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Sidecar
La frontera de los confines
«El primero que tras cercar un terreno tuvo la idea de decir “esto es mío” y encontró gente lo bastante simple como para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Con este celebérrimo inicio de la segunda parte del Discurso sobre el origen de las desigualdades (1750), Jean-Jacques Rousseau nos recuerda lo que subyace a la institución del confín y lo problemático que es este concepto. Primero se introduce una discontinuidad física en el espacio: una línea, un alambre (de espino), una valla, un muro. Luego nos topamos con la proclamación, con la afirmación de que lo que hay dentro de esa línea (esa valla, ese muro) es mío. Por último, llega la aceptación de mi afirmación por parte de la sociedad: me convierto en el propietario legítimo del interior del recinto, cuando la sociedad me cree propietario.
Rousseau nos explica, como la historia ha demostrado innumerables veces, que una frontera no es una línea, una cosa, sino un dispositivo socialmente construido para generar un dentro y un fuera, un dispositivo que precisamente porque está construido cambia, se desplaza, desaparece, reaparece.
Allí donde las fronteras son sinuosas, dentadas, cada hendidura, cada protuberancia cuenta una historia centenaria, o milenaria, de conflictos, compromisos, acuerdos, rivalidades
Y así es, porque de hecho no hay nada tan cambiante como las «fronteras sagradas de la patria». Resulta casi tierno hojear los atlas de hace cincuenta años. Y me invade un inmenso malestar cada vez que viajo entre Italia y Austria y pienso en los cientos de miles de seres humanos asesinados durante la Primera Guerra Mundial para mover una frontera que ya no existe. El mismo malestar que cuando viajo por Alsacia y Lorena, que pasaron del Sacro Imperio Romano Germánico a Francia a finales del siglo XVII, para quedar luego bajo la jurisdicción de Alemania a raíz de la guerra de 1870 y pasar de nuevo a formar parte de Francia como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, están apareciendo fronteras donde antes no las había: basta pensar en las larguísimas fronteras que discurren todas dentro de la antigua Unión Soviética: Kazajstán limita no sólo con Rusia, sino también con Uzbekistán, Kirguistán, Turkmenistán; la propia Ucrania limita con Moldavia y Bielorrusia, además de con Rusia. La propia guerra de Ucrania no es más que una disputa fronteriza; las fronteras de Ucrania y las fronteras de la OTAN. De ahí el sabor decimonónico y anacrónico de este enfrentamiento, no sólo porque cada vez recuerda más a la Primera Guerra Mundial con su guerra de trincheras, sino porque su objetivo último es, en definitiva, un desplazamiento de fronteras. Y debido a este desplazamiento de «fronteras» el planeta lleva más de año y medio al borde de un holocausto nuclear.
Por otra parte, como dispositivo socialmente construido, la frontera es siempre el resultado (temporal) de una relación de fuerza. Y de hecho existe una medida, casi inhumana en su abstracción, de la violencia con la que se traza una frontera y esta medida es la rectilinidad. Allí donde las fronteras son sinuosas, dentadas, cada hendidura, cada protuberancia cuenta una historia centenaria, o milenaria, de conflictos, compromisos, acuerdos, rivalidades. Cuando, por el contrario, las fronteras son rectilíneas, se puede estar seguro de que no ha habido negociación entre dos partes para su trazado, sino que se ha ejercido un dictado autocrático, una prepotencia, una arbitrariedad de la que la geometría es expresión directa. Encontramos una frontera norte-sur casi recta a lo largo de miles de kilómetros entre Canadá y Estados Unidos (incluso con Alaska al oeste); encontramos líneas rectas también entre varios estados de Estados Unidos, especialmente al oeste de los Apalaches, donde se ignoró la historia de los habitantes anteriores, se consideró la tierra «virgen» y se ordenó la geografía con regla y escuadra en los mapas. Las mismas fronteras rectas se encuentran en África, donde las potencias coloniales las impusieron a los «salvajes». También fue con una línea recta como las potencias coloniales dividieron Papúa Nueva Guinea en dos. Se lee el mismo «desprecio por la línea recta» en Oriente Próximo, donde las fronteras entre los futuros Estados de Siria e Iraq, e Iraq y Arabia Saudí fueron decididas en un escritorio por dos funcionarios, el inglés Mark Sykes y el francés François-Georges Picot, cuando se les encargó desmembrar las futuras estructuras del moribundo Imperio Otomano en 1916.
