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Llevo unas semanas buscando casa. Necesito una «alternativa habitacional». Y eso que mi casa actual me gusta, pero hay un problema, que viene desde Plauto, pasando por Hobbes y terminando en Sartre: los lobos son los otros, el hombre es un infierno para el hombre, o algo parecido. Me refiero a la gente. La puta gente que no piensa en los demás ni por un segundo. Hoy me voy a centrar en los conductores, pero sucede lo mismo en casi cualquier ámbito de la vida.
Es cierto que, a excepción de ciudades como Ámsterdam, donde la reina es la bicicleta, vivimos en núcleos urbanos en los que los coches provocan un nivel de contaminación acústica intolerable, aunque hayamos ido aumentando la tolerancia a costa de nuestros tímpanos y sistemas nerviosos.
Además del ruido, los coches contaminan el aire y provocan más de 1.000 muertes al año, sólo en España (mutilados y paralíticos aparte). Y aun así, las ciudades están diseñadas para ellos, los automóviles son los niños mimados, por encima de los peatones, los ciclistas e incluso de los que pretenden descansar o relajarse en sus viviendas. Nos han hecho creer que cada uno de nosotros necesitamos una de esas máquinas de cinco plazas, y hay quienes se desplazan en ellas hasta para darle un paseo al bebé (os juro que esto es cierto, conozco a quienes «pasean» al bebé en el coche, para que se arrulle con el ronroneo del motor y el traqueteo de la carretera).
Cierto desagradable e insalubre nivel de ruido, por tanto, es inevitable mientras los gobernantes no antepongan nuestro bienestar al de los bolsillos de las petroleras, lo que según mis cálculos de experto en combustibles fósiles sucederá, año arriba o año abajo, cuando se acabe el petróleo.
Hay rarezas como la de Pontevedra que marcan el camino a seguir. Pero pocos alcaldes están por la labor de imitar al bueno de Fernández Lores.
Yo tengo la mala suerte de vivir en una calle paralela a la avenida principal del pueblo. Como en la principal hay semáforos y radares, buena parte del tráfico se desvía por mi calle. Es una carretera estrecha de doble sentido, atravesada por varios pasos de peatones, en la que desembocan calles perpendiculares de las que puede salir otro coche en cualquier momento. Por eso, y porque por ahí van y vuelven los chavales del instituto, el límite de velocidad está establecido en 30 kms./hora. Pero hay unos cuantos tarados a los que las señales y el resto del mundo les dan igual, pasan por allí a lo que les permite el coche y la longitud de la carretera, ¡zuuuuum! y frenazo en el último momento para girar en ángulo recto.
Así, ha habido ya varios accidentes. Al final de la calle hay una carnicería que tuvo que poner bolardos, no por miedo a los ataques de islamistas indignados porque allí se expongan cerdos para consumo humano, sino porque se han estrellado ya varios coches contra su escaparate.
Uno de ellos fue sonado en el pueblo, porque el fenómeno que terminó con un metro menos de Mercedes llevaba una chica al lado que no se parecía en nada a su mujer, a la que al parecer le había dicho que estaba en una reunión de empresa. Cuánto trabajas, cari. Pobrecito.
Pero dejando de lado los cotilleos, es cuestión de tiempo que haya más accidentes. No hace tanto, un cartero que salía con su moto amarilla de una de las calles perpendiculares, acabó herido en el suelo por culpa de uno de esos que tienen mucha prisa por emular a Lady Di.
En cuanto al ruido, si respetaran los 30 kilómetros de límite, o incluso los 50, el problema sería mucho menor. Pero esas velocidades y esa forma de conducir generan todavía más ruido. Es una conducción a base de acelerones y chirriar de ruedas, agresiva... Sí, esa es la palabra, agresividad. Estos idiotas canalizan su ira montados en una máquina mortal, en lugar de salir a correr (sin coche) o machacársela con dos piedras.
Luego están los fiesteros que van con las ventanillas bajadas para que envidiemos la marcha que llevan en el cuerpo, súbeme la radio que esta es mi canción y mola mogollón; te hago un retrato con un seis un cuatro y lo hasemos tol rato, a todo lo que da el equipo. Tíos de esos (porque son siempre tíos) que se lavan las manos antes de mear.
Y esto a cualquier hora, también de madrugada. Muchas veces estos maestros del ritmo dejan tras de sí una estela de ladridos de perros balconeros, acojonados por el ruido, o el llanto del bebé al que han despertado y que de mayor tendrá un trauma que le hará acurrucarse y golpearse la cabeza cada vez que oiga a Luis Fonsi o a Malumba. Que lo mismo me daría que llevaran a Pink Floyd, pero no suele ser el caso.
