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Racismo
Madrid será la tumba del racismo
Las personas, los pueblos, las ciudades, los países y sus memorias están cargados de espacios de dolor, trauma y resignificación.
También las comunidades racializadas, que reviven cada año traumas pasados.
En Madrid hay dos grandes fechas que permanecen ancladas de forma dolorosa en la memoria colectiva del antirracismo: el 13 de noviembre de 1992 con el asesinato de Lucrecia Pérez, dominicana llegada a la ciudad hacía apenas un mes y que malvivía junto a otras compatriotas en la abandonada discoteca Four Roses, en el distrito de Aravaca, y el 15 de marzo de 2018, día en el que el senegalés Mame Mbaye, perseguido por la policía por las calles de Lavapiés, sufrió un infarto a causa del sufrimiento al que se había visto sometido durante años por parte del racismo institucional.
Ambas fechas se recuerdan cada año con sendas manifestaciones, como una forma comunitaria de decir que fueron ellos, pero pudimos ser otras muchas las que cayeron aquellos días que se han vuelto para siempre grises en la memoria de las comunidades negras y el antirracismo.
Lucrecia acababa de llegar a España hacía poco tiempo, corrían los primeros años 90, aquellos en los que ni siquiera estaban tipificadas las leyes de odio y, por supuesto, tampoco existía la ley antirracista que está preparando el gobierno y a la que con tanto anhelo esperamos desde los pueblos y las comunidades racializadas. Fue asesinada de dos disparos por un guardia civil al que su color de piel le sirvió como excusa perfecta para manifestar su abominable odio racista.
Mame Mbaye cayó en una tarde de marzo mientras huía perseguido por la policía por haber cometido el único delito de ser vendedor ambulante, mantero, en las calles de la capital
Las niñas y niños afrodescendientes que crecíamos en aquellos años en Madrid, sabiéndonos ya distintas, nos vimos atemorizadas y desamparadas pues sentimos de forma colectiva que cualquiera de nosotras era susceptible de caer bajo sus pistolas. Eran los años en los que los skin-heads campaban a sus anchas por las calles de Madrid, creando espacios de peligro y exclusión para nosotras, que nos sentíamos amenazadas cada fin de semana, sobre todo si el Real Madrid había jugado en el Bernabéu. Con sus botas militares, sus cabezas rapadas y sus esvásticas cosidas a la ropa, recorrían las calles sin miedo, infundiéndonos, sobre todo a las y los afrodescendientes, una sensación de desprotección que, en la mayoría de los casos, conservamos hasta hoy. No se podía ir a los bajos de Argüelles, pues allí estaban ellos defendiendo la rabia de su odio a lo distinto, no se podía pasar los 20N cerca de la Plaza de España, pues allí estaban ellos para recordarnos que no pertenecíamos a la ciudad que nos había visto nacer y crecer. Pero, sobre todo y ante todo, no se podía no tenerles miedo con aquellas historias que se contaban casi cada fin de semana en los informativos sobre las palizas que habían dado a personas negras frente a la casi total impunidad por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en muchos casos aliadas de forma clara con su discurso de odio.
Migración
Mame Mbaye, doce años abocado a la manta
El joven senegalés fallecido ayer por un ataque al corazón tras una persecución policial llegó a España en mayo de 2006 desde Senegal.
