Catalunya
Somos diferentes, ¡pero no dispares! Avatares de un chiste triste

“Somos diferentes, ¡pero no dispares!”. Un chiste aplicable a cualquier guerra, también a la escalada del conflicto entre el Gobierno central y Catalunya.

Jóvenes con banderas españolas y catalanas en Figueras
Jóvenes con banderas españolas y catalanas en Figueras
6 oct 2017 09:35

Tendría yo cinco o seis años cuando escuché por primera vez un chiste que, desde hace algunos días, me visita cada noche, como el espíritu de la Navidad. Se lo escuché a mi madre, hará 35 años, durante una de aquellas largas cenas entrañables en las que mis hermanas y yo parloteábamos, sentados alrededor de la mesa de la cocina, acerca de lo que nos había sucedido en el colegio.

En aquella lejana historia, que tenía lugar durante una guerra cualquiera entre China y Japón, un comando de soldados, de raza o nacionalidad indiferente, avanzaba en fila india a través de la noche. De repente, se oía el seguro de un arma y una voz emboscada en las sombras preguntaba: “¿Chino o japonés?”. El primero de la fila, que tampoco podía ver qué aspecto tenía la persona que le estaba apuntando, respondía, con un hilillo de voz, “chino”, y, acto seguido, una ráfaga de ametralladora lo mataba. Los demás miembros del comando se dispersaban en la noche y, tras reunirse unos minutos más tarde, reiniciaban la marcha. Al cabo de un rato, otra voz les preguntaba: “¿Chino o japonés?”. Y el que había pasado a ser el primero de la fila probaba suerte diciendo: “japonés”. Pero otra ráfaga de ametralladora lo acribillaba sin piedad. Esto mismo sucedía tres o cuatro veces, hasta que el último respondía, harto o desesperado: “¡Mielda, mielda, dilo tú plimelo!”.

Mis hermanas y yo nos tronchábamos cada vez que alguno de los soldados decía exactamente lo contrario de lo que debía decir, pero cuando realmente estallábamos en carcajadas, que podían hacernos caer de la silla, era cuando el último soldado tiraba la toalla, y espetaba la palabra prohibida que, oportunamente deformada, nuestra madre se había permitido decir. Por supuesto, ninguno de nosotros era capaz de imaginarse la rabia, la angustia y el dolor de aquellos soldados, chinos o japoneses, porque, como dice Erasmo en sus Adagios: “dulce bellum inexpertis”, “la guerra sólo es dulce para aquel que no la conoce”.

Tendría 20 años cuando volví a acordarme de este chiste. Me habían dado una beca para ir a estudiar en una universidad de la capital de los Estados Unidos. Allí viví, con la alegre inconsciencia de la juventud, las semanas siguientes al 11 de septiembre, los ataques con anthrax y, sobre todo, los ejercicios de puntería de John Allen Williams, más conocido como “el francotirador de Washington”. Aunque no recuerdo al detalle los hechos materiales, creo que no he olvidado el espíritu de los sucesos. Recuerdo que el primer día mató a una mujer negra, y los blancos empezamos a decir, con alivio disimulado, que debía ser un supremacista que sólo mataba a los negros. Pero el segundo día mató a una mujer blanca, con lo cual los hombres blancos empezamos a decir, con respiro contenido, que debía ser un psicópata misógino que sólo mataba a mujeres. Pero al tercer día mató a un hombre blanco, y la gente empezó a decir que era mejor no hacer previsiones. Fue en uno de esos días en los que corríamos por las calles agachados, como si acabásemos de salir de un buffet libre, cuando me acordé del chiste de mi madre, y me reí, aunque mi risa ya no era la de un niño que se cae de la silla, sino la de un adulto que se protege con una mesa.

La semana pasada, mientras cenábamos en la cocina, mis hijos me pidieron que les contara algún chiste. Rescaté, con esfuerzo, de esa red de olvidos que es mi memoria, el chiste del vigía que grita “¡que vienen los indios!” y, cuando su superior le pregunta si son amigos o enemigos, responde que “deben ser amigos, porque vienen todos juntos”. Y seguí con el del plátano que estaba blando, el del señor que va al médico porque no sabía pronunciar la palabra “Federico”, y el de los dos que después de oler, tocar y degustar una caca, exclaman, aliviados, “uf, menos mal, ¡hemos estado a punto de pisarla!”. Al cabo de unos minutos, ya no se me ocurría ningún chiste más, pero, mis hijos seguían pidiendo más. Fue entonces cuando volví a encontrarme con la vieja historia de los soldados chinos o japoneses.

Treinta y cinco años después, mis hijos se troncharon de risa cuando los soldados se equivocaban y se cayeron de la silla cuando el último exclamaba: “¡Mielda, mielda, dilo tú plimelo!”. Pero a mí ya no me hizo tanta gracia. Puede ser que el superyó de lo políticamente correcto me hiciese sentir escrúpulos, o que la nostalgia de pensar en mi infancia cortocircuitase mis ganas de reír; aunque también es probable que, en la Barcelona actual, ese chiste haya adoptado un tono triste, pues gente mucho más parecida de lo que a nosotros nos parecía que se parecían los chinos y los japoneses empiezan a preguntarse en la noche de la ira a qué bando pertenecen.

