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Ecologismo
Los lobos de Gaia en Monfragüe
Cuando hace ya varios meses decidí intervenir en la polémica acerca de la prohibición de la caza comercial en Monfragüe pensé en escribir un provocativo artículo vindicando que el mejor modo de regular la superpoblación de ungulados y jabalíes en el Parque Nacional era la reintroducción del lobo, pero la llegada de artículos tan necesarios como el de Elena Krause sobre el lobo en el futuro pospetróleo que se avecina, o la entrevista al cabrero extremeño exiliado Álvaro García Río-Miranda aconsejaron aplazar mi escrito para no reiterar argumentos y no cansar a la audiencia de El Salto.
Después, vino el anuncio de que el lobo iba a ser incluido en la Lista de Especies Protegidas y se desató una agria polémica que aún perdura entre ganaderos y conservacionistas, entre comunidades autónomas y el ministerio que encabeza Teresa Ribera, etc. Una polémica previsible hasta cierto punto pero con flecos que nos sorprendieron y entristecieron a partes iguales: incluso entre sectores que trabajan en la agroecología y la recuperación del pastoralismo hubo descuelgues en contra de la protección de esta especie emblemática de la cúspide de las cadenas tróficas ibéricas.
Medio ambiente
El lobo en el futuro pospetróleo
Así que no, en este artículo no vamos a plantear siquiera la posibilidad de reintroducir al lobo en Monfragüe a sabiendas de que recibiríamos una lluvia de críticas e insultos incluso desde ámbitos cercanos. Ya sabemos que las menos de 20.000 hectáreas del Parque Nacional cacereño son insuficientes para garantizar la viabilidad de un proyecto serio de recuperación del carnívoro; bien es verdad que 18.396 hectáreas no son ni siquiera suficientes para alcanzar la categoría de Parque Nacional y que esta tacaña extensión denota la endeble y timorata política de conservación ambiental de la Junta de Extremadura, que parece querer la propaganda inherente a la etiqueta Parque Nacional para atraer turismo e inversiones pero con las escasas servidumbres de apenas un Parque Natural.
Los intereses del negocio cinegético que parecen prioritarios y hasta sagrados son absoluta y radicalmente incompatibles con la conservación y la recuperación de los equilibrios ecosistémicos de unas comarcas faunística y ecológicamente estresadas
Tampoco vamos a señalar que el pequeño Parque Nacional es además inviable ecológicamente por estar rodeado, aislado y confinado entre autopistas, futuros trenes de alta velocidad y canales de riego, así como amenazado a pocos kilómetros aguas arriba por una obsoleta y problemática central nuclear. Las autopistas y otras infraestructuras impiden la circulación de la fauna y estrangulan la conectividad que requieren los ecosistemas, lo que también impediría la eventual presencia de manadas de lobos. Así que nos ahorramos tener que decir que si hubiera algo de decencia y un mínimo de coherencia en las políticas de infraestructuras de la Junta y el Estado central sería prioritario mitigar el confinamiento de Monfragüe y el aislamiento de sus poblaciones silvestres con la construcción de pasos de fauna o ecoductos sobre las carreteras y vías ferrroviarias, liberar las vías pecuarias de ocupaciones y cerramientos ilegales, instalar rampas de escape y salideros de fauna en balsas de agua y canales de riego… medidas que evitarían muchas muertes de animales e incluso accidentes de tráfico, y que restablecerían la conexión del corredor ecológico con el Sistema Central, con los espacios (des)protegidos de la Red Natura 2000, con las sierras de Villuercas, Ibores, etc.
