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Soberanía alimentaria
Alimentaciones soberanas
La ciudad de Palma de Mallorca y el barrio Igeldo de Donostia tienen algo en común con Iruñea: Landare, la asociación de consumidoras de productos ecológicos más antigua y concurrida de Euskal Herria, con más de 3.600 socias. Fundada en 1992, con una tienda en el barrio Rochapea y otra en el municipio de Villava, miembros de esta asociación navarra asesoraron al supermercado cooperativo Terranostra de Palma y a la cooperativa agrícola Iko de Igeldo cuando abrieron sus puertas hace un año. Independientemente de la forma jurídica que representa legalmente a cada uno de estos establecimientos y de su ubicación, todos comparten una mirada más justa, más sana y más digna sobre el consumo.
No es casualidad que Landare haya compartido su saber con dos espacios de reciente creación. El hartazgo sobre el actual modelo de consumo unido al '¿qué os parece si montamos algo?' han propiciado la creación de nuevos proyectos en los últimos años. Hay quien reseña que el documental Food Coop le removió. Estrenado en 2016, aborda en 97 minutos la historia del supermercado cooperativo Park Slope de Brooklyn (Nueva York), en el que más de 17.000 socias trabajan tres horas al mes, consiguiendo una reducción drástica del gasto en salarios y de los precios de los alimentos en una de las ciudades más caras del mundo, obteniendo una cesta de la compra ecológica y barata. Food Coop lleva más de 40 años abierto y la película supuso una oleada de réplicas en varios países.
Mantener un proyecto así supone dominar el equilibrio en la política de precios y mantener una gestión adecuada de los conflictos internos. Dos grandes proyectos se han quedado por el camino en Euskal Herria: Otarra en Donostia (1992-2019) y Bizigai en Bilbao (1994-2014). El próximo objetivo de Landare es abordar un debate sobre si es conveniente reasignar precios nuevos a 3.000 productos ecológicos registrados y de qué forma seguir creciendo, ya que las dos tiendas se les quedan pequeñas, explica Fernando Ustarroz. En las asociaciones sin ánimo de lucro, donde el beneficio es casi inexistente, realizar una inversión requiere una planificación previa exquisita. Por su parte, BioAlai, la otra asociación de consumo de referencia en Euskal Herria —en 1993 abrió sus puertas en Gasteiz con 30 socias; hoy son más de 1.300— ha conseguido crecer a ritmo propio, asumiendo solamente a las consumidoras y proveedoras que puede gestionar, tras capear una dura crisis.
“Solo se vota una vez cada cuatro años, pero nos alimentamos cada día. Debemos organizarnos entorno a la alimentación, estrechar lazos con la producción y recuperar la soberanía”, indica Idoia Jalón, de BioAlai
Gasteiz, crecer acompañando
A lo largo de su historia, BioAlai ha ocupado diferentes locales. Desde 2016 ocupa uno de 600m2 construido de forma sostenible, señala Idoia Jalon, responsable de gestión y coordinación de los equipos de trabajo. Pero lo que más satisfacción le produce de este local es que para la mudanza participaron alrededor de cien socias. “Fue un momento muy bonito”, describe.
Jalon rememora que hace 16 años la asociación pasó por un momento de crisis económica que les puso contra las cuerdas. “La evolución quizá no había sido acorde al número de socias, seguíamos organizándonos igual con 30 que con 800 socias”, explica. Aquella crisis “se recondujo, aunque con un coste alto”, puntualiza, “y a partir de ahí recorremos un camino bastante estable, con más cuidados a nivel interno para fortalecer las relaciones”.
Por ello la entrada de socias permanece cerrada parte del año. Solo abren la inscripción cuando la asociación dispone de tiempo para acompañarlas. “Es importante que la gente que entra asista a reuniones”, agrega Jalon. Lo mismo ocurre con la inclusión de nuevos productores. Optar por un crecimiento lento implica que “crecemos al ritmo del proyecto, no al de la demanda”.
Ello les permite aprender a gestionar las colaboraciones de las socias sin que el proyecto se tambalee. Según los estatutos, para las socias es obligatorio aportar dos horas de trabajo al año, aunque en la práctica no es una colaboración habitual. En un año normal —sin pandemia— alrededor de 100 personas participan en distintas tareas, invirtiendo alrededor de 1.400 horas. Una jornada extra de dos tercios. Actualmente, BioAlai tiene once personas empleadas. Pero como señala Idoia Jalon, los dos tercios no pueden representar una jornada más porque “es una persona que no existe: sabe tanto de economía como de carpintería; es la inteligencia colectiva puesta en común”.
