Política
Anticapitalismo sin polarización: el desafío de Erik Olin Wright

Tras esta obra de Wright uno puede seguir siendo anticapitalista en serio y abandonar para siempre la mitología revolucionaria. Esto no nos lleva a olvidar la importancia y la necesidad de las rupturas parciales, pero nos obliga a pesar muy seriamente las consecuencias de la coacción sobre los escenarios que vendrían tras ella.
Erik Olin Wright
Erik Olin Wright
Profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada. Investigador en FiloLab-UGR
14 ene 2022 08:00

Con Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI, el testamento filosófico de Erik Olin Wright, se nos propone una versión de El manifiesto comunista para ahora y los años que vienen. Lo hizo consagrar una impresionante carrera científica dedicada a estudiar las clases sociales, con una aportación que, siendo fiel a la inspiración de Marx (las clases se definen por la explotación), consiguió ser reconocida como indispensable incluso por los sectores académicos más renuentes al marxismo. En ese sentido, resulta difícil encontrar un equivalente en la historia del siglo XX y XXI o incluso en el XIX. Marx y Engels gozaban de una impresionante formación intelectual y militante cuando escribieron El manifiesto comunista, pero se encontraban lejos de tener un reconocimiento científico amplio. No pasa lo mismo con Erik Olin Wright, quien nos habla de las clases sociales después de estudiarlas casi como nadie, a un nivel de sofisticación semejante, aunque desde una perspectiva diferente y, en mi opinión, complementaria a la de Bourdieu. Así, un científico social solidísimo, con una audiencia que trasciende cualquier espacio ideológico, nos propone una nueva entrega de la obra que galvanizó el movimiento obrero. Wright pudo instalarse en su espacio académico, costoso y profundamente delimitado, pero prefirió comenzar otro camino, precisamente en los años en que el neoliberalismo enterraba cualquier alternativa a la peor versión del capitalismo realmente existente: un camino dedicado al estudio de aquello que puede servir para resistir a, huir de, domesticar o desmantelar el capitalismo. Por su ambición recuerda otro trabajo reciente: La idea del socialismo de Axel Honneth. De hecho, mucho del trabajo de Wright se encuentra en el de Honneth, quien cita elogiosamente al primero. Entre ambos vemos anudarse dos tradiciones distintas del pensamiento crítico, la procedente del Círculo de Viena y la de la Escuela de Fráncfort, las cuales jamás debieron dejar de considerarse como fraternalmente solidarias. En un libro que coordino en Akal con José Manuel Romero Cuevas (Recuperar el socialismo. Un debate con Axel Honneth, previsto para 2022), y dedicado a una discusión de La idea del socialismo, Honneth, además de una respuesta a las críticas y objeciones que le formulamos, incluye un texto sobre el experimentalismo socialista donde se reivindica la tradición de la Viena Roja de entreguerras, entre cuyos agentes intelectuales y políticos se encuentra una parte notable del núcleo íntimo del Círculo de Viena. Es una buena noticia para quienes intentamos trabajar en algún sendero próximo, pero sobre todo para los jóvenes que pueden empezar a darle sentido a su trabajo intelectual sin un absurdo teatro de sombras académico donde los sectarios hacen su agosto intelectualmente inane.

Quisiera enmarcar las utopías reales (porque este libro debe leerse con Construyendo utopías reales), en dos cuestiones que me resultan de la mayor importancia. La primera es la vinculación del socialismo con la filosofía social un modo de filosofía que no puede existir sin los avances científicos—, y no ya con la ciencia sin filosofía. La segunda es el problema de la violencia en la transición. Entre medias, al presentar las utopías reales, insistiré en que Erik Olin Wright, lo diga o no, no se diferencia mucho de Marx y Engels. Aunque quizá en la cuestión de la filosofía y la violencia sí, la diferencia es de entidad. Erik Olin Wright señala dos ideas que no estaban claras en la tradición socialista. La primera es que el análisis científico de clase nos dibuja posiciones con intereses difíciles de congeniar. Entre ellos solo puede decidir el razonamiento moral y este, por tanto, debe formar parte esencial de la movilización política y del análisis político y sociológico. La segunda es que la transformación social necesita medir los efectos contraproducentes que genera la polarización política. Este asunto fue analizado por Engels véase mi lectura cruzada con Amador Fernández-Savater, pero queda lejos de haber pasado al acervo de la tradición crítica. Erik Olin Wright insiste con muchísima oportunidad.

