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Memoria histórica
50 años sin Franco: una mirada memorialista feminista
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La dictadura desplegó múltiples formas de represión contra las mujeres que adquirieron un compromiso político y sindical, contra aquellas que amenazaron el nuevo modelo de feminidad, de madre y esposa, impuesto con su nacional catolicismo. Una nueva moralidad y un orden social que suprimía los avances alcanzados durante la IIª República, que requería represión y control de su cuerpo y su sexualidad y que se extendió a cualquier mujer que se atreviera a transgredir los mandatos patriarcales.
Era una represión capilar que permeaba todos los espacios, privados y públicos. El régimen generó un entramado político, legal e institucional para adoctrinar, castigar y aislar socialmente a todas aquellas que defendían sus ideas y a las que no cumplían con los cánones de “pureza”. Cárceles, reformatorios, psiquiátricos, maternidades, centros de la Iglesia y de la Sección Femenina de la Falange. Un entramado interconectado que crujía a las mujeres, como refleja la periodista Andrea Momoitio en su libro Lunática (Libros del KO, 2022).
Y si en la lucha política contra el régimen se podía contar, pese a los riesgos y sacrificios, con lazos de solidaridad, en el resto de las vidas disidentes la soledad y la marginación hacían todavía más dura y cruel la existencia.
En este artículo señalamos algunos aspectos de dicha represión y lugares de memoria, particularmente en Madrid.
Las cárceles
A lo largo de la dictadura miles de mujeres fueron detenidas, condenadas y encarceladas por su actividad antifranquista, por los delitos denominados “de orden público” (asociación ilícita, manifestación, propaganda ilegal). Con el tiempo y duras luchas dentro de las cárceles, consiguieron el estatus de “presas políticas” que la dictadura les negaba. Junto a ellas, mujeres condenadas por haber abortado, trabajadoras sexuales (para quienes en los años 40 se abrieron 8 cárceles específicas regentadas por órdenes religiosas), mujeres que por pobreza realizaron contrabando, robo, y otros delitos. También en esos años se crearon varias prisiones maternales hasta que se inaugura la Prisión Central de Madres Lactantes en la propia cárcel de Ventas.
De las condiciones de vida en las cárceles, así como de las estrategias de resistencia y organización durante la primera etapa de la dictadura, han dejado testimonio mujeres como Juana Doña, Tomasa Cuevas o Manolita del Arco. También recientes estudios e investigaciones hablan, entre otras, de las cárceles de Ventas, Quiñones, Alcalá de Henares (Madrid), Saturrarán (Guipúzcoa), Les Corts (Barcelona), Málaga, Segovia, Almería, Valencia y Zaragoza.
El itinerario carcelario y las condiciones dentro de las cárceles de mujeres fue variando a lo largo de los años. Cerraban unas y abrían otras. En Madrid se cerró Ventas en 1969, se mantuvo Alcalá de Henares (durante un tiempo cárcel de hombres) y se habilitó Yeserías en 1974. En Barcelona, Les Corts se cierra en 1955 y Trinitat Vella se abre de 1963 a 1985. De todas ellas quedan recientes testimonios, como el recogido en el documental de Julia Montilla.
De la represión a las mujeres en el tardofranquismo da cuenta que, solo en 1975, se incoara proceso a 164 mujeres por el Tribunal de Orden Público, un Tribunal de excepción sustituido en 1977 por la actual Audiencia Nacional.
Los interrogatorios policiales, realizados principalmente en la Dirección General de Seguridad (DGS) iban acompañados de vejaciones, maltrato y, en muchas ocasiones, de brutales torturas. Mujeres como Rosa García, Felisa Echegoyen, Ángela Gutiérrez o Roser Rius tienen interpuestas querellas ante los tribunales españoles (también ante la justicia argentina) para reclamar responsabilidades por las torturas sufridas. Pero hasta la fecha las han denegado, amparándose en la Ley de Amnistía de 1977, se mantiene la impunidad de la dictadura y sus torturadores.
