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Opinión
La mesura de los reaccionarios
En el principio de nuestra democracia fue la campechanía. El paternalismo propio de los gerifaltes de la Dictadura lo heredaron muchos políticos de la Transición, incluso el propio rey, y la ciudadanía valoró positivamente ese trato cercano. Ese “pero si son como nosotros” y aquel, “míralo, es rey, pero no se las da de nada”. El origen etimológico de Campeche (México), patria de lo campechano por la afabilidad de sus habitantes, está relacionado con peech, que significa en maya garrapata; y así, como una garrapata, la campechanía se aferró a las instituciones y las televisiones, colonizó todos los espacios públicos. Después, el neocacique, ya sujeto a las reglas de la representatividad, se las apañó para convertirse en alcalde o concejal y desde su nuevo puesto ayudó a llevar el carácter de moda hasta el último rincón de nuestra geografía. Sin embargo, con el devenir de los años se descubrió que toda esa llaneza, esa jovialidad, escondía en más de un caso comisiones, recalificaciones, dinero en Suiza y toda clase de actividades ilegales o de dudosa ética; así que a golpe de titular sobre corrupción las gentes de este país empezaron a desconfiar de tan manido comportamiento y se abrió otro horizonte, el de la mesura.
La mesura entró en escena de la mano del sentido común, de la moderación y de toda una serie de conceptos destinados a situar cualquier opinión que cuestionara radicalmente el estado de las cosas fuera de los márgenes de lo razonable. Por ejemplo, los impuestos a las grandes fortunas no se consideran moderados, tampoco defender una república o un aumento notable de los salarios.
La mesura impide también a muchos ayuntamientos retirar los símbolos franquistas, porque, claro, llevan ahí muchos años y los diseñó tal arquitecto o tal escultor y para la gente ya no significan lo que en su momento significaron. Y, por supuesto, lo menos razonable del mundo es remover el pasado y cuestionar las narrativas tradicionales. En el marco de esa simplificación pueril de la ideología política que concibe esta como una línea recta con la excelencia en el centro, lo mismo es la izquierda más a la izquierda que la derecha más a la derecha, lo mismo es querer redistribuir la riqueza que querer acabar con los derechos de las personas LGTBI+, lo mismo es la generosidad que la avaricia, lo mismo es abrir las puertas a la diversidad que promover el racismo.
Y como todo es lo mismo, repetimos como un mantra que los extremos se tocan y que en el punto medio está la virtud. ¿Cómo se van a tocar la empatía y el altruismo con el individualismo y la mezquindad? ¿El punto medio entre la explotación laboral y el cumplimiento de los derechos de los trabajadores cuál es, explotarlos un poco menos? ¿Es lo mismo querer seguir teniendo beneficios, sin importarte nada más, que querer mejorar las condiciones de vida de la gente? Dime dónde has situado los extremos para que pueda valorar si realmente el centro alberga alguna virtud.
¿Hablaremos alguna vez de lo concreto, llenaremos de contenido los debates y señalaremos a quien trate de manipularnos con palabras vacías?
Por todo lo anterior cabe preguntarse qué es, en última instancia, esa moderación, cuál es la voluntad de quienes la propagan a diestro y siniestro; y la respuesta es sencilla: el mantenimiento del statu quo por injusto que sea. Podría entenderse, por decir algo, que lo moderado, teniendo en cuenta los beneficios de las empresas energéticas y el precio de la factura de la luz, sería reducir esos beneficios y abaratar la factura, pero no, cierto sector de la sociedad percibe esta medida como algo radical, extremista. Además, el surgimiento de un monstruo a la derecha ha constituido el estímulo perfecto para que triunfe la moderación. Lo que tradicionalmente hemos llamado ser reaccionario o conservador ahora se viste las galas de la templanza y elige tono de sermón para predicar su eterna cantinela, que lo razonable es estar como estamos. Un pensamiento que ha calado, no podía ser de otra forma, en una parte del periodismo (no todo, menos mal) que, por ejemplo, no considera mesurado cuestionar las declaraciones de políticos y políticas ni su propaganda partidista y se convierte en un mero amplificador de las portavocías de los partidos, en un simple vocero.
No obstante, llegarán nuevos tiempos y me pregunto cuál será el cariz que estos presentarán, qué palabras prosperarán cuando la moderación deje tras de sí recortes en la sanidad y la educación públicas; una debilitación de los derechos LGTBI+; un estancamiento (o retroceso) de la situación de los trabajadores y trabajadoras; y, por supuesto, más pobreza y desigualdad, porque ante la inacción del Estado siempre ganan más los que más tienen y pierden más los que ya perdían. La mesura y la moderación son, por resumir, lo que yo pienso; el extremismo, lo que piensan los demás cuando no coinciden con lo que yo pienso. ¿Hablaremos alguna vez de lo concreto, llenaremos de contenido los debates y señalaremos a quien trate de manipularnos con palabras vacías? Yo lo tengo claro, deseo que el nuevo concepto que empape el debate público, que condicione nuestros apoyos y decisiones, sea la tan olvidada sustancia. Pero, de momento, no nos queda otra que seguir viviendo a tientas tratando de adivinar qué significa en cada ocasión lo que en sí mismo no significa nada; tratando de entrever, como si nuestra vida fuera un concurso de televisión, el premio que esconde la caja.