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Cine
¿Cada cuánto piensas en el imperio napoleónico?
Hace unos meses la pregunta “¿cada cuánto piensas en el Imperio romano?” se convirtió en una tendencia viral en TikTok, primero, y en el resto de redes sociales, después. Las respuestas a esta pregunta servían para revelar, con una buena dosis de sentido del humor, los esquemas tradicionales de género entre los hombres, mayoritariamente de mediana edad, a partir de su interés en la historia militar —el fenómeno podría haberse centrado perfectamente en la Segunda Guerra Mundial, otro de los candidatos más habituales—, una vía de escape común a la rutina de una vida sedentaria en todo el hemisferio norte.
La cuestión de fondo, sin embargo, va más allá de la nostalgia por oxidados ideales de masculinidad: cómo se forman y cómo se destruyen imperios que parecían estar destinados a durar para siempre, hasta que dejaron de estarlo. La respuesta a esta pregunta por parte de las corrientes historiográficas conservadoras ha sido una suerte de fatalismo histórico, en el que los ciclos de nacimiento-desarrollo-muerte de las potencias hegemónicas se suceden uno tras otro en una especie de darwinismo interestatal. Por contraste, las corrientes historiográficas materialistas ofrecen por supuesto una interpretación bastante más rica en matices que la anterior, pero la desaparición de la mayoría de los Estados socialistas que se reclamaban defensores de la misma (y no un riguroso debate académico) contribuyó a que quedase relegada a un oscuro segundo plano.
En sus 157 minutos de duración, ‘Napoleón’ no ofrece una respuesta satisfactoria al ascenso y caída de Napoleón Bonaparte
Napoleón (Ridley Scott, 2023) tiene más de lo primero —“¿cada cuánto piensas en el imperio napoleónico?”— que de lo segundo. De todos los problemas de la película que se han encargado de enumerar ya los críticos cinematográficos y los historiadores para el enfado de su director —que los ha contestado con cajas destempladas—, el principal es sin duda que en sus 157 minutos de duración no ofrece una respuesta satisfactoria al ascenso y caída de Napoleón Bonaparte.
Triangulando a Bonaparte
Quizá el motivo haya que buscarlo en los obvios recortes que ha sufrido la película para su estreno en salas cinematográficas: Austerlitz se reduce al (por otra parte muy cinematográfico: resulta inevitable pensar en el Alexander Nevsky de Serguéi Eisenstein) episodio de la retirada de las tropas por las aguas congeladas del lago Satschan, la batalla de Borodinó se despacha en un minuto y España ni siquiera aparece en Napoleón a pesar de que la guerra de guerrillas que se libró en su territorio aceleró la desintegración del imperio napoleónico. Seguramente habrá que esperar a una versión íntegra para televisión, cuyo metraje se extiende más allá de las cuatro horas, para poder juzgarla como se debe. Con todo y con eso, de ser esta película el avance de otra más completa, lo visto no invita al optimismo. Napoleón podía poseer determinadas cualidades para el liderazgo reflejadas en la película —ambición personal, astucia política, estrategia militar—, que también habrían de influir en última instancia en su derrota, pero en cualquiera de los casos no hubiese logrado ir muy lejos sin las energías que la Revolución francesa había liberado.
Como escribe el sociólogo e historiador ruso Borís Kagarlitsky —actualmente encarcelado en una prisión de la República de Komi bajo la falsa acusación de “justificación de terrorismo” por sus críticas a la operación militar rusa en Ucrania— en From Empires to Imperialism: The State and the Rise of Bourgeois Civilisation (Routledge, 2015):
“El mecanismo empleado para consolidar la sociedad habría de ser el patriotismo. Esta vez, no obstante, el patriotismo en cuestión era revolucionario en su naturaleza, ligado inextricablemente a la idea de cambio y liberación. Fue en esta forma que el patriotismo se apoderó de las mentes de la población francesa y fue de este modo que surgió un ‘modelo’ distintivo que habría de ser empleado más tarde por numerosos movimientos nacionales, incluyendo algunos que no poseían en absoluto su contenido democrático.
La Revolución francesa marcó el comienzo de los ejércitos ‘populares’ de masas, basados en el reclutamiento militar universal. La cohesión de los batallones franceses; la movilidad vertical que proporcionaba a las fuerzas armadas una reserva virtualmente ilimitada de cuadros para el cuerpo de oficiales; la cercanía que surgía de esta base entre oficiales y soldados, cada uno de los cuales, como dijo Napoleón, llevaba un bastón de mando de mariscal en su mochila; y, finalmente, una eficacia en la movilización sin precedentes, todo ello, en resumen, hizo al ejército francés prácticamente invencible durante dos décadas, desde la Batalla de Valmy en 1792 hasta la confrontación en Borodinó en 1812. Solamente la aparición en Europa de nuevos movimientos patrióticos, transformando la naturaleza de la guerra después de 1812, puso fin a esta sucesión de victorias francesas”
Hay que concederle a Scott que no era tarea fácil intentar triangular la narración de las campañas militares del protagonista titular con las intrigas diplomáticas de Francia y su vida personal —la dinámica entre Napoleón (Joaquin Phoenix) y Josefina (Vanessa Kirby) ha sido, con justicia, lo más celebrado por la crítica de esta película (Josefina era seis años mayor que Napoleón, mientras que Kirby es catorce años más joven que Phoenix)—.