Tampoco vamos a perder el tiempo en explicar que la reintroducción del lobo en Monfragüe y, por ende, en todo el norte de Cáceres interconectado, debiera acompañarse de un serio trabajo a caballo entre la educación ambiental, un proceso de Investigación, Acción, Participación (IAP) y un proyecto de deliberación y participación democráticas entre las poblaciones del norte de la provincia en general, pero especialmente con el sector ganadero, al que se debería de dotar de formación específica y recursos materiales y culturales para facilitar los cambios de uso y manejo que hicieran posible una convivencia poco conflictiva entre ganadería extensiva y lobos. Del mismo modo, nos podemos ahorrar la denuncia de que los intereses del negocio cinegético que parecen prioritarios y hasta sagrados son absoluta y radicalmente incompatibles con la conservación y la recuperación de los equilibrios ecosistémicos de unas comarcas faunística y ecológicamente estresadas.
Filosofía
Componer con Gaia: el problema de la libertad en tiempos del coronavirus
La cuestión del lobo y la aspereza del debate en torno a su presencia y protección retrata la dificultad que tenemos como sociedad para tratar con la biodiversidad o, simplemente, para pensarla más allá de intereses meramente instrumentales y crematísticos. El problema que subyace a la imposibilidad de plantear siquiera la eventualidad de que el lobo pueda volver a campar al sur del Sistema Central es filosófico, cultural y moral. Las posiciones que sin rubor se atreven a reivindicar su caza, su erradicación y su extinción, más allá de la profunda tristeza que provocan nos sirven para reflexionar sobre las visiones y creencias que están detrás de estos posicionamientos tan frecuentes en el mundo rural y que incluso aparecen en el neorrural.
Dice el historiador americano Jason W. Moore que “naturaleza” es la palabra más compleja de nuestro lenguaje, e incluso la más peligrosa porque sobre ella se funda la abstracción cartesiana que separa sociedad y naturaleza, una falsa dicotomía sobre la que se funda este modo de producción que llamamos Capitalismo, que va a desplegar después de esta, otra serie de oposiciones binarias antagónicas no menos violentas: las de género, las raciales, las coloniales, las que separan lo rural y lo urbano o la agricultura y la industria…
La cuestión del lobo y la aspereza del debate en torno a su presencia y protección retrata la dificultad que tenemos como sociedad para tratar con la biodiversidad o, simplemente, para pensarla más allá de intereses meramente instrumentales y crematísticos
Nuestro mundo, desde 1492, se ha configurado en torno a estas escisiones simbólicas pero con efectos materiales violentos, y en la base de todas ellas está la creencia de que la naturaleza es algo exterior al ser humano y sus sociedades, como si fuera posible la existencia de seres humanos sin naturaleza y la existencia de medio ambiente sin humanos. El proyecto capitalista ha consistido en un intento de dominar y mercantilizar violentamente esa naturaleza externa para servir a la acumulación. Ahora que nos acercamos a la aceleración final de ese largo proceso de acumulación ya vamos viendo a qué precio se ha consumado este proyecto imperialista y antropocéntrico de dominio, gobierno y producción de la “naturaleza”.
Para salir de esa violenta abstracción, Moore propone una relectura de la historia de nuestra modernidad desde una óptica que descolonice el orden simbólico binario desde el que pensamos (y sentimos) nuestra cotidianeidad, y para ello introduce la perspectiva de la “ecología-mundo” que intenta pensar como los seres humanos nos relacionamos con la naturaleza desde dentro, no desde fuera. La naturaleza es una matriz, una trama de vida, no es el escenario sobre el que se despliega la historia de los seres humanos y las civilizaciones, sino que es la causa, la condición activa y el agente constitutivo de la historia de las civilizaciones.
Recientemente hemos tenido un claro ejemplo de lo que pensadores como Isabelle Stengers o Bruno Latour denominan “irrupción de Gaia en la historia”: un simple virus ha puesto patas arriba las historias individuales y ha transformado la historia mundial en forma de crisis sanitaria, recesión mundial, restricción de libertades, cambios geopolíticos y una brutal transferencia de riqueza de abajo hacia las élites plutocráticas. Por no hablar del evento que más va a cambiar (para mal) nuestra historia en los próximos años: el cambio climático. No es que las otras especies, las fuerzas físicas, geológicas, climáticas, etc se conviertan en sujetos históricos, que también, es que como dice Moore desde su análisis marxista revivificado: “lo que está en juego actualmente es la emancipación o la opresión no desde la perspectiva de la humanidad y la naturaleza, sino desde la perspectiva de la humanidad-EN-la-naturaleza y la naturaleza-EN-la humanidad”, nadie a estas alturas puede negar que las pandemias, las fertilidades del suelo o el régimen hídrico y sus alteraciones levantan o tumban imperios tanto o más que las clases sociales, las monarquías o los ejércitos...