Gestionar el trabajo de las socias, sobreponerse a la crisis económica en un proyecto autofinanciado y centrarse en los cuidados es lo que caracteriza a esta asociación de consumidoras que ha sabido autofinanciarse y seguir creciendo a su ritmo. Observan con optimismo y satisfacción que “últimamente estén surgiendo iniciativas en Euskal Herria, es fundamental que las personas tomemos conciencia del poder transformador que tenemos como consumidoras. Solo se vota una vez cada cuatro años, pero nos alimentamos cada día. Debemos organizarnos en torno a la alimentación, estrechar lazos con la producción y recuperar la soberanía”, concluye Idoia Jalon.
Oiartzun, de la tierra a la cesta
El caso de Oiartzun es paradigmático. Con 10.276 habitantes, según el censo de 2018, es el cuarto municipio más extenso de Gipuzkoa: dispone de 59km2 de superficie, pero hasta el nacimiento de la cooperativa agraria Elika, solo había un productor de tomates de invernadero. Excepto el monte alto, las tierras son de propiedad privada y la venta del metro cuadrado no baja de entre 40 y 50 euros. “Demasiado dinero”, resume Gorka Irazurza, quien añade sobre los cambios que se están produciendo en Euskal Herria que “hay movimiento, las cosas están cambiando”.
En este proyecto confluyeron tres patas: el Ayuntamiento, la cooperativa agraria Elika y el supermercado cooperativo Labore Oarso —hay otros dos Labore, uno en Bilbao, otro en Irun—. Elika lleva cuatro años, y estuvo otros cuatro gestándose.
Un organismo municipal planteó la posibilidad de crear un proyecto social basado en las personas y el bienestar del municipio. Un grupo recogió el guante: “Viendo que teniendo tierras, todo lo que comíamos en Oiartzun venía de fuera, se planteó la posibilidad de montar huertas profesionales y crear puestos de trabajo con gente del pueblo que hubiera estudiado en Fraisoro, la escuela agraria de Gipuzkoa”, explica Gorka Irazurza, uno de los 38 miembros de Elika. Solo hay dos trabajadores, quienes cultivan la tierra. El resto se ocupa de la contabilidad, distribución, comunicación, etc.
“Ante la falta de intercambio de generaciones en el trabajo de la tierra, desde el Ayuntamiento conseguimos contratos en alquiler de terrenos privados para que los jóvenes pudieran ponerse a trabajar”, explica la vicealcaldesa, Eneritz Arbelaitz. Querían impulsar el primer sector a través de la agroecología. Y sacaron dos concursos públicos, cada uno de una hectárea. Elika alquila una hectárea; Karabelako, el Centro Especial de Empleo para personas con problemas de salud mental, alquila la otra.
En Elika, una hectárea da para dos puestos de trabajo. Sueñan con otra media en propiedad —el contrato de alquiler vence en un año—. El 40% de lo que da esta huerta de cultivo ecológico se destina a venta directa; el 25-30% a cestas de consumo que 42 familias recogen los martes, y el 35% restante aprovisiona a Labore, que nació un año después de Elika. El local del supermercado cooperativo está a 900 metros de la huerta. Kilómetro cero total. “Preferimos llevar de menos que de más. Si a mediodía se les terminan las lechugas o las vainas, solo tienen que mandarnos un WhatsApp y vamos para allá”, indica Gorka Irazurza, quien asegura que “el proyecto está estabilizado y tiene mucho recorrido: todo lo que se produce, se vende. Ojalá pudiéramos cultivar más para abastecer a los comedores escolares de la zona”.
Itxaso Larretxea es la gerente de este supermercado cooperativo que se inauguró en 2017 con 150 familias. Hoy son más de 1.100 (de un pueblo de poco más de 10.000 habitantes). “El 50% son de Oairtzun y el 22% de Renteria”, matiza, “el local está ubicado en un polígono industrial donde gente de toda la comarca acude a trabajar y aprovecha para volver a casa con la compra hecha en Labore”. Además de un producto fresco, fresco, como diría el cocinero Karlos Arguiñano, tienen referenciados 2.000 productos, desde conservas a higiene personal y limpieza de la casa.
Labore nació de la mano de Errigora, “un proyecto al sur de Navarra que surgió para promover y crear mercado para productores de conservas y aceites y moverlas al norte de Euskal Herria de manera accesible y promoviendo el euskera”, señala Larretxea. “La soberanía alimentaria está en alza, la crisis sanitaria ha avivado la concienciación y todas recordamos cuando al principio de la pandemia los grandes establecimientos tenían baldas vacías. Entonces se visibilizó de dónde vienen los productos; aquí nunca nos faltó nada”, concluye.
Bilbao, dos barrios, dos experiencias
Sin embargo, Labore Bilbao no pasa por un momento dulce. Ubicado en un barrio obrero de Santutxu y con el Mercado de La Ribera y otras ofertas similares en el Casco Viejo, su objetivo es pasar de 600 a 800 socias, explica Gorka Mayor. La facturación creció durante los meses de confinamiento domiciliario, pero no así el número de socias. Abierto en 2017, Labore Bilbao encarará este mes debates relevantes con sus socias para decidir cómo encontrar el ansiado equilibrio entre economía, precios y supervivencia.