Socialismo, ciencia social y filosofía social

Voy con la relación entre filosofía y ciencia social. Erik Olin Wright fue un sociólogo serio donde los haya, instruido en el más sofisticado análisis estadístico, y es importante que sea él quien saca el proyecto emancipatorio de la ciencia y lo devuelve al marco de la filosofía social. La filosofía social trabaja científicamente y no tiene nada que ver con el exclusivo comentario de textos y autores, mas pone en primer plano las consideraciones normativas de la acción social. La política emancipatoria no consiste simplemente en aplicar la ciencia social crítica, sobre todo por dos razones. En primer lugar, al nivel de los agentes, no existe una conexión clara entre los agentes y sus intereses sociales. Debido a la complejidad de la posición de clase, no existe una cartografía intelectual de los verdaderos intereses que pondría a la mayoría social ante su tarea histórica. La existencia de posiciones contradictorias de clase, en las que los sujetos son a la par beneficiarios parciales y explotados, hace que las clases dominadas cesen de estar unidas lógicamente a un futuro sin dominación. Quienes se encuentran excluidos de los medios de producción en tanto que trabajadores y trabajadoras, pueden controlar activos organizativos de gestión, de control y de mando que les permiten obtener beneficios de otros trabajadores. Dentro del capitalismo su posición puede alternar entre identificarse frente a quienes los oprimen o asimilarse a ellos para explotar a los más desposeídos. Es más, como explica Michael Burawoy en uno de los epílogos de la obra que comento, si consideramos cuál sería el régimen ideal para quienes poseen el control técnico y político la respuesta está clara: un socialismo tecnocrático, en una inspiración inconfundiblemente saint-simoniana. Quiero resaltar que esta posición es idéntica a la de Bourdieu: el socialismo de Estado soviético es un proyecto de explotación y de dominación basado en el capital político y el técnico o el capital político que se disfraza de capital técnico de vanguardia.

Decir clase contra identidad es hablar desde el profundo desconocimiento de qué son las clases sociales. Estratégicamente, solo significa impotencia

Como se deriva de la lectura del filósofo Gerald Allan Cohen, la cuestión para quienes definen la igualdad es la de señalar qué desigualdades consideran admisibles. Sobre esto Cohen, maestro de Erik Olin Wright, ha dejado una extensa obra que permite completar Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI; precisamente en el punto sensible de cuáles son las desigualdades admisibles en una sociedad socialista. Pero el estímulo no va solo en una dirección: Wright impone trabajar no solo la vía de la igualdad, sino también la de la libertad/democracia y la de la comunidad/solidaridad. En ese camino, debo subrayarlo aunque no lo puedo desarrollar, las estrategias políticas fundadas exclusivamente en la clase social son un enorme hierro de madera: necesitan combinarse con las basadas en la identidad. Son un hierro de madera porque la experiencia social jamás se reduce a la clase y porque la experiencia de clase es lo suficientemente ambivalente para los agentes y estos necesitan, uno, valores sociales para aclararse acerca de sus intereses; y dos, necesitan también reflexionar sobre otras dimensiones de la identidad, no solo la de clase, con la que componer su compromiso social progresista. Decir clase contra identidad es hablar desde el profundo desconocimiento de qué son las clases sociales. Estratégicamente, solo significa impotencia. Por otra parte, las identidades no pueden existir sin justificar cuáles son las alianzas de clase que establecen. No es plausible darse una identidad sin pensar en cuáles son las condiciones sociales de su ejercicio, ni gracias al esfuerzo de quién puede desarrollarse una determinada identidad.

Utopías reales

Y entro en el proyecto de utopías reales, esos albores de la sociedad libre que podemos encontrar en el centro del capitalismo. Lo cual supone que no todo en el capitalismo es capitalista. Algo que resulta cierto a varios niveles. Tal y como diría Nancy Fraser, y en general el feminismo materialista, la morada oculta de la actividad capitalista se encuentra en relaciones reguladas por una lógica del don y el sacrificio doméstico: sin ellas sería imposible la reproducción de la fuerza de trabajo. O, más próximo a la perspectiva de nuestra obra, Castoriadis hablaba de cómo es la cooperación de los asalariados la que permite el funcionamiento de las realidades jerárquicas, las cuales nos llevarían al atolladero si hiciésemos caso a quienes se sitúan en la cúspide. En el sentido de Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI se trata de recoger una inspiración de Marx, curiosamente sin reconocerlo. Permítaseme una corrección: Erik Olin Wright esconde a Marx en este punto y lo mal comprende en otro: señalando que Marx estaba en contra del mercado.