El problema que subyace a la imposibilidad de plantear siquiera la eventualidad de que el lobo pueda volver a campar al sur del Sistema Central es filosófico, cultural y moral
Pero no sólo en la historia y la sociología podemos encontrar recursos para superar nuestra estéril estrechez de miras; también debemos recurrir a la biología para remover y trascender el antropocentrismo que nos nubla la mente y reconocer que somos parte, sólo parte y ni más ni menos que parte, de una complejísima trama de relaciones de vida que llamamos biosfera. La precondición básica, filosófica y moral para salir del actual atolladero en el que la humanidad se juega incluso su supervivencia, es acometer una verdadera revolución copernicana a la hora de pensar y habitar el mundo. Si Copérnico, no sin violenta oposición, consiguió demostrar que no somos el centro del universo, hoy en día autores como James Lovelock, Lynn Margulis o Carlos de Castro pujan por demostrar que no somos ni siquiera el centro de la vida en el planeta Tierra. Su teoría científica popularizada con el nombre de Gaia propone un auténtico salto cuántico en la biología para que esta supere y trascienda los límites de la visión mecanicista de la vida: esa visión reduccionista que cosifica la naturaleza (la naturaleza como “cosa” externa que se puede desmontar por partes, que se puede gobernar y por lo tanto que se puede apropiar y explotar) y que sigue siendo mayoritaria en la academia y en la propia sociedad.
En un contexto dramático de Cambio Climático, de erosión bárbara de la biodiversidad (evento de la Sexta Extinción), de alteración de los grandes ciclos biogeoquímicos que están en la base de la trama de la vida (agua, carbono, nitrógeno, fósforo, etc), de acidificación de los mares, de ralentización de la corriente del golfo, de deshielo polar, etc., urge un cambio en los paradigmas científicos y en las cosmovisiones que nutren el alma humana para superar el estrecho marco analítico del neodarwinismo. Bunyard afirma que “mientras el darwinismo mantiene que la evolución es principalmente la lucha de las formas vivas para adaptarse a un entorno inconstante, Gaia mantiene que las formas vivas han coevolucionado con su entorno de tal forma que las condiciones ambientales se mantienen estables de cara al flujo de materia y energía, en un sistema geofisiológico robusto”. Yendo incluso más allá de Lovelock y Margulis, Carlos de Castro elabora la teoría de Gaia Orgánica, en la que la biosfera “es una estructura orgánica formada por la simbiosis coordinada de todos los vivientes”.
Este paso del antropocentrismo y su correlato mecanicista de cosificación de la naturaleza al biocentrismo tiene implicaciones políticas merecedoras de otro artículo, pero señalemos al menos que, frente a la visión de Darwin, y sobre todo de Huxley, de la lucha despiadada entre especies e individuos por los recursos limitados, existía ya desde finales del siglo XIX otra línea de pensamiento que puso el acento en la coordinación y el apoyo mutuo para la obtención de recursos, esta línea alternativa la defendió la escuela de biología evolucionista rusa encabezada por Kropotkin. No es por casualidad que el darwinismo encaje a la perfección con el relato capitalista de dominio del mundo (y del alma humana), así como el neodarwinismo es absolutamente funcional al neoliberalismo, y por contra a Kropotkin siempre se le margina en la historia de la biología sin rebatir sus observaciones pero señalando que era anarquista, y es que de todos es sabido que los anarquistas no pueden hacer verdadera ciencia al contrario que un anglicano conservador inglés racista como Darwin.