Una Amnistía que, sin embargo, no acogió a las llamadas “presas comunes”, ni a las disidencias sexuales encarceladas en aplicación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Hay que resaltar que la invisibilización y el control sobre lesbianas y trans las había condenado al “silencio, la negación y la banalización”.
Cuando en 1977 el movimiento feminista exigió Amnistía, lo hizo ampliando el concepto de lo político y reclamando también la libertad de las presas encarceladas por los llamados delitos “específicos” (adulterio, aborto, prostitución). Todo ello como la lucha fundamental por defender que lo personal también es político y que esos “delitos” formaban parte del universo represivo del franquismo.
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El ayer y el ahora de la represión tienen un dramático reflejo en un edificio de Madrid. Tras el cierre de Ventas y hasta la apertura de Yeserías como cárcel de mujeres, la dirección de prisiones trasladó a las mujeres embarazadas a los sótanos del Hospital Penitenciario de la cárcel de Carabanchel. Hoy es el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, una cárcel para personas migrantes racializadas, que se tiene que cerrar y pasar a formar parte de un Centro de Memoria de la represión franquista y del racismo institucional, tal y como se reclama.
Los Centros del Patronato de Protección a la Mujer
Esta institución, que sobrevivió hasta 1985, dependiente del Ministerio de Justicia, se calcula que llegó a tener 900 centros en el Estado español. En ellos se encerraba a chicas hasta los 25 años (cuando se adquiría la mayoría de edad, ya que hasta 1973 no pasó a los 21 años) y su tutela pasaba a ser exclusiva del Patronato.
Diversas órdenes religiosas como Adoratrices, Oblatas, Cruzadas evangélicas, entre otras, regentaban dichos Centros con los principios de “velar por las jóvenes caídas o en riesgo de caer”, “impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica”.
Como señala Consuelo García del Cid en “Las desterradas hijas de Eva” encerraban “a todas las menores que le fueron entregadas, detenidas o simplemente cazadas por aquella sórdida policía femenina disfrazada de funcionariado franquista, que vigilaba conductas en las calles y demás lugares públicos, incluidos los trenes de largo y corto recorrido, bailes, cines y piscinas”. Cualquiera podía denunciar a una joven si consideraba que su comportamiento era de dudosa moralidad.
Cada “junta provincial” tenía un Centro de Observación y Clasificación (COC), donde se sometía a examen a las mujeres para certificar si eran “vírgenes”, si tenían buena moralidad. Si ejercían la prostitución se las separaba del resto, si estaban embarazadas se las llevaba a maternidades como Peña Grande, desde donde se perpetraba el robo de bebés. Si las consideraban especialmente inmanejables, al psiquiátrico de Ciempozuelos (Madrid) entre otros, y en función de la clasificación, a alguno de los reformatorios.
Desde hace unos años con el trabajo de investigadoras y periodistas, han seguido aflorando testimonios de mujeres que explican lo sufrido, las vejaciones, el trabajo esclavo (Podcast “De Eso No Se Habla”, Isabel Cadenas)
Pero hasta la fecha ni el Estado, ni las órdenes religiosas que regentaron aquellos centros han asumido responsabilidad alguna, al contrario, han recibido galardones al mérito, así como subvenciones y siguen regentando centros de menores.
El robo de bebés
Como señala Sol Luque, el robo de niñas y niños es el fruto de esa violencia generalizada contra las mujeres. Comenzó con la implantación de la dictadura franquista justificando qué mujeres no eran idóneas para ejercer la maternidad en base a criterios ideológicos, religiosos, sociales, eugenésicos, etc.
Este robo que comenzó en las cárceles y correccionales, a través decretos, perduró hasta 1990 sin ningún soporte legal, pero con la aquiescencia del Estado. Continuó en clínicas y maternidades, centros de internamiento y en cualquier otro establecimiento donde las mujeres pariesen. Fue perpetrado por un entramado de agentes que formaban parte de órdenes religiosas, establecimientos sanitarios y del funcionariado.
