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Coronavirus
Periodo especial
Las crisis de nuestro tiempo nos muestran los límites de la democracia, reales o autoimpuestos, y la necesidad de crear nuevos relatos políticos y objetivos como sociedad.
Cuando comienza la sexta semana de encierro, la gente ya no se soporta más a sí misma. La aventura colectiva, la gloria que nos anunciaron aquellos profetas de uniforme y bigote decimonónico en el telediario de las tres, la emoción de los aplausos de las ocho, la máquina de coser que vuelve al mundo de los vivos desde el fondo del armario, la impresora 3D y las 1080 recetas de Simone Ortega, se pueden ir a tomar mucho por culo.
Cuando encaramos la enésima prórroga del partido, sin perspectivas creibles de volver a pisar un bar o de darle un abrazo a alguien con quien no hayamos compartido este cautiverio, la cuarentena no hace ya una puta gracia. Si encima has perdido a alguien de los tuyos sin poderte despedir, tienes que ver a tus pequeños rebotar contra las paredes de una casa de sesenta metros cuadrados sin balcón, o te has quedado sin curro, lo normal es que además del enfado la cosa derive en una depresión de caballo.
“El amor necesita algo de futuro para que funcione”, decía Camus en La Peste. Nadie está preparado para sacrificarse y no recibir nada, aparentemente, a cambio. Nadie es capaz de aceptar que el incierto futuro empezó hace cinco semanas, que existe algo por encima, mucho más pesado que la coyuntura o la boina de contaminación, que no nos va a dejar levantar la cabeza. Nadie entiende un destino colectivo en la sociedad de lo individual, en la que sus decisiones sean sólo una parte insignificante de la fórmula que decidirá su vida. Las series de zombies, chachas distópicas y desastres nucleares de Netflix o HBO nos habían enfrentado contra esa imagen, convirtiéndola en un no porvenir del que estábamos a salvo.
A nivel político, la perspectiva es inquietante. Amén de la naturalización del discurso securitario y belicista en todas sus pantallas, Torrente is in da haus, gente. Los excesos policiales gratuítos, en medio del estado de shock y de una comunicación confusa sobre conceptos básicos de la gestión del encierro, nos recuerdan que Rajoy sigue ganando batallas después de muerto (políticamente hablando). Ahí sigue la Ley Mordaza, reconvertida en instrumento de recaudación para las arcas públicas, a razón de 600 pavos si te encuentra cuando apatrullan por las calles. O alguien les ayuda desde los balcones, me cago en el amor.
Cuando era Wuhan y sus once millones de almas las que se confinaban, todo nos parecía lógico y distante, propio de un régimen orwelliano. Más de uno se rio, descubriendo los códigos QR y otra medidas de ciencia ficción con las que las autoridades chinas acabaron atajando la pandemia. Aunque nadie en su sano juicio se crea las cifras que da Pekín, está claro que el autoritarismo y una cultura mucho más gregaria entre la población, han conseguido poner coto, aparentemente, a la actual crisis sanitaria.
Un reciente estudio desvelaba que un 56,7% de la población española prefería dar poderes especiales al gobierno antes que preservar sus derechos y libertades. Hace pocos días, el Gobierno habilitó el sistema para que nuestros móviles sirvieran para trazar la evolución de la pandemia, sin despertar prácticamente alarmas ante la inauguración de nuestro propio Gran Hermano. Como señalaba Ingeniería sin Fronteras, ni se toman medidas adicionales de seguridad, al ser datos sobre nuestra salud, y ni siquiera sabemos si van a caer en manos privadas. Olvídense del software libre, sálvennos de esta y no nos digan cómo.
La gestión de una crisis así, ya convertida en un nuevo tiempo, plantea efectivamente dilemas existenciales, que por otro lado siempre estuvieron ahí. Aunque se hayan recuperado algo, las estanterías de los economatos siguen sin ser ninguna maravilla en la Cuba de nuestros días, cuando el imperialismo y el bloqueo siguen activos, y ni siquieran aflojan con la oleada vírica. A cuenta de la amenaza común y de la promesa de una gran victoria, se sacrifican derechos fundamentales, y una cosa es admirarlo yendo de paseo y otra instalarse en esa dinámica, que convierte en traidores a quienes la critican o la quieren dejar atrás.
La línea es extremadamente sutil, estas letras no contienen ninguna certeza sobre nada en absoluto. Quizás, solamente, la de no dejar de discutir y construir acuerdos para avanzar en la ciénaga que se abre ante nuestros ojos, y no resignarnos ante el pánico. Semanas antes de que el coronavirus fuera el enemigo público número uno, coincidieron prácticamente en una semana la declaración de emergencia climática del Ayuntamiento de Barcelona, de la Generalitat y del Estado. En todas ellas, la palabra tabú era 'decrecimiento', precisamente la clave para tener alguna posibilidad como civilización: nadie ha sabido construir todavía un discurso político con el que se ganen elecciones, en el que se prometan estanterías de súpers sin todo lo que buscamos en ellas y vacaciones de verano en el pueblo. La súbida en cámara lenta de las temperaturas permite administrar ilusoriamente ese desafío, pero las UCI desbordadas son una tentación demasiado fuerte para recurrir al miedo y al silencio de los corderos.
Antes que ponerle límites a la democracia, preferiría delimitar y asumir colectivamente a qué nos enfrentamos, incluso cambiar las prioridades por las que nos movemos, aunque sea dando vueltas en el comedor. Los tiempos históricos se sabe cuándo empiezan pero nunca cuándo acaban. Bienvenidos al período especial.