We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Pueblo gitano
Flamenco pop, un museo para reivindicar décadas de revolución musical gitana
Hay en el rastro de lo cotidiano impulsos claves que cambian para siempre la historia, y la de una de sus esquirlas más fascinantes por su capacidad de ser espejo de pieles y épocas: la música. Momentos como las noches en las trastiendas de las barberías de Nueva Orleans en las que a finales del siglo XIX Buddy Bolden comenzó a conjurar con su trompeta los sonidos de la genealogía de sonidos y ritmos de trabajadores afroamericanos hasta comenzar a crear el jazz. O cuando, a finales de la década de los 70 en el barrio neoyorquino del Bronx, el DJ Kool Herc invitó a su amigo Coke La Rock al cumpleaños de su hermana donde por primera vez hizo una rima sobre un beat, influyendo en la eclosión del hip hop.
Menos conocido, pero más cercano, se encuentra el momento en el que en el barrio de las Tres Mil, en Sevilla, los hermanos Amador escucharon por primera vez los acordes del blues y se enamoraron hasta el punto de mezclarlos con sus raíces flamencas creando la blusería con su banda Pata Negra en los años 80. O cuando las hermanas Barrull, que luego crearían Las Grecas y su Gipsy Rock (1974), escucharon por primera vez la guitarra de Jimi Hendrix o el sonido de Caetano Veloso y decidieron integrarlo a lo que cantaban en los tablaos.
Más subterránea todavía es la historia del cantaor Manuel Mancheño Peña, más conocido como 'El Turronero' por el oficio familiar de ir vendiendo dulces de feria en feria que, tras dejarse permear de los sonidos disco de los años 70, mezcló en su disco New Hondo (1980) los sonidos funk y boogie con los palos flamencos. O cuando cuatro chavales del barrio marginalizado de Caño Roto en Madrid escucharon a James Brown y decidieron seguir sus pasos añadiendo la flamencura que habían aprendido en sus casas creando el grupo de soul flamenco Los Chorbos.
Otros puntos de inflexión más actuales: cuando el productor Moncho Chavea escuchó por primera vez autotune antes de convertirse en el mayor productor de flamenco trap y flamenco reguetón del Estado español o cuando el grupo flamenco Los Yakis se encontró con la salsa.
Un museo con más de 300 artistas
La cantante Cathy Claret, a través de su Museo Flamenco Pop, está recuperando estas historias del olvido de la cultura oficial, un mapa de artistas gitanos que tienen en común la innovación, la mezcla y una vocación de experimentar. Un proyecto que reúne una colección de más de 300 vinilos y casetes de “artistas gitanos que han fusionado el flamenco desde los años 60 hasta la actualidad” con el objetivo de dar a conocer a quienes “han sido pioneros y han innovado en el flamenco”. Además, la colección se presenta junto a seminarios y mesas redondas para tratar las historias de las músicas gitanas. La iniciativa, además de la cantante, cuenta con el impulso del colectivo Amari Zor, una entidad de gitanos y gitanas de todo el Estado que, entre otros proyectos, realizan una radio con contenido y lengua gitana, formación audiovisual para infancias romaníes y talleres de lengua gitana para adultos.
“Esta mezcla siempre ha estado muy estigmatizada, a la industria no le interesaba y ahora que lo están haciendo personas no gitanas se habla de que son renovadores del flamenco”, sostiene Cathy Claret, creadora del Museo Gitano Pop
Claret conoce muy bien la historia del flamenco pop, ya que vivió junto a los protagonistas el boom musical de bandas como Pata Negra. De hecho, la artista, de origen francés, es la compositora de la canción “Bolloré” que acabaría popularizando Raimundo Amador. “Yo era amiga de Manzanita, conocí a Camarón, grabé con Pata Negra en las Tres Mil, presenté mi disco con la hija de Las Grecas, son amigos míos”, comenta, y añade que “fue un camino muy difícil para una fusión que nadie apoyaba”.
Con su museo, la artista quiere dejar claro que la innovación de mezclar flamenco con otros sonidos “lleva dándose décadas, muchos músicos gitanos tienen el flamenco 24 horas en casa y es normal que quieran dar un paso más allá y encontrar nuevos sonidos”. Además, Claret cree que era algo que se observaba en la cotidianidad del entorno: “Cuando Pata Negra ensayaba allí en el Polígono Sur ya había una gitana que se ponía la guitarra eléctrica al cuello, era una punk”.
El museo nace, explica, desde “la rabia” de ver cómo desde revistas culturales, festivales de música y la propia industria se intenta “borrar” este legado, por su “antigitanismo”. Claret reflexiona: “Esta mezcla siempre ha estado muy estigmatizada, a la industria no le interesaba y ahora que lo están haciendo personas no gitanas, se habla de que son renovadores del flamenco”.