Charlie Chaplin, Peter Jackson y Stanley Kubrick —cuyo proyecto llegó a ser conocido como “la mejor película nunca hecha”— quisieron llevar la vida de Napoleón a la gran pantalla y todos desistieron por la enormidad de la tarea y la complejidad del tema (en los casos de Chaplin y Kubrick, exacerbada además seguramente por su conocida minuciosidad y atención al detalle), convirtiéndolo en algo parecido a los repetidos intentos por llevar el Don Quijote de Miguel de Cervantes al cine (a pesar de todo, Napoleón es, al parecer, el personaje más filmado de la historia del cine, únicamente superado por Jesucristo).
En la película quedan reflejados el clasismo y el desprecio con el que siempre fue visto por el resto de la aristocracia europea, a la que Napoleón intentó igualarse inútilmente
Sin duda, el director y el actor encargado de interpretarlo consiguen derribar a Napoleón de su columna Vendôme. Si el cineasta soviético Serguéi Bondarchuk se inspiró en las arengas de Benito Mussolini desde el balcón para su Waterloo (1970), esta desmitificación —sobre todo a través de las escenas más personales, aunque no solamente— se ha llevado consigo cualquier explicación razonable sobre su ascenso y consolidación en el poder, que es justamente lo que ha fascinado a tantos políticos e historiadores durante generaciones. Si Hegel creyó ver en Napoleón el espíritu del mundo, a la fuerza debía de ser algo más que un “rufián corso” temperamental e intempestivo que abofeteaba a mujeres y rompía copas en sus estallidos de rabia. Al menos en la película quedan reflejados, eso sí, el clasismo y el desprecio con el que siempre fue visto por el resto de la aristocracia europea, a la que Napoleón intentó igualarse inútilmente.
El compromiso cinematográfico con la historia
Uno de los aspectos que más controversia ha generado han sido las licencias del director para con la historia: desde la presencia de Napoleón en la ejecución de María Antonieta hasta el encuentro con el duque de Wellington pasando por el bombardeo de las pirámides de Egipto o el emperador liderando personalmente cargas de caballería. Todas las escenas ambientadas durante la I República son víctima de la excesiva simplificación que afecta a toda la película: el Comité de Salud Pública es reducido a un solo miembro, Maximilien Robespierre —el actor encargado de interpretarlo, Sam Troughton, a la postre ni siquiera se parece físicamente—, reproduciendo la leyenda negra sobre su persona. Scott ha intentado justificar algunas de estas decisiones argumentando que se trata de una licencia artística, o por economía narrativa —en el caso de Egipto—, y quizá hasta haya jugado vabanque con la idea de que hoy todo el mundo tiene acceso a Wikipedia para informarse.
Pero eso sería subestimar, y mucho, el peso que la industria cultural tiene a la hora de formar imaginarios colectivos y, por ese mismo motivo, conviene recordar el compromiso que los cineastas deberían mantener con la historia, especialmente en películas como esta, que aspira a ser el retrato de un personaje histórico. En otras palabras: Napoleón no es Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009), una película que, como su propio director resumió claramente, se desarrolla “en el mundo del cine”. Esta no es una cuestión menor: hasta el día de hoy pueden encontrarse artículos periodísticos sobre la Revolución rusa ilustrados con fotogramas sacados directamente de Octubre (Serguéi Eisenstein, 1928), como si el asalto al Palacio de Invierno que aparece en aquella película hubiese sido el auténtico, que fue obviamente mucho menos espectacular.
No se equivoca Agnès Poirier al enmarcar este Napoleón en la categoría de aquellas películas que “no tienen sentido de la historia, inteligencia o comprensión de los personajes históricos, ni tampoco un punto de vista”, que “son obras de cineastas que usan la historia francesa de la misma manera que otros usan papel pintado: como una decoración, y como una mera anécdota”. El propio director parece no esconderse demasiado de haber rapiñado entre los restos de otras batallas cinematográficas: desde la ya mencionada Waterloo de Bondarchuk hasta —a través del compositor de su banda sonora, Martin Phipps— un tema musical de la notable adaptación que hizo la BBC en 2016 de Guerra y paz, de Lev Tolstói. Irónicamente, en este sentido, este Napoleón de Ridley Scott es, en realidad, una película de su tiempo, uno en el que la capacidad de las sociedades para pensarse históricamente ha sido pulverizada y la historia es, efectivamente, papel pintado, decoración y anécdota.