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Editorial
Centros sociales en el ojo del huracán
¿Qué sentido tiene que gobiernos integrados por fuerzas que se reclaman contrarias al orden neoliberal se enzarcen contra unos espacios antagonistas que, por el momento, han mantenido un prudente y sabio silencio sobre los limitados resultados del llamado asalto institucional?
Los centros sociales ocupados han construído su legitimidad al margen del Estado y del capital. En las ciudades, su mera existencia resulta insolentemente desafiante. Su condición de laboratorios colectivos y sus experimentaciones políticas y contraculturales anómalas generan el terreno idóneo para el crecimiento del espíritu crítico.
Algunos de esos locales tienen una vocación identitaria vinculada a distintos circuitos insurgentes globales, con cordones umbilicales que los conectan a imaginarios del pasado, y se alimentan preferentemente de energías juveniles. Está bien. Otros exploran dinámicas compositivas con nuevos sujetos colectivos inmersos en conflictos, tienen un perfil más intergeneracional y buscan desbordar la zona de confort activista tabicada con los clichés del gueto. También está bien. Cada proyecto tiene su genealogía, su época, su idiosincrasia y está apegado a un territorio, por lo que, felizmente, cada uno es irremediablemente genuino.
Lo que sí tienen en común los centros sociales es que son difícilmente compatibles con el gobierno de lo posible, incluidos en esta categoría los ayuntamientos del cambio. El desalojo del CSO A Insumisa a manos del Consistorio de En Marea en A Coruña, durante el pasado mes de mayo, ha sido una muestra de ello. La Ingobernable madrileña está ahora mismo amenazada por uno de esos procesos jurídico-administrativos al uso y el gaztetxe Maravillas ha resistido un asalto policial con nocturnidad y alevosía estivales, como en los viejos tiempos. Es necesario añadir en este punto que en Iruñea se han producido otros tres desalojos más en esta legislatura: dos por parte del Ayuntamiento de EH Bildu y uno a manos del Gobierno de Navarra de Geroa Bai.
¿Qué sentido tiene que gobiernos integrados por fuerzas que se reclaman contrarias al orden neoliberal se enzarcen contra unos espacios antagonistas que, por el momento, han mantenido un prudente y sabio silencio sobre los limitados resultados del llamado asalto institucional? Solo hay dos respuestas: que actúan preventivamente porque asumen su incapacidad para sostener la confrontación ideológica derivada de guerras culturales como la de los centros sociales o que, directamente, el camino hacia la institucionalización ha alterado sus programas a una velocidad meteórica. Probablemente, se trate de una combinación de ambos escenarios.
Quienes construyen el cambio desde la calle no deberían despistarse con debates estériles. Lo mejor es seguir abonando el fértil campo de la ruptura, sin prisa pero sin pausa.