La escritora y activista gitana Noelia Cortés cree que este borrado de las figuras gitanas en la música se trata de un proceso “que no solo es apropiación, también es expropiación porque no permiten al gitano ser gitano”. Cortés prosigue exponiendo que “es una cuestión muy difícil para nosotras porque vemos continuamente que nuestros símbolos culturales y lo que nosotros somos con nuestras familias lo vemos en los medios completamente vacíos de significado, una carcasa vacía y ya no solamente vacían la carcasa, sino que te niegan que la carcasa te pertenezca a ti siquiera”.
Una idea en la que incide Paqui Perona, activista gitana de Barcelona, durante la presentación del Museo Flamenco Pop. “El flamenco siempre está evolucionando en la intimidad de los gitanos, aunque no fueran famosos para el resto en las comunidades gitanas hay muchos artistas que tienen prestigio —continúa Perona—, pasó con Terremoto y Los Chichos, y pasa con Los Yakis, y pasa con los nuevos que escuchan los jóvenes y yo no conozco, pero los escucho 24 horas en el barrio. Quizá para ustedes sean anónimos, pero para nosotros son los famosos de verdad”.
Apropiación y un legado que se pierde
La aportación del pueblo gitano a su arte, el flamenco y sus prolíficas mezclas no es el único caso que se encuentra en el punto de mira de la denominada apropiación cultural. Las comunidades marginalizadas llevan décadas denunciando la apropiación y el lucro por parte de la cultura de masas de sus expresiones culturales propias, lo que también pasa a nivel musical en otras latitudes, por ejemplo con el reguetón. Lo que para algunos es una expresión de la hegemonía contra lo periférico, para otros es simplemente el desarrollo natural de la historia de las músicas.
En su artículo “What is (the wrong of) cultural appropriation?” –¿Cuál es (el mal de) la apropiación cultural?– publicado en 2019, las politólogas Patti Tamara Lenard y Peter Balint definen la apropiación cultural como “el acto de parte de algún miembro de una cultura burlándose y rechazando otra cultura, mientras se beneficia y se apropia de ella a la vez” y que deriva en “la existencia de un desequilibrio de poder entre el apropiador cultural y aquellos de quienes se apropia la práctica o el símbolo, la ausencia de consentimiento, y la presencia de ganancias que corresponden al apropiador”.
La activista barcelonesa Paqui Perona insiste en esta idea de apropiación cultural del flamenco, que ha llegado incluso a poner en duda la participación del pueblo gitano en la creación del género: “Aunque suene una trompeta que hicieron los blancos del Misisipi, nadie duda de que el blues es negro, entonces si las primeras sagas flamencas eran gitanas, los que evolucionaron la música y lo siguen haciendo somos los gitanos, ¿por qué molesta tanto decir que el flamenco es gitano?”.
La creadora del museo, Cathy Claret, insiste en la rabia que le produce esta apropiación: “Los medios dicen que ahora se está desempolvando el flamenco, que había que revolucionarlo, ¿y lo que hicieron Las Grecas?”. Además, otra de las preocupaciones es el olvido de figuras esenciales en el desarrollo musical como Manzanita, uno de los pioneros del flamenco pop en la década de los 80, o La Susi, una cantaora que Claret considera “Camarón en mujer”. Ambos fallecidos en el olvido, sin homenajes ni reconocimiento público.
También otras figuras que actualmente viven el olvido, atravesando penurias económicas y sin reconocimiento a su legado: como el cantautor flamenco El Sorderita; El Tijeritas, que tras vender millones de copias en los años 80 apenas llena salones de celebraciones en su Málaga natal; o El Luis el gitano, cantaor gallego pionero del gitano soul condenado a la indiferencia.
A pesar del olvido, el mítico tocaor gitano Emilio Caracafé del Polígono Sur (Sevilla), que vivió los años de los renovadores flamencos de los 70, sigue en su barrio enseñando su música a sus vecinas más pequeñas a través de la fundación Alalá, en la que es director musical. A Caracafé no le da miedo que el sello caló se borre del mapa musical: “Es imposible que se pierda porque los gitanos le han dado a la música un alma y una espiritualidad imborrable”.
A pocos metros de donde se encuentra, La Morita, una cantante de flamenco mezclado con trap, ritmos latinos y sonidos árabes, compone sus temas. “Es lo que me gusta”, sostiene durante la grabación de su videoclip. La Morita comenzó a cantar a través del Negro Jari, creador de la productora Dagrama Producciones, “sello de flamenco urbano independiente” que ha sacado a artistas del barrio como La Cebolla o La Puri. Cathy Claret concluye: “En los bancos de los barrios es donde están ocurriendo, sin medios, las fusiones musicales de verdad”.