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Urbanismo
El buen diseño
En el verano 1947, días después de la firma del Tratado de París, se establecieron los acuerdos de Bretton Woods, según los cuales el dinero que un país emitía debía estar respaldado por su equivalente en oro. Con el dólar estadounidense como punto de referencia para el intercambio global y el oro como anclaje físico de las monedas, se aseguraba la estabilidad de la economía, ya que no se podía crear valor de la nada: el dinero que circulaba equivalía al dinero que cada Estado era capaz de respaldar con su reserva federal. Pero el 15 de agosto de 1971, Estados Unidos rompe unilateralmente con este acuerdo y empieza a emitir dinero sin respaldo en oro; en cambio, lo avala en su propia credibilidad como país. Este acontecimiento es clave, pues supone el desanclaje del valor y su correlato material ya que el valor pasa a ser algo etéreo, una propiedad asignada solo por credibilidad.
Este desplazamiento velado es la condición de posibilidad que permite al neoliberalismo generar valor de la nada y que la riqueza se haya multiplicado desde entonces. Un hecho que, por otra parte, ha traído consigo y, sin metáfora alguna, la angustia ante la disolución de los valores: si no hay nada firme a qué anclarlos, los valores, los hechos y las palabras, se pueden transformar en algo tan volátil como el precio de una acción. En humo, cháchara y charlatanería.
Al mismo tiempo que el poder económico pasaba de lo tangible —el peso, el chelín, el penique y la peseta— a los intangibles de hermenéutica abstracta —los bonos del Estado, las acciones, las primas de riesgo, los precios de cotización y los tipos bursátiles—, la arquitectura —la transcripción del poder económico en símbolos—, participaba en un proceso de similar de producción de signos y palabras, en ausencia de un relato social e histórico trascendental al que acogerse.
A golpe de clichés, camisas blancas y fotografías de inmuebles inmaculados que hacen de la perfección un fetiche patológico, la arquitectura se presentaba como un bálsamo que encontraba en el reto de la capitalitat una doble agenda
A todo esto le daba vueltas, meses atrás, cuando asistí a uno de los múltiples eventos cools de la Valencia World Design Capital (WDC) 2022. En el transcurso del guateque, se enunciaron las credenciales de una “arquitectura y un diseño futuro” amparados en la sostenibilidad, la transformación y el bienestar social junto con la importancia del apoyo al tejido productivo local. Hasta ahí, poco o nada que decir, tan solo un apunte: nuestras mentiras nos definen tanto como nuestras verdades.
A golpe de clichés, grafismo inmaculado, estilismos de COS y fotografías de inmuebles y productos que hacen de la perfección un fetiche patológico, la arquitectura y el diseño se presentaba, una vez más, como un bálsamo que encontraba en el reto de la capitalitat una doble agenda: no solo se trataba de ensalzar la idea del “buen diseño”, sino que este discurso parecía traer implícito un programa deontológico y casi de reforma civilizatoria que se deducía del sofismo con los que sus promotores defendían sus virtudes.
Incapaces no solo de empatizar, sino tampoco de soportar la imperfección del mundo, los discursos que escuchaba perplejo parecían haber encontrado en el “buen diseño” un analgésico. Una anestesia que se insensibiliza ante los estímulos, a veces dolorosos, que provienen del entono local al que pretenden representar. Bajo el velo del “buen diseño”, en la WDC no había dolor y mucho menos injusticias. Todo apuntaba más bien a una suerte de terapia élfico-finlandesa que se receta con tinta de bolígrafo japonés, a modo de masaje sensorial al ego, en que el acceso a los objetos confortables reemplaza el incómodo contacto entre cuerpos.
Deduje, entonces, que el “buen diseño” de la WDC al que allí no se paraba de aludir, no era más que otro un placebo para paliar la ansiedad ante la imperfección de la naturaleza humana. Como se inyecta a través de los órganos sensoriales, esta anestesia la atribuía a una estética fácilmente reconocible: superficies lisas que minimizan la fricción y reducen la percepción de suciedad. La “calma” atribuible a dichos planteamientos va asociada, sin muchos rodeos, a una idea de “limpieza” que, en tanto que la posición del otro es ridiculizada con argumentos como la falta de sofisticación; paradójicamente, el “like” de Instagram desemboca en una de las pocas herramientas de validación a las que acogerse: la unidad métrica de lo cool.
Deduje, entonces, que el “buen diseño” de la WDC al que allí no se paraba de aludir, no era más que otro un placebo para paliar la ansiedad ante la imperfección de la naturaleza humana
De aquella tarde estival recuerdo a la mayoría de los presentes intentando disimular, con apuro, goterones de sudor y camachos en axilas mientras presenciaba una defensa a ultranza de una de las respuestas más curiosas y vacuas que ha encontrado la arquitectura y el diseño en los últimos años: el minimalismo. Uno tras otro, todos los oradores, defensores de este buen diseño, apelaron al minimalismo en la arquitectura y el diseño valenciano como una credencial de savoir faire; condición que supone que la arquitectura se debe retraer y que el diseño debe esconder al propio diseño para generar objetos completamente abstractos que, al estar despojados de cualquier alegoría o símbolo humano, permiten generar, otra vez, una calma en el espectador.
Del mismo modo que, paradójicamente, para alcanzar una condición terapéutica los objetos se sobrediseñan, justamente para borrar las huellas de su diseño, en términos urbanos encontramos una respuesta similar en la homeopatía del placemaking o el urbanismo táctico. Una suerte de terapia perceptiva que romantiza un espacio público que no existe; que es una quimera, una leyenda, algo de lo que se habla o se escribe, incluso que se proclama administrar, pero que nadie ha visto ni verá, al menos, en una sociedad capitalista. Esos lugares pretendidos como del encuentro amable y cooperativo raras veces ven soslayado el lugar que cada concurrente ocupa en un organigrama social que distribuye e institucionaliza asimetrías de clase, de edad, de género, etnia o raza.
De ahí que el verdadero despegue del minimalismo o la aparición de un urbanismo endógeno y neohigienista se dé, justamente, tras la disolución del acuerdo de Bretton Woods, como una forma de “reordenar” y devolver la calma y el sentido a una disciplina extraviada tras los últimos coletazos del discurso posmoderno. Sin embargo, lo que ha terminado por lograr es precisamente un lenguaje vacío de intenciones, validado y promovido por la crítica como una señal de una contemporaneidad indiferente a los procesos sociales que ocurren en el mundo. En otras palabras: la arquitectura y el diseño del mundo van por un lado mientras que el mundo de la arquitectura y el diseño discurren por otro: el de pijos, tibios y puretas.
El foco de esta, mi crítica, no se centra en la forma mínima, sino en su opuesto: la intención máxima, el discurso moralista implícito en la retracción del diseño y la arquitectura como proyecto excluyente de la mayoría social de un territorio donde lo público adelgaza sin freno. Conceptos como el de una capitalitat que defiende la arquitectura y el diseño como algo puro y prístino reafirma la idea de que el desarrollo sin justicia social es una contraseña gubernamental fracasada. No hay realmente ninguna razón económica para la miseria ostentosa de la que allí se presumía, la pobreza aquí ha consistido en olvidar a los pobres.