El asunto se agrava los fines de semana, como podréis imaginar.
Pero no es sólo cosa de jóvenes. Este verano se ha puesto de moda parar los coches sin apagar el motor, para que el aire acondicionado siga funcionando y los cojonazos del conductor estén bien fresquitos. (Vale, retiro la alusión genital, porque en esto, a diferencia de los acelerones, actúan por igual hombres y mujeres).
Hay un monovolumen negro que para todos los viernes bajo mi ventana, a la hora de la siesta, como un Romeo motorizado. El tío, cincuentón, se queda allí esperando a que baje no sé quién. Y esa no sé quién a veces tarda diez minutos en aparecer, pero otras son veinte, y al ruido del ralentí del monovolumen se une el del ventilador, que suena como un cíborg asmático luchando por unas bocanadas de aire.
Un día, a la vuelta del trabajo, entré en la Policía Local a hacer una consulta. No había nadie a excepción de un chico joven, el típico policía de gimnasio. Vestía un uniforme dos tallas más pequeñas de la suya, y aunque el polo era de manga corta, se había remangado aún más, forzando las costuras para mostrar la máxima extensión posible de brazo.
Dejó de comerse sus macarrones para atenderme amablemente. Le comenté lo de Romeo.
—No se puede hacer nada —me contestó— mientras no esté haciendo nada ilegal.
—Pero no debe de ser legal dejar el coche aparcado, o estacionado, o como se diga, durante tanto tiempo, aunque el conductor no esté preparándose unas lonchas sobre un CD de Enrique Iglesias, ¿no? Habrá una normativa para eso. Además, aparca sobre el paso de cebra...
Pero se le notaba que estaba deseando volver a su táper de macarrones. Qué mierda los días que me toca hacer de recepcionista en vez de estar por ahí apatrullando con mis colegas, decían sus ojos.
No me extrañó demasiado su desinterés. Ellos hacen lo mismo. Mil veces les he visto dejar el coche de policía arrancado mientras uno de los dos agentes baja a hacer gestiones en cualquier sitio. Bien por el aire acondicionado, bien por ahorrarse la enorme molestia de tener que volver a arrancar el motor, no se vayan a hacer un esguince de muñeca. Total, la gasolina no la pagan ellos. Eso por no hablar de sus aparcamientos en doble fila, en la acera o donde les da la gana, para comprar tabaco, echar la quiniela o tomarse un café.
Pero me desvío, hoy no hablamos de eso; recordádmelo para otra vez.
Esa tarde busqué la ordenanza municipal y le eché un vistazo. No hay un apartado expreso que indique el tiempo que puede estar un vehículo estacionado al ralentí. Sí señala, en cambio, la prohibición de las «aceleraciones injustificadas» y el «funcionamiento del equipo de música con volumen elevado y las ventanas abiertas». Ya es algo. Bastaría con que pusieran de vez en cuando en esa calle un policía a controlar, que advirtiera (ni siquiera haría falta que multaran a la primera) a los que duplican el límite de velocidad, conducen como energúmenos o llevan el chunda-chunda a toda hostia. Pero deben de estar muy ocupados en otras cosas.
En la ordenanza encontré otro apartado que me hizo reír bastante, y es el relativo a las motos. Dice, entre otras cosas, que no se permitirá la circulación con el escape libre, ni las citadas aceleraciones injustificadas del motor. Digo que me reí porque los de las motos son los peores. Tíos también. Qué guantazo tienen, muchacho.
Hay varios tipos, a ver si los reconocéis:
• El que lleva una motillo de mierda, tipo vespino, o una de esas «cabras» de motocross. Tienen el escape jodido o le han quitado el silenciador para que ese méééééééé infernal suene lo más ruidoso posible. Hay que comprenderlos, en las motos no pueden poner Malumba al máximo para flipar con los gorgoritos de la muchacha.
—Maluma. Y es un tío.
¿En serio? ¿Maluma es un tío? Qué cosas... Aparte del escape libre, muchos de estos van dando acelerones para hacer más ruido. Hasta parados en los semáforos le van dando puño como si tuvieran un tic en la muñeca, como los putos gilipollas que son.
• El segundo grupo actúa como el primero, con la diferencia de que llevan una moto gorda. Las primeras suenan más bien tirando a agudo, y estas grave, broom, broom... Les encanta que les escuchen, que se fijen en ellos, dar la nota. No sé qué tara psicológica están compensando así, falta de atención en su infancia o qué, pero algo debe de haber.