Justo cuando proclamaban la «globalización desde dentro», la cosmopolitización definitiva de la sociedad humana, la desglobalización ya estaba a la vuelta de la esquina
Pero a medida que las fronteras cambian, aparecen y desaparecen, la frontera como institución fundadora de la geopolítica mundial se vuelve cada vez más difícil de manejar. Parece paradójico que en la era de la globalización, cuando la tierra se nos aparece como un pequeño planeta azul, cuando las dimensiones de la acción humana se multiplican bajo los mares, en el espacio, sobre las ondas del éter, precisamente entonces el problema de las fronteras parece volverse más urgente que nunca. De hecho, es precisamente a finales de la década de 1990 y principios de este siglo, en el apogeo ideológico de la globalización, cuando toma forma y se consolida una nueva disciplina, los Border Studies, que se han dotado de sus revistas académicas, de sus congresos y de sus padres inspiradores. En esos años escriben sobre ella los sociólogos que marcan tendencia con independencia de la frontera a la que pertenezcan: Etienne Balibar («The Borders of Europe», 1998), Manuel Castells (End of Millennium, 2000), Saskia Sassen («New Frontiers Facing Urban Sociology at the Millennium», 2000), Ulrich Beck What Is Globalization?, 2000; «The Cosmopolitan Society and Its Ennemies», 2002), Zygmunt Bauman (Society Under Siege, 2002). Con la globalización económica, la caída del Muro de Berlín y la integración europea las fronteras tradicionales se antojan obsoletas, al tiempo que surgen nuevas formas de delimitación y las fronteras parecen cambiar de naturaleza.
Así, Saskia Sassen:
«Una característica de la fase actual de la globalización es el hecho de que un proceso verificado en el territorio de un Estado soberano no es necesariamente un proceso nacional. A la inversa, lo que es nacional (empresas, capital, cultura) puede localizarse cada vez más fuera del territorio nacional, por ejemplo, en un país extranjero o en el espacio digital. Esta localización de lo global, o de lo no nacional, fuera de los territorios nacionales ha socavado una oposición clave que recorre muchos métodos y planteamientos conceptuales de las ciencias sociales, a saber, la idea de que lo nacional y lo no nacional son mutuamente excluyentes» (1).
Se trata de lo que Ulrich Beck denomina «globalización desde dentro» en virtud de la cual las fronteras ya no siguen los límites territoriales del Estado-nación, sino que se multiplican y diversifican, se sectorializan (por ejemplo, en un Estado multiétnico, multicultural o multirreligioso las líneas fronterizas se trazarán por etnia, cultura, religión y pueden no coincidir en absoluto):
«Cuando las fronteras culturales, políticas, económicas y jurídicas dejan de ser congruentes, se multiplican las contradicciones entre los distintos principios de exclusión. En otras palabras, la globalización interna, entendida como pluralización de las fronteras, produce una crisis de legitimación de la moral teórica de la exclusión».
Por ello,
«si el paradigma de las sociedades basadas en el Estado-nación se desmorona desde dentro, deja espacio para el renacimiento y la renovación de todo tipo de movimientos culturales, políticos y religiosos. Sobre todo, hay que comprender la paradoja étnica de la globalización. En un momento en que el mundo se acerca y se hace más cosmopolita, en que las fronteras y las barreras entre naciones y grupos étnicos desaparecen, las identidades y divisiones étnicas vuelven a fortalecerse» (2).
Es cierto que con la revolución de los transportes están apareciendo formas inéditas de fronteras. Ya los aeropuertos constituían una anomalía, pues la frontera para salir del país no está en el límite del país, sino dentro de él. O bien constatamos que una frontera británica se encuentra en el centro de París, en la Gare du Nord, de donde sale el Eurostar y donde se encuentra el puesto fronterizo británico. Por la misma razón, otro puesto fronterizo británico está situado en el centro mismo de Bruselas. Y es cierto que con el confinamiento hemos asistido a la creación de nuevas fronteras temporales, como las que durante la pandemia de la covid-19 impedían entrar o salir de metrópolis chinas de incluso decenas de millones de habitantes.
Pero aún hace sonreír la confianza con la que los más sagaces científicos sociales de la época daban por irreversible la globalización y, sin admitirlo abiertamente, se situaban en el horizonte conceptual del «fin de la historia» proclamado por Francis Fukuyama, objeto de burla generalizada pero tácitamente aceptado por todos. Justo cuando proclamaban la «globalización desde dentro», la cosmopolitización definitiva de la sociedad humana, la desglobalización ya estaba a la vuelta de la esquina, reapareciendo con la sucesión imparable del Brexit, la elección de Donald Trump, la Covid-19, la guerra de Ucrania y la desconexión de China. Y mientras tanto, las buenas viejas fronteras de antaño se preparaban para tomarse la revancha y para hacerlo mediante las formas más antiguas y míticas de la historia de la humanidad, la del muro (Adriano) y la Muralla (china).
