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Derecho a la ciudad
De la España de las piscinas al malestar de las ciudades
¿Alguien puede creer que se están vaciando las ciudades cuando todo está lleno? Cuando es imposible alquilar un piso —de comprar, ni hablamos— o improvisar un plan que incluya alguna entrada. Pues parece que sí, que hasta 30 capitales de provincia han perdido población en la última década y que esa gente que usted ve ahí ocupando el hueco en el que querría ubicarse no vive allí. Sean turistas, teletrabajadores del norte de Europa o familias que se han ido a vivir a una urba, PAU, torre, casa, masía, parcela, etc.
A Jorge Dioni López, autor de «La España de las piscinas» (Arpa), con quien inauguramos este inicio de temporada, le sorprendió en 2019 que no se prestara demasiada atención a ese éxodo de familias treinta y cuarentañeras con niños/as hacia localidades suburbiales porque era el sitio que podían pagar o porque querían vivir una vida supuestamente más tranquila en un lugar a más/menos media horita de coche del centro. Querer y poder —o querer, básicamente, lo único que puedes— son, en el fondo, las dos caras de nuestra manera ideologizada de vivir las ciudades. Por eso, Jorge Dioni indagó algo más en este fenómeno y publicó este mismo año «El malestar en las ciudades» (Arpa) para explicar cómo han cambiado nuestra manera de habitar y sentir como nuestra la ciudad.
Lo que identifica al respecto es un modelo neoliberal que no rehabilita y hace más accesible los barrios consolidados, sino que insta a la dispersión de las nuevas generaciones hacia barrios alejados, a veces como penínsulas de las antiguas ciudades, solo vinculadas a ellas por carreteras, a veces en nuevas o viejas localidades, ahora agigantadas. La ciudad ya no es sobre todo el espacio de producción, como tampoco de habitación. La ciudad es la marca-agencia que pretende capturar inversores y atraer turistas. Es decir, mira paradójicamente primero a los de fuera: los no-habitantes marcan el ritmo de la ciudad.
En ello hay mucho de neoliberalismo, pero también de neoconservadurismo. Se sigue que esa otra gente para la que se hace la ciudad es mejor que nosotros. Por eso se queda con los mejores sitios. Por eso nuestras formas de vida, tal como proliferaron durante el Estado del bienestar en los barrios obreros y/o en estilos de vida y familias plurales, quedan subordinados en favor de la única forma familiar compatible con cierto bienestar: 2 personas, 2 sueldos, 2 coches, quizá 2 hijos/as. Esa forma de vida que cada vez más se identifica también con un lugar de vida —la periferia de las urbanizaciones— prescribe y proscribe formas de vida y produce formas de pensar. Sobre la relación de lo individual y lo colectivo. De lo público y lo privado. Es decir, sobre la sanidad, la educación, el transporte, las relaciones de clase y la democracia. El chiste del neoliberalismo es hacer pasar todo esto por una aspiración individual de vivir tranquilitos, con los tuyos, ir donde quieras y echar una cervecita de vez en cuando. Es decir, hacerlo pasar por alegría. Y a nosotros nos pierden los chistes. Volvimos.