• Otros tienen una técnica de seguridad vial infalible: como van follaos por una calle demasiado estrecha y transitada, pitan justo antes de cada intersección, para avisar de su llegada. Que dudo que eso les valga para salvar el pellejo si un coche se salta un stop, sobre todo si el del coche es de los que llevan la música a tope, pero para lo que vale seguro es para joder aún más a los vecinos.
Con todo lo dicho y más, si no quieres que el ruido te taladre en tu propia casa, te ves obligado a cerrar las ventanas y asarte de calor, aunque por la ventana estuviera entrando una brisilla muy agradable.
LA LECCIÓN DE LOS INGLESES
Me he centrado en los coches y motos, pero podría poner otros ejemplos de falta de consideración, como los que pasan por la calle hablando a voz en grito, sea la hora que sea. Y aquí ya da igual el sexo y la edad: grupos de jovenzuelas, señores o señoras mayores... La calle es suya, y el que esté durmiendo, que se joda.
Pero la otra noche sucedió algo que apaciguó mi aversión por el género humano. Sería cosa de la una de la madrugada. Yo estaba leyendo en la cama todavía cuando escuché unas voces de lo que me pareció una familia de extranjeros. Ingleses, seguramente. Papá, mamá y dos chavales.
Los pequeños, como las futuras víctimas de balconing que son, empezaron a berrear, jugando, pero sus padres los silenciaron en el acto: ssh!, people sleeping, o algo así. Bajito, susurrado.
Los niños dijeron sorry, dad y los cuatro terminaron de cruzar la calle civilizadamente, hablando en voz queda.
Vale que no saben beber y fuera de su país algunos suelen comportarse como si la sangría fuera un cóctel de Red Bull y droga caníbal, pero vaya lección nos acaban de dar los ingleses, pensé.
Texto: Salva Solano | Ilustración: Juan Gallego
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cuando voy a la ciudad, siempre experimento la misma sensación: olor desagradable y ruido atroz. Ah, los pueblos. Siempre nos quedarán los pueblos.
Hola, Carlos. Gracias por comentar.
Es verdad, nos queda ese refugio, aunque lo de «siempre» sea tal vez demasiado optimista, entre la gentrificación, los pueblos abandonados... Aunque últimamente parece que se está invirtiendo un poco la tendencia y algunos se van a vivir al pueblo de sus abuelos, cansados del agobio, el ruido y el estrés.
Veremos.
Por lo que se ve, el mal del chaval con la motito de los co..nes y el tubito de escape, es una epidemia nacional.
El problema es que la policía jamás para a un tío de estos para multarlo, por mucho que llevar el escape así esté prohibido.
Me siento muy identificada con lo que expones en el artículo. Yo vivo en un primero, mi despacho da justo encima de un semáforo y eso, en Madrid capital es tremendo. Las ventanas tienen doble cristal, pero eso no puede evitar que escuche (e incluso a veces me retumbe temblando el suelo) en plena madrugada cuando todo está en silencio y pasan con la música chunda chunda o reguetonera a todo volumen.
Ante eso he tenido que tomar decisiones menos sutiles que gritarles cualquier cosa en el escaso minuto que están parados si el semáforo está en rojo. De momento yo he optado por tirarles huevos en el parabrisas, cuando puedo, podridos. Es complicado solucionarlo, porque la calle está muy transitada por coches y autobuses 24 horas, pero a alguno fastidiaré más de un día y al menos me sirve de desahogo.
La contaminación acústica está poco valorada y sin en España solo aprendemos a base de multas, pues que las pongan y aprendamos a ser más civilizados todos.
Un placer leerte de nuevo, Salva.
¡Hola, Celia!
Huevos podridos, buff, tú eres más valiente que yo, ¡jaja! Te cuento: hace poco, entrando a mi casa, escuché acercarse (desde 1 kilómetro más allá) a uno de estos idiotas montados sobre dos ruedas. Cuando pasó cerca de mí, hizo un gesto de desaprobación con la cabeza (de tan cerca, el ruido hacía daño), como diciendo no. Pues el imbécil pegó un frenazo y empezó a decirme: «¿qué?, ¿qué?», en plan macarra.
Me quedé dudando qué hacer. Aunque soy un tío pacífico, no tengo un miedo especial a los enfrentamientos, pero pensé que liarme a puñetazos por una cosa así era absurda. Y en esas el gilipollas este (orgulloso de haberme amedrentado, imagino) salió de allí haciendo caballitos con la moto. Caballitos.
Gracias por comentar ;)
* hice un gesto de desaprobación con la cabeza (no "hizo").