En ese contexto de dominio sobre las mujeres, la trama del robo de los bebés funcionó con total impunidad. Muchas veces se ejerció sobre las madres la coerción y la culpabilización por no ser “idóneas para la crianza” para que entregaran ”voluntariamente” a sus bebés. Otras veces los bebés desaparecían comunicando que habían muerto, sin que las madres tuvieran opción a corroborarlo.
En la actualidad, la mayor parte de los 526 expedientes relativos a la búsqueda de bebés robados se han archivado.
Los “Manicomios”
Otro de los sistemas de represión contra las mujeres cuya conducta no era considerada “ejemplar” fue a través de su ingreso en centros psiquiátricos.
Tenemos especial constancia de varios manicomios de mujeres en Madrid: el más conocido, el de Ciempozuelos (ahora Complejo Asistencial Benito Menni), en el que existió un pabellón entero destinado a jóvenes procedentes del Patronato de Protección a la Mujer.
Muy relevante fue el Manicomio Nacional de Santa Isabel en Leganés, del que hay varios y muy interesantes relatos recogidos en el libro “Cartas desde el Manicomio” (varias autoras) que describen los intentos de algunas de las internas de ser liberadas por sus maridos o hijos, prometiendo convertirse en una mujer responsable y respetable para con ellos.
Destaca así como algunos hombres tan solo necesitaban dar un testimonio ante la conducta de su mujer para que fueran internadas. Era la llamada “peligrosidad de origen psíquico”, un supuesto legal que unía peligrosidad y enfermedad mental.
También en Madrid, había una sala dedicada a las mujeres psiquiatrizadas en los sótanos del Hospital Provincial que se ubicaba en el actual Museo Reina Sofía y que fue trasladado en 1968 a la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, actual Hospital Gregorio Marañón.
Tal y como ha destacado Lucas Platero, la psiquiatría jugó además un papel central en el control y represión del lesbianismo y la disconformidad de genero durante la dictadura (“Lesboerotismo y la masculinidad de las mujeres en la España franquista”, 2009)
Verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición
La muerte del dictador no fue un punto y final para la represión que el franquismo había ejercido sobre las mujeres, y los testimonios sobre los Centros del Patronato, las cárceles y el robo de bebés así lo atestiguan. Motivo por el que diversos colectivos desde hace muchos años reclaman verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición para las víctimas.
Pero no se puede establecer la verdad mientras el Estado no asuma su responsabilidad de forma integral, mientras no se pueda acceder a los archivos de la Iglesia, de las órdenes religiosas, de los Centros del Patronato, de las maternidades, de los psiquiátricos.
El Gobierno ha previsto colocar placas en diversos edificios, como la DGS y la cárcel de Yeserías, pero no es suficiente. Son necesarios Centros de Memoria de la represión, como se reclama en el caso de Madrid, para Carabanchel y Alcalá de Henares (La Galera), entre otras.
¿Cómo hablar de justicia y reparación si no se aceptan las querellas de mujeres contra los torturadores, si no se aprueba la ley de bebés robados y nada se dice del citado Patronato en la Ley de Memoria Democrática? ¿Cómo no denunciar la impunidad del franquismo?
A lo largo del artículo hemos hablado de represión pero, como se recoge en las Jornadas sobre represión y lucha de mujeres en el tardofranquismo, pero hay que hablar también de resisstencia (I Jornadas y II Jornadas), de cómo las mujeres se organizaron y desarrollaron distintas estrategias no solo para salvar sus vidas sino también para afirmar sus identidades y defender su dignidad y sus ideas. Lo hicieron en las cárceles, en los reformatorios, en la universidad, frente a la explotación en las fábricas, a las carencias en los barrios, y al asfixiante control social y familiar.
Como señaló Clara Gutiérrez “Es esta genealogía la que nos permite no tener que partir de cero ante las amenazas que se avecinan. Esta memoria feminista antifranquista es una fuente de valores inquebrantables y una escuela de lucha y resistencia”.