Un simple virus ha puesto patas arriba las historias individuales y ha transformado la historia mundial en forma de crisis sanitaria, recesión mundial, restricción de libertades, cambios geopolíticos y una brutal transferencia de riqueza de abajo hacia las élites plutocráticas
Volviendo a la fisiobiología de la trama de la vida en nuestro mundo y a la teoría Gaia, Carlos de Castro afirma que “si los organismos que forman Gaia no se coordinaran para utilizar una y otra vez el carbono, el nitrógeno y el fósforo (tres de los más conspicuos factores limitantes), la cantidad de vida que podría sostener el planeta sería cientos de veces menor. Es precisamente el hecho de tener relaciones cooperativas, o mejor dicho coordinadas (y no competitivas y de selección natural), lo que permite que la vida sea tan abundante en la Tierra. Las reglas de Darwin darían lugar a un mundo desértico, en el que los factores limitantes no darían ni para la biodiversidad y productividad del Sáhara”.
La que se autodefinió como “sindicalista de las bacterias”, Lynn Margulis, también insiste en esta estrategia de cooperación simbiótica como la forma en que la vida enfrenta los límites biofísicos al crecimiento; la primera célula eucariota que es el antepasado común de animales, plantas y hongos nace de las simbiosis de bacterias y virus, los organismos pluricelulares son simbiosis de eucariotas, bacterias y virus, un bosque o cualquier otro ecosistema es la simbiosis de organismos pluricelulares (con sus simbiosis previas) y Gaia sería la simbiosis de todos los ecosistemas del planeta Tierra. Lo que, en el marco de la teoría Gaia Orgánica, caracteriza a la biosfera que satura de vida este pequeño planeta es que esta regula el clima, regula la salinidad del mar, regula la entrada de energía solar, construye suelos, mantiene el agua (al contrario que Venus y Marte, que la tuvieron pero la perdieron), logra altísimas tasas de reciclado de residuos (más del 99,5% en el caso del Nitrógeno, Carbono, Fósforo y agua), produce organismos que trasladan objetivos y funciones a Gaia (en el caso de los humanos valga como ejemplo que no tenemos que producir vitaminas porque las encontramos fácilmente en otros organismos y dependemos de la simbiosis con bacterias para hacer la digestión), premia la complejidad y la diversidad crecientes hasta que encuentra factores limitantes que pueden ser superados mediante simbiosis y cooperación entre especies.
Crisis climática
Entre esperanza y desesperación: nos rebelamos por el clima en 2020
En estos tiempos donde es posible nuestra propia extinción, el lema “rebelión o extinción” nos permite transformar nuestro dolor en rabia, en energía para la rebelión por el clima y por nuestra vida. No nos queda otra alternativa.
Gaia es un metasistema homeostático que, reduciendo las fluctuaciones, crea entornos amables para la vida y favorece el aumento de la complejidad y la diversidad, y tiene la capacidad de autorrepararse: después de cada extinción la biosfera ha vuelto a su estado anterior (en cuanto a clima, salinidad, ph, oxígeno, etc) pero con especies distintas. “A todas las escalas hay una dependencia mutua jerárquica, en la que la bondad del entorno que crea el organismo que nos acoge (ecosistema Gaia) nos permite sobrevivir más y mejor, y a la inversa, el conjunto de organismos constituye Gaia” remacha De Castro.
No es aventurado afirmar que entre el marxismo histórico de Moore y la teoría de Gaia Orgánica de Castro hay paralelismos y resonancias que, lejos de ser casuales, apuntan a una fértil reflexión histórica y biológica sobre la trama de la vida, a una nueva conciencia biocéntrica, a un humanismo no antropocéntrico y anticapitalista, a un revolucionario habitar el mundo que necesitamos que se extienda más allá de los muros de sus respectivas academias.