Pero como el chiste les hizo mucha gracia, mis hijos me piden que se lo vuelva a contar a cada cena. Su insistencia tiene para mí un punto de ironía trágica. Diría, incluso, de tormento infernal, ya que, según afirma Thomas More, en su muy pertinente Diálogo de fortaleza contra la tribulación, el infierno es el lugar del castigo sin penitencia. Debo haber cometido muchos fallos en todo este asunto, porque, con la férrea resistencia que oponen los niños a aceptar que los chistes tienen un final, mis hijos lo estiran como un chicle, empeñándose en saber qué pasó con el último soldado, quién ganó finalmente la guerra, e, incluso por qué se peleaban, siendo así que se parecen tanto, y no es razón para matarse que los chinos tengan los ojos rasgados hacia arriba y los japoneses hacia abajo, o al revés, aunque tampoco importa, porque era de noche y las guerras son siempre de noche...

Como el pensamiento de los niños es de naturaleza profundamente pragmática, la conversación acabó girando acerca de cuál podría ser la mejor respuesta en una situación de ese tipo. Cada uno dijo la suya y al final elegimos una respuesta tan inútil como las demás, pero, por lo menos, mucho más divertida: “Somos diferentes, ¡pero no dispares!”.

En uno de aquellos debates me dio por recordar la vez en la que suspendí un examen de historia por confundir a protestantes y a católicos. Al dejar caer el examen sobre mi pupitre, el profesor me dijo que le daba pena suspenderme, pues tenía razón en confundirlos. Como suele pasar, no entendí lo que quiso decirme hasta mucho más tarde; bueno, hasta ayer mismo en que comprendí que el tiempo pone las cosas en su sitio, y que esos bandos en apariencia tan diferentes como fueron tirios y troyanos, protestantes y católicos, güelfos y gibelinos, hutus y tootsies, serbios y bosnios... por no mencionar a otros cuyo nombre preferimos olvidar, acabarán siendo confundidos en la acertada desmemoria de los estudiantes de historia del futuro.

Los niños del siglo XXIV estudiarán con hastío las sinrazones por las que nos odiamos, y suspenderán sus exámenes por trastocar los bandos. Quizás ése sea todo el castigo que nos merezcamos por habernos matado por un quítame allá esas pajas. Porque los hombres creen que las guerras se declaran por unanimidad, cuando la verdad es que se declaran una nimiedad. Ser confudidos con su enemigo es el castigo de haber dejado que se forme un amasijo de rencores y de odios, que, como las serpientes del cesto, levantan la cabeza sobre las demás, mientras hunden la cola de cascabel bajo los cuerpos de sus compañeras.

Un amasijo que recuerda al viejo castigo que los persas infligían a los homicidas, a los que ataban desnudos al cadáver de su víctima, y les daban de comer y de beber, para que quienes le diesen muerte fuesen los gusanos de aquel al que le habían quitado la vida. Un amasijo que recuerda a “Los teólogos”, de Borges, esos hombres deseosos de asesinar y de ser asesinados por el amor de dios, que descubren, después de morir, que, a los ojos del creador eran la misma persona. Así que, como me enseñó mi profesor de historia, esas confusiones son clarificadoras, porque, en el mismo momento de matarse, los hombres se equiparan y, quizás, nuestra única salvación sea lograr no habernos identificado plenamente con ninguno de los dos bandos.

No es improbable que Nietzsche pensase en algo semejante cuando afirmó, en Aurora, que nos conviene escoger bien a nuestro enemigo, pues acabaremos pareciéndonos a él. En la ópera Adriana Mater (2004), con música de Kaija Saariaho y libreto de Amin Maalouf, una mujer de no importa qué país balcánico le dice a su hijo, que quiere a matar a su padre, tras enterarse de que es un soldado enemigo que violó a su madre: “Quizás él merezca morir, pero tú no mereces matar”. Lo que su madre le pide no es un perdón pasivo y apocado, sino un acto alegre y poderoso de resistencia frente al odio, precisamente porque el odio, como el amor, nos une mucho más de lo que pensamos. En fin, todas estas son las cosas en las que he ido pensando estos días en que mis hijos querían que les contase el chiste de los chinos y los japoneses. Y todas estas son las cosas que he tratado que ellos no intuyan, porque, como decía mi madre, cada cosa a su tiempo, y los nabos en adviento.

Ahora que lo pienso, la primera vez que escuché este chiste –rondaría el año de 1981- tampoco eran buenos tiempos, y mi madre también tuvo que disimular pensamientos parecidos. Pero ella nos lo contó igualmente, e igualmente nos reímos y nos fuimos a la cama convencidos de que la vida era bella. Quizás nuestro destino como padres y profesores sea fingir, como aquel sacerdote que ocultaba sus dudas, en San Manuel Bueno Mártir, de Unamuno. Sólo que, en lugar de disimular nuestras dudas acerca de la existencia de Dios, nuestra misión parece ser disimular nuestras dudas acerca del carácter gracioso de la historia, porque es el único modo de que crean en la posibilidad de conservar la libertad y la alegría, incluso en momentos de odio y de tribulación.

Decía Hesíodo que el mundo se acabaría el día en que los niños tuviesen cara de viejos. Pero eso no pasará nunca del todo, pues algún día mis hijos le contarán a los suyos este mismo chiste, y también disimularán, porque, para entonces, si no es la nación, será la religión, y si no es la religión, será la clase, la raza, o cualquier otro motivo, porque, si de algo estoy seguro, es de que nunca nos faltarán los motivos para odiarnos, ni tampoco las fuerzas para proteger a nuestros hijos de nosotros mismos.

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