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Palestina
Descubriendo la gratitud y la compasión: lecciones de nuestros estudiantes
Hace ya un tiempo que soy profesora universitaria, profesión que creo, es de las más bellas y nutritivas que se pueden ejercer y, por eso, estoy profundamente agradecida. Resulta, además, que esta sensación de agradecimiento es algo muy positivo en tanto, y de acuerdo con los últimos avances en la neurociencia, la gratitud es una emoción muy poderosa que lleva a procesos metabólicos sorprendentes como el fortalecimiento del sistema inmunitario, la mejora de la salud cardiovascular o la reducción de la inflamación producida por el estrés. Quién habría pensado que, tras tres siglos de progreso del conocimiento materialista occidental, los recientes descubrimientos científicos respaldarían las visiones integrativas de la medicina china, que durante más de dos milenios ha comprendido la interconexión entre cuerpo, mente y emociones.
Esta sensación de gratitud de la que he hablado no surge únicamente porque nuestra profesión nos brinda tiempo para reflexionar y meditar sobre nuestras vidas, ni tampoco porque a lo largo de nuestra carrera encontramos colegas destacables de los que aprendemos valiosas lecciones y conocimientos. Si bien estas son, sin duda, virtudes de nuestra labor, lo que realmente hace excepcional nuestra actividad es la oportunidad diaria de interactuar con nuestros jóvenes estudiantes: conocer sus esperanzas, sus angustias, sus preguntas, sus utopías. Lo que nos privilegia como docentes es ese encuentro cotidiano con el asombro, la maravilla de la vida y la capacidad inherente de las personas para cultivar su libertad y su bondad. Este encuentro constante es el regalo inmenso que la vida nos brinda como educadores.
Llevamos meses presenciando un genocidio en vivo y en directo. Al principio a muchos nos costaba dormir, el dolor y la impotencia era tan brutales, las imágenes de las familias, los niños huérfanos, los hospitales destruidos… era algo tan feroz que la conciencia, las emociones y el propio cuerpo se revolvían de impotencia y de dolor frente a las imágenes en los medios y en redes sociales. Enseguida el poder nos dejó claro que la protesta, la denuncia o la mera postura pública en contra de lo que estaba pasando podían traer consecuencias muy severas para nuestras vidas y carreras profesionales. Y, además, esta violencia desbocada e impune se volvió cotidiana, normal, algo que nos superaba, que estaba fuera de nuestro control, de nuestro mundo… y de alguna manera, no sé, lo aceptamos, lo integramos y seguimos con nuestra vida, con nuestras cañas, con nuestra “libertad”.
Y, sin embargo, este sentimiento de impotencia y desconexión con la vida, la compasión y la humanidad se vio abruptamente desafiado cuando empezamos a presenciar las movilizaciones y acciones de nuestros estudiantes. Y cuando empleo la primera persona del plural, no lo hago en referencia a mi papel como profesora universitaria, sino como una expresión de mi pertenencia a una comunidad ético/política mucho más amplia: la comunidad humana. Nuestros estudiantes, con sus acampadas, nos están recordando, en todo el mundo, la consciencia básica que debiera guiar cualquier organización de la vida comunitaria: que hemos venido a este mundo con un sentido ético, que nuestra condición de ciudadanía supone la protección y el cuidado de todas las vidas y que la verdadera política es aquella que pone en el centro el bien común.
Solo la bondad impulsa a las personas a levantar una carpa, a organizar tareas y a dedicar días enteros a una movilización destinada a parar un genocidio; una causa mucho más grande y mucho más justa que la búsqueda de aspiraciones y metasNo es una novedad el advertir que el espacio público se ha convertido en un ámbito especialmente tóxico y cruel donde ya no hay lugar para el debate y el intercambio sino para el insulto, la descalificación y el gregarismo. El sentido común ha degradado significativamente la noción de lo político, abriendo paso a un profundo nihilismo que promueve la idea de que no existen sociedades que construir de manera colectiva ni expectativas en un sistema que proteja nuestros derechos. Y, por supuesto, si se carece de una idea político/comunitaria, solo nos queda el enfoque de “sálvese quien pueda”.
Y, a pesar de esta toxicidad en la vida pública, nuestros estudiantes -los de toda la sociedad, los del mundo- nos están demostrando que aún es posible tener fe en el ser humano, en su compasión, en su bondad y en su amor por los seres de este mundo. Solo la bondad impulsa a las personas a levantar una carpa, a organizar tareas y a dedicar días enteros a una movilización destinada a parar un genocidio; una causa mucho más grande y mucho más justa que la búsqueda de aspiraciones y metas individuales, algo que el sistema les ha enseñado sistemáticamente a priorizar.
Y por eso es por lo que, como profesores, nos estamos movilizando para apoyar, desde un segundo plano, estas acampadas universitarias. No es un tema partidista o tribal, no se trata de pertenecer a un partido político o a un grupo específico de intereses; esta movilización no está sujeta a esas dinámicas que corrompen y oscurecen todo. Actuar para detener esta masacre contra nuestros conciudadanos en Palestina, contra niños que podrían ser los nuestros, contra familias destrozadas, es un acto fundamental de humanidad. A pesar de lo que está dictando el poder en el mundo, no nos pueden pedir que nos arranquemos de esta forma el corazón para mirar hacia otro lado frente a esta crueldad indiscriminada.
Opinión
Opinión ¿Una primavera Palestina?
Nuestros estudiantes nos están enseñando que somos un mundo global y único, que la vida es un precioso regalo que debe ser protegido como lo más sagrado, que es nuestra responsabilidad construir un mundo donde todas las niñas, niños y niñes tengan derecho a ser, en armonía y libertad. Más allá de las contradicciones que pueda haber en las acampadas, sé perfectamente que en su centro está la bondad y la esperanza de que la política debe ser la construcción del bien común. Una política para la justicia, una política para la integralidad, una política para la compasión. Y por eso, una vez más, mi mayor gratitud para nuestros estudiantes.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.