y siempre hay candidatos para el papel de cirujano de hierro y medios gustosos de regalar focos. Por tanto, los efectos de las decisiones políticas actuales afectarán profundamente a lo que entendemos como democracia, y habrá que preguntarse si una sociedad con tasas de desigualdad desorbitadas puede denominarse como democrática en algún sentido ―ni siquiera formalmente―.
Si seguimos a Wallerstein en sus impresiones sobre la “crisis estructural” del capitalismo, tendremos que convenir que esta crisis del covid-19 es un peldaño más en una larga transición hacia otro tipo de sociedad o sistema económico-político. Y no hay una senda marcada de antemano. El horizonte nos habla de un interregno incierto que puede moverse hacia el totalitarismo, hacia las fauces de un nuevo Leviatán que profundice las desigualdades y la violencia del capitalismo, o hacia una sociedad que ponga frenos a la lógica del capital a través de la democracia, una economía y una institucionalidad colectiva distintas ―centradas en la vida y lo común―.
Sólo la respuesta de una multitud organizada, capaz de oponerse a una crisis que se vislumbra como una nueva forma de tiranía, podrá poner freno a la espiral de la desigualdad y marcar una senda política distinta.
Desde un punto de vista realista, si quiere amortiguarse el daño sobre la mayoría, una crisis de la magnitud anunciada sólo puede afrontarse con una reforma fiscal verdaderamente progresiva en diversas escalas. La Gran Depresión y el desastre de la Segunda Guerra Mundial se afrontaron con una elevaciones de los impuestos a la riqueza ―Roosvelt los llevó a tributaciones de un 94% en Estados Unidos―. Además de permitir la financiación de un plan de salvación, equilibrarían las grandes desigualdades y desconcentrarían la riqueza. Algo más que justo si tenemos en cuenta que la última crisis se ha saldado con cientos de nuevos millonarios y enormes transferencias de riqueza del trabajo a los beneficios y rentas de capital.
Medidas como la Renta Básica Universal Incondicional ―financiadas de urgencia a través de políticas monetarias y luego fiscales, como propone Guy Standing― permitirían distribuir los recursos de manera que nadie quedase en la estacada. Sin embargo, apuestas como la española por un ingreso mínimo vital, una medida asistencial para personas vulnerables, dejará a mucha gente fuera por bienintencionados que sean sus objetivos. Y no deja de ser una respuesta muy débil sumada al fiasco de las medidas relativas a alquileres e hipotecas. Por otra parte, renunciar a mutualizar la deuda a escala europea tendrá consecuencias muy lesivas ―en España parece que ya se ha renunciado a presionar por esa vía―. Cualquier arreglo que no abra la posibilidad de reformular la arquitectura desigual y neoliberal de la UE, sólo aplazará la crisis en una huida hacia adelante que tendrá grandes costes.
Es difícil prever lo que pueda pasar en medio de un desplome económico como el anunciado, pero será fundamental que todos los colectivos y personas que hoy luchan confinados, que trabajan sobre los problemas más acuciantes de la crisis, converjan más adelante en calles, plazas y protestas. Los funcionarios del capitalismo y sus fondos buitre ―como Blackrock y Blackstone― ya han tomado posiciones para sacar tajada del desastre desde sus asépticos despachos. Sólo la respuesta de una multitud organizada, capaz de oponerse a una crisis que se vislumbra como una nueva forma de tiranía, podrá poner freno a la espiral de la desigualdad y marcar una senda política distinta: poniendo el foco en lo común frente a la lógica del beneficio privado. Siguiendo el guion de Albert Camus en La peste, lo mejor que nos puede pasar es redescubrir la misma verdad que encontraron sus personajes en medio de un mar de tinieblas: que ante los grandes males no hay salida individual que valga, y que lo único que podrá resguardarnos de la tormenta es el apoyo mutuo. También será la mejor virtud para transitar hacia una sociedad que merezca la pena ser vivida.
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Luchamos contra nosotros mismos. Nunca ha habido mayor conciencia anticapitalista, de tener claro que asi caminamos derechitos hacia el desastre se mire por donde se mire, y sin embargo... nunca ha habido mayor fuerza práctica a favor del sistema en el que vivimos... Nunca ha habido menos deseo de otra cosa. Somos absolutamente esclavos del sistema. Y pese a vivir totalmente esclavizados por él, con el deseo absolutamente subsumido en él, nunca ha habido mayor "experiencia de libertad". Por supuesto hablo de occidente. Pero no solo. El deseo del sujeto y el deseo social se mueve hacia la apliación de la experiencia de libertad, y ahí está el problema de la "revolución", jamás hemos hecho una revolución que amplie dicha experiencia de libertad. Aunque sea una puta ficción esa libertad. El sistema y los privilegios y privilegiados por él establecidos apenas se van a ver combatidos en la práctica a no ser que la miseria y el sin futuro alcance cuotas casi absolutas. Y aun así, si eso sucede, aun conseguirán nuestra ayuda para combatirnos a nosotros mismos...
La lucha contra este sistema destructor de la vida es una lucha contra los privilegiados de él que lo defenderan a muerte, pero sobre todo contra nosotros mismos... De no ser asi nada detendría el cambio. ¡Menuda la que nos aguarda! AR.