Nadie a estas alturas puede negar que las pandemias, las fertilidades del suelo o el régimen hídrico y sus alteraciones levantan o tumban imperios tanto o más que las clases sociales, las monarquías o los ejércitos...
Instaladas ya en estas coordenadas biocéntricas o ecocéntricas, podemos volver a soñar con la presencia de los lobos de Gaia en la cara sur del Sistema Central occidental, y especular con lo que podríamos observar y con los cambios que provocaría la irrupción de este actor histórico que es canis lupus signatus. Los lobos tienen una importante función sanitaria en los ecosistemas que pueblan: podrían ayudar a contener el crecimiento de las poblaciones de herbívoros, jabalíes, lo que traería incluso beneficios contantes y sonantes a la agricultura y favorecería el control de enfermedades como la tuberculosis bovina que están dañando a la ganadería extensiva, o incluso aminorando la presencia y presión depredadora de los perros asilvestrados.
A la larga su presencia beneficiaría a la salud de los bosques de nuestras sierras, dinamizaría las cascadas tróficas de los biotopos, contribuyendo a incrementar los flujos de energía entre los diversos estratos de las cadenas tróficas y a aumentar la complejidad y la biodiversidad, lo que tiene repercusión incluso en la fijación de carbono, con lo que podemos afirmar que los lobos enfrían el planeta. Podríamos añadir que a nivel social, aunque ya hemos visto que no hay separación real de lo social y lo ambiental, la presencia de estos carnívoros crearía sinergias productivas en el sector del turismo de naturaleza, también obligaría al pastoreo presencial y por ello beneficiaría el empleo, impulsando la recuperación de los mastines y de las infraestructuras asociadas a la defensa del ganado (rediles, majadas, puestos de verano…), también está demostrado que su presencia disminuye la tasa de accidentes de tráfico por colisión con ungulados y jabalíes (más de 1000 en Extremadura en 2019). Y por qué no hablar también de los efectos culturales, emocionales y sentimentales de volver a escuchar sus aullidos en las noches de estas montañas, de volver a recordar y relatar los cuentos de nuestros antepasados, de volver a sentir la emoción con su punto de miedo de vivir en una naturaleza salvaje, indómita, irreductible pero nutricia...
Ni siquiera nos tenemos que molestar en reintroducirlo, basta con dejar de cazarlo y, eso sí: meter mano a los grandes cotos de caza mayor en los que se le está matando y así impidiendo su dispersión natural por la región extremeña.
Desde una posición biocéntrica, los beneficios a medio y largo plazo de la presencia del lobo (y del lince o incluso el oso) compensan muy mucho los pocos perjuicios económicos a corto plazo que puede sufrir la ganadería, perjuicios que en todo caso deberían ser asumidos por toda la sociedad vía fondos públicos para remunerar generosamente a los pastores y ganaderos por los servicios ambientales que con su actividad procuran: promoción de la biodiversidad, transporte y difusión de semillas, prevención de incendios, mantenimiento de paisajes, fijación de carbono en los suelos incrementando su fertilidad, el ciclado y aceleración del flujo de nutrientes y energía en los biotopos pastoreados, etc., etc.
La cuestión es que para que todo esto se entienda, se popularice y se sienta así, se requiere de un cambio de mentalidad que es una auténtica revolución cultural o una mutación de las cosmovisiones colectivas para lo que desgraciadamente apenas hay tiempo: hay consenso científico en que el cambio climático ha entrado en una fase de irreversibilidad o está a punto de hacerlo, y de que la erosión de la biodiversidad está ya muy cerca de precipitarse a una cascada catastrófica de extinciones masivas de las que es imposible que nuestra especie salga indemne. La situación es desesperada pero no hay margen para tirar la toalla o caer en la desesperación, la situación es desesperada por eso mismo es más prioritario que nunca seguir insistiendo, seguir resistiendo, seguir educando, seguir defendiendo la vida y a todas y cada una de la criaturas de Gaia, como si la vida nos fuera en ello, porque la vida nos va en ello.