Muchos años más tarde cayó Mame Mbaye en una tarde de marzo mientras huía perseguido por la policía por haber cometido el único delito de ser vendedor ambulante, mantero, en las calles de la capital. Su muerte indignó a toda la comunidad senegalesa, que inundó Lavapiés de gritos de rabia y dolor durante días, y aún permanece como un recuerdo doloroso para todo el movimiento antirracista de la capital. Mame había llegado a España diez años antes de aquel día, diez largos años en los que se había visto enredado en la ley de extranjería, especialmente diseñada para atrapar a cualquiera cual tela de araña en el laberinto de la ausencia de contrato de trabajo sin papeles en regla y la ausencia de papeles en regla sin contrato de trabajo. Pocos son los que salen de ese laberinto y los que lo hacen se van dejando en él, cual jirones de piel en las concertinas de las vallas de la frontera, ilusiones, promesas, esperanzas y miedos. Su muerte, como la de Lucrecia, significó un antes y un después para muchas personas que nos sentimos directamente amenazadas por unas fuerzas y cuerpos de seguridad que, en lugar de proteger a las personas racializadas como miembros iguales de esta sociedad, tienden a criminalizarnos y que están entrenadas para clasificarnos por rasgos fenotípicos, como si tener la piel más oscura o los ojos más rasgados, fuesen señales de una mayor tendencia a la delincuencia y la criminalidad.
En la calle del Oso en la que murió Mame, se colocó una placa que decía “calle de Mame Mbaye” y así fue y ha sido rebautizada para siempre, aunque la placa ya no se encuentre allí, victima una vez más de la intolerancia y el odio de algunos. Es imposible no pasar por esa calle y recordarle, estremecerse ante su muerte inesperada y absurda y para los senegaleses pensar que cualquiera de ellos en situación irregular podría también haber sido el que cayese ese día. Hoy hay dos murales en el barrio de Lavapiés que recuerdan su figura y su muerte injustificada, pero nada podrá traerlo de vuelta de nuevo a la vida para darle la oportunidad que las instituciones le negaron de vivirla.
Las niñas y los niños afrodescendientes que crecimos en los años del asesinato de Lucrecia Pérez nos seguimos sintiendo distintas, pero ya no estamos tan solas como antes. Aprendimos a organizar nuestra rabia y a defender nuestra ciudad de los bárbaros
Hay lugares que no se olvidan y fechas que no se borran de la memoria. Son lugares y fechas de dolor y trauma, pero también de resignificación y resistencia colectiva frente al miedo y la injusticia.
Desde entonces muchas cosas han cambiado en Madrid, las niñas y los niños afrodescendientes que crecimos en aquellos años del asesinato de Lucrecia Pérez nos seguimos sintiendo distintas, pero ya no estamos tan solas y aisladas como antes. Hemos aprendido a organizar nuestra rabia y a defender nuestra ciudad de los bárbaros sin escrúpulos que pretenden hacernos sentir extranjeras en ella y que, incluso, hace apenas dos años campaban por el centro de Madrid una tarde de sábado en una manifestación permitida y escoltada por la policía, portando bengalas que inundaban junto con sus cantos racistas y xenófobos el cielo de la capital de vergüenza.
La comunidad senegalesa está cada día más unida y fuerte y también ha aprendido a defenderse de la injusticia, a ordenar su rabia y a contraponerla al odio fascista que aún inunda nuestra ciudad. Pantera, la tienda del sindicato de manteros, es un buen ejemplo de ello. Los que antes se veían obligados a correr, ahora tienen en la calle Mesón de Paredes su propio puesto de fabricación y venta, lo que les convierte en algo más dueños de su futuro y sus vidas.
El antirracismo en Madrid se organiza cada día con más fuerza gracias a miles de personas que, sabiéndonos distintas, somos también conscientes de que no estamos solas ni lo estaremos nunca más si sabemos encontrar en la unión con nuestras hermanas y hermanos las razones para luchar, para enfrentarnos, para contra atacarles y decirles que esta ciudad es también nuestra, que Madrid, lo quieran o no, no es ni ha sido nunca sólo blanca y también nos pertenece.
Porque no fueron los blancos los que vinieron a salvarnos, no fue la condescendencia de las administraciones y los poderes públicos ni el buenismo de la sociedad civil. Fuimos nosotras, las personas negro africanas y afrodescendientes las que, organizando de manera colectiva nuestra indefensión y nuestro miedo, transformamos y estamos transformando esta ciudad para hacerla más abierta, tolerante y vivible para todas y gritar juntas que por y para siempre “Madrid será la tumba del racismo”.