El comunismo existe ya en la sociedad capitalista porque en esta no todo es funcional a la reproducción del capitalismo. Erik Olin Wright habla de híbridos sociales (Construyendo utopías reales, pp. 136-137) y la idea recuerda a los regímenes mixtos de Aristóteles, compuestos variables de democracia, aristocracia y monarquía. En la tradición marxista esa idea la expresó el concepto de formación social, realidad concreta donde un modo de producción dominante en el caso el capitalista convive con modos de producción anteriores y con otros que comienzan a insinuarse preparando el porvenir. Louis Althusser (Écrits sur l’histoire, pp. 130-131) que es capaz de localizar lo que a muchos lectores les pasa desapercibido, pese a que hay quien dice que no leyó a Marx (¡extraño no lector que precisa lo que tanto lector ignora!), proporcionó una lista de dónde veía Marx operando al comunismo: en la combinación entre educación y trabajo infantil, en las cooperativas obreras, en las sociedades de accionistas, en la eliminación de facto de jerarquías en la producción, etc.

El comunismo existe ya en la sociedad capitalista porque en esta no todo es funcional a la reproducción del capitalismo

Erik Olin Wright sigue ese camino preguntándose qué componentes económicos podrían contener una aurora roja, desde dónde podemos democratizar el Estado y cómo conseguir coaliciones estables de actores eficaces para alcanzarlo. En este camino, hay diferencias importantes con Marx y Engels. La primera es menos clara que la segunda. Erik Olin Wright considera que el Estado no es el agente del socialismo, sino que este se singulariza por el poder social organizado democráticamente. El Estado presupone un tipo de gestión administrativa que puede o no estar controlada democráticamente; solo si lo está, el poder social como cooperación libre de la ciudadanía penetra el aparato de Estado introduciendo una superior composición socialista del mismo. En eso no hay muchas diferencias con Marx, quien veía en el Estado una fuente de despotismo y de rentas funcionariales para los elementos improductivos de la burguesía. Las instituciones estatales socialistas le parecían un mal necesario derivado, por una parte, de la necesaria maduración de las capacidades de gestión democrática y, muy importante, de la previsible resistencia al comunismo de la burguesía y los grandes terratenientes, lo cual plantea el problema de la violencia. Este es el punto clave de la diferencias de Erik Olin Wright con el programa clásico.

El fin de la estrategia revolucionaria

Démosle la palabra a Marx y Engels. La dictadura del proletariado suponía un proceso donde se introducían medidas despóticas contra la propiedad. En El manifiesto comunista se hablaba de que la conquista de la democracia y las medidas que se imponían tras un breve interludio despótico no suponían ni la eliminación de la propiedad privada ni del mercado, aunque sí una restricción de la primera y una fuerte regulación del segundo por ejemplo, aboliendo el conflicto entre los trabajadores para vender la fuerza de trabajo. Puede que el término de dictadura del proletariado fuese desafortunado y que hoy sea inservible. Sin embargo, tal vez algo de su espacio semántico siga sirviéndonos para comprender el alcance rupturista de las medidas propuestas en esta obra.

Erik Olin Wrigth explica que no se puede desmantelar radicalmente el sistema sin provocar un gran caos y que la ruptura sistémica no “funciona como estrategia para la emancipación social” (p. 57). Lleva razón pero aún esto no toca la dictadura del proletariado, la cual no se refería a un proceso de desmantelamiento, sino a ciertas medidas de urgencia ante la más que previsible sublevación antisocialista. Como decía, durante y después de las medidas despóticas, seguiría existiendo la propiedad privada y la competencia económica entre la industria socializada y la industria capitalista: como explicó James Lawyer (“Marx as Market Socialist”) basta remitirse a El manifiesto, el esbozo previo en el texto de Engels Principios del comunismo o el análisis sobre la Comuna en La guerra civil en Francia. No se puede superponer desmantelamiento global con el problema del despotismo limitado, el cual puede ser necesario aunque solo se necesite acelerar y consolidar los albores socialistas suficientemente desarrollados. Es importante subrayar esto: la condena más fuerte de la violencia revolucionaria cabe decir, desquiciada se encuentra en La sagrada familia (pp. 139-141, Akal), en la crítica inmisericorde a las ensoñaciones jacobinas y hasta napoleónicas contra la sociedad burguesa tal y como era y tal como podía ser efectivamente. Ahora que hay un cierto revival jacobino en la izquierda, conviene meditar sobre esas páginas. François Furet (Penser la Révolution française, pp. 201-204) se refería a ellas con acierto. Se impone en este punto indicar que tanto Marx como Engels cambiaron su visión del jacobinismo a medida que avanzaba su comprensión de la revolución francesa. En cierta medida habían asumido la visión liberal y bonapartista de la revolución jacobina como construcción del Estado burocrático moderno. En 1850 Marx y Engels señalaban ya que la burocracia había que achacarla a Bonaparte. La república jacobina suponía la unidad del Estado combinada con una fuerte democracia local. Véase,  sobre ello, la importante obra de Jacques Texier, Révolution et démocratie chez Marx et Engels (pp. 111-112).