Quede claro, por supuesto, que nunca se habían dejado de erigir barreras y vallas fueran estas de hormigón, metálicas o de alambre de espino (la lista no es exhaustiva):
1953: 4 km de muro entre Corea del Sur y Corea del Norte;
1959: 4.057 km de la Line of Actual Control entre India y China;
1969: 13 km de peace lines en Irlanda entre la Belfast católica y la Belfast protestante;
1971: 550 km de line of control entre India y Pakistán para dividir Cachemira;
1974: 300 km de la llamada Línea Verde entre las zonas griega y turca de Chipre;
1989: 2.720 km de la berma entre Marruecos y el Sáhara Occidental;
1990: 8,2 y 12 km respectivamente de las vallas entre Ceuta y Melilla y Marruecos para bloquear la inmigración procedente de África;
1991: 190 km de barrera entre Iraq y Kuwait;
1994: 1.000 km de muro en Tijuana entre Estados Unidos y México.
Pero la globalización no ha hecho nada para frenar el frenesí amurallador de los Estados, sino todo lo contrario:
2003: 482 km entre Zimbabue y Botsuana;
2007: 700 km entre Irán y Pakistán;
2010: 230 km entre Egipto e Israel;
2014: 30 km de muro antimigración entre Bulgaria y Turquía;
2013: 1.800 km entre Arabia Saudí y Yemen;
2015: 523 km de barrera antimigración entre Hungría y Serbia;
2022: 550 km de barrera antimigración entre Lituania y Bielorrusia;
2022: 183 km de barrera antimigración entre Polonia y Bielorrusia.
Por no hablar de los muros de agua, las presas navales para impedir el desembarco de migrantes por mar. Pero quizá el caso que mejor describe la sofisticación, en verdad la perversión que ha alcanzado el concepto de frontera es el de Israel. Así describe Eyal Weizman el plan de paz de Clinton para la partición de Jerusalén, elaborado según el principio de que
«cada parte de la ciudad habitada por hebreos será israelí y cada parte habitada por palestinos será palestina. De acuerdo con los principios de partición sentados por Clinton, 64 km de muro debían fragmentar la ciudad en dos archipiélagos trazados según líneas nacionales. Cuarenta puentes y túneles debían conectar entre sí estos enclaves aislados. El criterio de Clinton significaba también que algunos edificios de la ciudad vieja se dividirían verticalmente entre los dos Estados, con la planta baja y el sótano accesibles desde el barrio musulmán y utilizados por los comerciantes palestinos y los pisos superiores accesibles desde el barrio judío, utilizados por los miembros judíos del Estado israelí».
En resumen, la solución propuesta era la de los aeropuertos, donde las zonas de Llegadas y Salidas están situadas en dos plantas diferentes que no se comunican entre sí, cada una con su propia entrada y salida. Es decir, la frontera no como una línea en un plano bidimensional (un mapa), sino como una separación en un espacio tridimensional, pero a una escala de complicación laberíntica.
Pero donde la creatividad humana ha sido más imaginativa es en la construcción del muro (730 km) iniciado en 2002, que separa los asentamientos judíos de las tierras palestinas: Weizmann dedica un capítulo de su bellísimo libro Hollow Land: Israel Arquitecture of Occupation (2012) a este muro y a sus consecuencias. Dado que las dos partes a ambos lados del muro deben seguir interactuando, el problema para los planificadores israelíes es cómo garantizar la interacción y el aislamiento al mismo tiempo, por ejemplo en una carretera que debe servir tanto a israelíes como a palestinos. He aquí la solución:
«La carretera está dividida en el centro por un alto muro de hormigón, que separa los carriles israelíes de los palestinos. Se extiende sobre tres puentes y tres túneles antes de terminar en un complejo nudo volumétrico que se enmaraña en el centro, canalizando a israelíes y palestinos por separado a lo largo de diferentes calzadas en espiral que emergen y aterrizan en sus respectivos lados del Muro. Ha surgido una nueva forma de imaginar el espacio. Tras fragmentar la superficie de Cisjordania con muros y otras barreras, los planificadores israelíes empezaron a entretejerlos como dos geografías nacionales separadas, pero superpuestas: dos redes territoriales que se solapan en la misma zona en tres dimensiones, sin cruzarse ni entrar nunca en contacto» (3).
Frente a semejante perversión intelectual, hay que remontarse al hombre que, cercando un trozo de tierra, diciendo «esto es mío» y haciéndose creer por la gente sencilla, fundó la sociedad civil y leer la reacción de Rousseau ante este acto fundador:
Cuántos crímenes y horrores, cuántas muertes, guerras y miserias habría ahorrado la humanidad aquel que, arrancando la empalizada o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: «No escuchéis a este impostor: estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie».
Notas al pie:
1. Saskia Sassen, «Cracking cases notes towards an analytics for studying transnational processes», Ludger Pries (ed.), New Transnational Spaces, Londres, Routledge, 2001, p. 77.
3. Eyal Weizman, Hollow Land. Israel’s Architecture of Occupation [2007], Londres, Verso, 2012, pp. 13, 182.