En el barrio de Bilbao La Vieja, la cooperativa Kidekoop tiene un local desde 2013. Se trata de un proyecto modesto, realista y muy urbano: “El local es pequeño, no somos un supermercado ni tampoco un grupo de consumo con el que debes comprometerte a recoger una cesta semanal. Ah, ¡cuánto daño han hecho las cestas!”, exclama Xabi Arroyo, uno de los dos trabajadores a media jornada. En Kidekoop las socias reservan online los alimentos frescos —verdura, fruta, pan, leche y carne— y los productos no perecederos —pasta, legumbres, conservas, aceite y productos de limpieza— que recogen en el local, eso facilita la ajetreada vida de las vecinas de ciudad y permite sufragar un alquiler a modo de almacén, más que de súper.
Arroyo proviene del supermercado cooperativo clausurado Bizigai. Asegura que Kiderkoop ha tratado de crecer “cuantitativa y cualitativamente” engarzado en el barrio. “Estamos en contacto con la red antirracista de barrio, la gente más golpeada durante la pandemia. Se pusieron en marcha donaciones de dinero que se transformaron en cestas de comida para la red”, explica. Paralelamente, forman parte de REAS, Goiener, Som Conexió y de Esnetik, “una cooperativa de distribución de productos frescos, un proyecto que el fervor militante del inicio sobredimensionó y ahora se está reacondicionando”. El objetivo sería contar con una red de distribución compartida con otras iniciativas. Arroyo termina dedicando buenas palabras para Landare, donde todo empieza —y donde también perciben la necesidad de distribuir colectivamente—.
Usurbil, Igeldo, redefinir la cooperativa agrícola
La cooperativa agrícola de Igeldo que Landare asesoró atiende las necesidades de un barrio que se asoma al mar y se asiente en la loma de una colina que da la espalda a Donostia. Queda lejos de cualquier gran superficie y no disponía de tienda alguna. Con la recuperación de Iko —que permaneció cerrada durante una década—, Gipuzkoa suma 12 cooperativas agrícolas que nacieron a principio del siglo XX para conseguir precios más baratos de planteles, herramientas y piensos para los baserritarras. Ahora, además de ofrecer estos productos, al menos dos de ellas han atravesado un proceso de redefinición para abastecer a las vecinas con productos frescos que producen otras vecinas.
Sin contar la Guerra del 36, la cooperativa agrícola de Usurbil lleva ininterrumpidamente abierta desde 1908. Pero se ha ido adaptando a las necesidades del municipio —también vende zapatos y ropa, que intentan que estén hechas en la península “o, al menos, en Europa”, señala Asier Kortadi— y, ante el debate sobre qué debe primar, si lo ecológico o el kilómetro cero, en Usurbil han optado por una vía doble: “Todo, pero bien separado”. En cualquier caso, lo que les gustaría es vender más: “Es triste, pero hay poca producción local. Más allá del autoabastecimiento de los caseríos, es difícil ofertar producto fresco de la zona”.
Kortadi está convencido de que se podría cultivar más, “no falta demanda”. De hecho, la cooperativa ofrece servicios de formación en “todo lo que nos piden”. Sobre todo, realizan cursos de manzano, desde la plantación a la elaboración casera de sidra, así como de cerveza artesana y cremas de hierbas medicinales. “La gente experimenta y, a raíz de esta demanda, elaboramos un servicio de alquiler de herramienta, porque las que se necesitan para hacer sidra en casa son caras”.
Desde la ciudad, pensar en herramientas para elaborar sidra suena a algo lejano. ¡Quién pudiera tener manzanos! Seguramente, poco tienen que ver las formas de consumir en entornos rurales que en los urbanos, más inmediatos y menos pegados a la tierra. Una de las condiciones que buscaba la cooperativa Elika de Oiartzun para su hectárea era precisamente que estuviera a la vista de los vecinos. Que vieran con sus ojos cómo crece lo que luego comen.
Sobre el futuro de las experiencias actualmente en pie en Euskal Herria, Iñaki Soloeta, de la Asociación de Consumo Marisatsa de Durango, fundada en 1999, echa la mirada atrás —en los grupos de cestas semanales que han muerto, en los supermercados cooperativos que han cerrado— e insiste en que “hay muchos perfiles de gente, desde la soberanía nacional a la soberanía alimentaria, desde gente pegada a la tierra a personas que se suben a este carro porque la enfermedad les persigue y quieren comer mejor. En cualquier caso, mucha gente vio el Dorado con el documental de Brooklyn, pero los equilibrios son muy difíciles de encontrar”, considera a sus 44 años, antes de dar la comida a sus hijos, elaborada con productos de Marisatsa.