La perspectiva revolucionaria sueña con una transformación donde la resistencia no rebaje el bienestar material anterior a la revolución

Wright es consciente y lo ha reconocido en Construyendo utopías reales (p. 317, y capítulo XI): la coerción puede ser necesaria pero necesita controlarse por medios democráticos. Porque el gran problema que vuelve obsoleta la estrategia revolucionaria es el siguiente. La perspectiva revolucionaria sueña con una transformación donde la resistencia no rebaje el bienestar material anterior a la revolución o solo por un breve periodo. La realidad suele ser que la transición provoca una depresión enorme del bienestar material, algo que se complicará si la violencia tiende a estancar aún más el problema. Y en ese momento el socialismo dejaría de tener el apoyo de la población.

Quisiera subrayar dos ideas. La primera es que la elección entre estrategias rupturistas o no depende de la dureza de la oposición de algunas élites. En El Manifiesto ni siquiera se contemplaban la resistencia de todas las élites: si se hablaba de “confiscación de la fortuna de emigrados y rebeldes” era porque se confiaban en la aquiescencia, o la no reacción violenta, de parte de la burguesía. Según Engels véase El problema campesino en Francia y Alemania “Marx apuntó ante mí —¡muchas veces!— su opinión de que lo más barato para nosotros sería el poder deshacernos por dinero de toda esa cuadrilla”. No parecía muy cruento. La segunda idea es que las causas del fracaso de las estrategias rupturistas pueden ser las mismas que haga fracasar a otras: la clave es la no polarización radical de la sociedad. La condición necesaria del advenimiento del socialismo es evitar periodos excepcionales donde la bajada del nivel de vida causada por, y causa de la oposición violenta de las élites, lleve a perder el apoyo de la mayoría de la población. Podemos comprobar empíricamente, desde los amigos de Sócrates en Atenas hasta la actualidad en Bolivia y en España, cómo la reciedumbre de las élites es enorme ante el mínimo proyecto igualitario, cómo en eso contarán con el apoyo de extremistas e iluminados, o de simples inmaduros incapaces de manejar su resentimiento, y cuán absurdo y pobre es responderles separándose de las clases medias: porque en ellas se ubica buena parte de la clase trabajadora, que sí tiene mucho que perder. Además, y es lo peor, el conflicto tiende a agudizar la cultura caudillista y el servilismo en torno a los líderes progresistas. Cuando más necesaria es la inteligencia creativa, la vuelven imposible las condiciones sociales, y se acentúa la cultura coactiva y represiva en las organizaciones progresistas. La transición violenta solo sería asumible si el capitalismo genera una crisis tan prolongada y dura que vuelva soportable la ruptura revolucionaria. En ese caso, sí serían soportables los costes de transición. Fuera de la democracia el socialismo es inviable. Y la democracia es imposible en escenarios polarizados. Con polarización no hay camino que no genere un enorme coste de transición. Con polarización estable y violenta no hay estrategia ganadora posible.

Me parece que tras esta obra uno puede seguir siendo anticapitalista en serio y abandonar para siempre la mitología revolucionaria. Esto no nos lleva a olvidar la importancia y la necesidad de las rupturas parciales, pero nos obliga a pesar muy seriamente las consecuencias de la coacción sobre los escenarios que vendrían tras ella. La importancia y la gravedad de esta enseñanza es solo un atributo más de la admirable obra de Erik Olin Wright.

NOTA. Este texto ha sido escrito en el marco del proyecto de I+D desacuerdo en actitudes. Normatividad, desacuerdo y polarizacion afectiva (PID2019-109764RB-I00) y fue expuesto el 21/12/2021 en la presentación del libro realizada junto a Nuria Sánchez Madrid, Jorge Sola Espinosa y Tomás Rodríguez Torrellas. Agradezco a Neftalí Villanueva sus comentarios a este texto.

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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