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No pocas veces el pasado llama a la puerta de nuestra memoria a preguntar qué tal estamos. Este es uno de esos momentos. Como es costumbre aquí, le invito a pasar y a tomar un té.
Antes de venir a Rojava mi paso por este mundo se había venido desarrollando como prescribe la norma para los que, como yo, somos hijos de quienes tuvieron muy poco de jóvenes y a los que el sistema les hizo tragarse el bulo del ascensor social. «Aspiracionismo», le llaman. El sueño de una elevación que dura hasta que la cuerda se rompe y todos caemos en picado (ascensor, sueño y familia) hasta darnos de bruces con la realidad:
- Hola, Miseria, ¿pero tú no te habías ido?
- No, querido, la Hipoteca no era más que mi prima hermana.
- La prima de riesgo, querrás decir
- Además de pobre, graciosillo.
Estudios superiores con los que teorizar sobre la lucha, parejas con las que jugar a ser libres, trabajos de mala muerte con los que pagarte la farra, protestas con las que levantar el puño por la mañana y el cubata por la noche... y un murmullo lejano de algún loco que habla de «quemar el puente detrás tuyo». ¡Sellar un pacto con la revolución! ¿Acaso te has dado un golpe en la cabeza? ¿Con qué revolución, señor mío? ¿Con la de la asamblea de los lunes o la de los jueves? ¿Y qué pasa con mis estudios, con mi carrera, con mi amor romántico? ¿Qué pasa con mi vida?
Y coges y vas. Y entonces lo ves. Ves que nadie tiene su vida y luego la lucha, sino que viven para la lucha.
Y entonces te proponen ir a Rojava. «Que allí son revolucionarios», dicen. Pues vaya leche, ¡y nosotros! Pero al final dices bueno, por qué no, algo tendrá esta gente que todo el mundo anda fascinado. Además, en tus trabajos académicos has hablado alguna vez sobre la revolución en el Kurdistán (hablar de la revolución, ¡qué gran pasatiempo!). Y coges y vas. Y entonces lo ves. Ves que nadie tiene su vida y luego la lucha, sino que viven para la lucha. Ves la camaradería, que es como desear lo mejor para la otra persona, quererla mucho mucho, y ayudarla para alcanzar el objetivo político planteado pero esparciendo dicho amor por doquier.
«Luchamos por el socialismo», dicen. ¡El «socialismo»! ¡Qué palabro! «No puede ser», piensas. Pero sí sí, tras no dejar un rincón libre de tu escrutinio investigador, aplicando esa mirada tan tuya que busca la X y la Y que producen la Z, acabas aceptando que éstas no existen, que no hay trampa ni cartón, que lo dicen en serio, que creen en ello.
Entonces llega el momento de volver y aunque sabes que vas a perder el trabajo precario y que aquel libro ya no lo vas a publicar, decides quedarte un poco más: te ves a tantas leguas de distancia de esta gente que sabes que, volviendo ahora, caerás de nuevo en la rueda de quien protesta y contribuye, protesta y contribuye, protesta y contribuye... Y de repente estalla la guerra. La revolución está amenazada. Y te proponen la posibilidad de ponerte a salvo, de volver a tu tierra, a tu casa, a tu vida. «¿Vas a volver?». En ese momento te das la vuelta para mirar hacia atrás y el calor te golpea la cara. Y entonces lo ves, en frente de tus narices, aterrador e ilusionante: el puente en llamas.