We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Queer
El pasado y la norma: lo queer contra el clasicismo hegemónico
Omne in oblivione sedet imperium. Toda hegemonía se asienta sobre un olvido. Esta sentencia latina parece una verdad irrefutable, escrita en una lengua inmortal y aparentemente vinculada con lo más esencial de la cultura occidental: su pasado. La realidad es que me he tomado la libertad de latinizar una oración que pronunció Víctor Mora el pasado 13 de marzo, en el I Congreso Internacional “Corpos, xénero e sexualidade” de la Rede Galega de Estudos Queer. Fue una feliz coincidencia escuchar a Víctor, así como las intervenciones de Ira Hybris y Carolina Meloni en sus respectivas presentaciones de libro. Coincidencia porque abordaban un tema que me preocupa y me atañe en todos los aspectos de mi vida; feliz porque esa claridad de razonamiento me ha regalado material con el que ordenar y dar coherencia a mis pensamientos.
Queer
¿Quién teme que lo queer sea para todo el mundo?
Tiempo y norma: normotiempo vs queertiempo
Qué importante resulta el pasado. Su dimensión discursiva es tan potente que a través del pasado construimos el presente: el aquí y el ahora son el resultado de un proceso histórico. Pero también construye el futuro: no repliquemos en un futuro los errores del pasado. Qué normativo me resulta el pasado. El relato de lo sucedido tiene la virtud de naturalizar algo que queda en el recuerdo pero no podemos volver a tocar ni sentir. En cierto modo, nuestro pasado proyecta su futuro, que es nuestro presente. Y aquí es donde más nos oprime la hegemonía cisheteropatriarcal, a través de la memoria. Pero donde se constituye una temporalidad normativa, busquemos la temporalidad expulsada de la matriz: el tiempo queer.
Ser sujetos desarraigados, desvinculados de la Historia, nos convierte en monstruos sin hogar y sin refugio, recién llegades a una ciudad desconocida y hostil. La suerte es que no somos una novedad
Ira Hybris y Carolina Meloni han defendido, en el citado congreso, la lucha genealógica. La desmemoria es la enfermedad que trepa por nuestros colectivos y nos deja incapacitades, aislades. Ser sujetos desarraigados, desvinculados de la Historia ―el relato hegemónico por excelencia―, nos convierte en monstruos sin hogar y sin refugio, recién llegades a una ciudad desconocida y hostil. La suerte es que no somos una novedad. Como bien expusieron las compañeras, la genealogía queer tiene operatividad y gana fuerza a partir de los años 70, exactamente igual que otros movimientos de liberación. Sin embargo, no dejo de sentir que esas genealogías me parecen muy jóvenes. No lo planteo desde la ranciedad de quien solo valora lo destrozado y polvoriento, sino desde el orgullo de que desde ese tiempo hasta ahora estamos en la época del brillo queer. Todas estas combativas generaciones han llevado lo queer a una confrontación abierta con la norma, y por ello es necesario que atesoremos nuestra genealogía reciente, la pulamos y que sus discursos operen en la construcción continua de nuestro relato queer.
La descolonización del clasicismo hegemónico
La lectura, por otro lado, de María Galindo y de Meloni, que han abordado ese feminismo transfronterizo, marginal y abyecto, me ha resultado tremendamente fructífera. Pues lo decolonial denuncia la destrucción de los ecosistemas sexogenéricos precoloniales por parte del sistema colonizador. La colonización europea fue, sin lugar a duda, una de las catástrofes ecológicas más destacadas de la cultura occidental. Pero, me pregunto, ¿acaso el sistema colonizador que destruía culturas donde el sistema sexogenérico difería del suyo siempre había mantenido la misma relación con las categorías sociales del sexo y del género?
La respuesta es no. La cultura en que he nacido como persona europea y blanca reivindica su pasado dentro de unas dinámicas muy concretas. Se suele reclamar nuestra ascendencia grecorromana, muy vinculada a los monumentos ―palabra que etimológicamente significa «recuerdo material»― que nos dejaron sus sociedades. Así lo han reivindicado las élites. Antes de continuar, un contexto. Desde hace relativamente poco, en el mundo del clasicismo anglófono se ha abierto la vía de un nuevo debate: la descolonización de las Clásicas. La percepción del supremacismo europeo dentro de la disciplina ha llevado a la desestabilización de los planes de estudio y departamentos en instituciones educativas británicas y estadounidenses a favor de currículos menos blancos, menos imperialistas. En nuestro país la descolonización de las Clásicas todavía tiene por delante un largo recorrido, pues parte desde dinámicas conservadoras con respecto al pensamiento decolonial y antirracista. En la mayoría de los casos, se mantiene una percepción claramente imperializada del mundo grecolatino que, en cierto modo, se convierte en el punto de referencia de modelos colonialistas actuales y del pasado reciente.
El mundo clásico, con ese apelativo de clásico, distingue al legado grecorromano por encima del resto de culturas del mundo antiguo. Lo eleva a un estatus de privilegio y en virtud de ese nuevo estatus, se recrea, se vuelve a narrar la Antigüedad y se reconfigura no de acuerdo con las fuentes documentales, sino con las expectativas de la sociedad que vuelve a contar su pasado. La realidad es que las potencias colonizadoras que intentaron erradicar las expresiones genéricas disidentes de los territorios colonizados se habían encargado previamente de eliminar sus propias disidencias sexogenéricas.
Antes del desarrollo del pensamiento positivista decimonónico, es decir, del discurso médico que esencializaba el binarismo genérico en la morfología sexual, los géneros se configuraban en base a cuestiones como el estatus, el estamento, la vestimenta o los modales. Como analiza sobradamente Francisco Vázquez, en la época moderna todavía continúa una visión del género desvinculada de la interpretación del sexo en base a los genitales y más centrada en su performatividad. Esto, si lo aplicamos a las sociedades grecorromanas, descubrimos que el sistema sexogenérico funciona en coordenadas propias. Sin ánimo de ser exhaustivo, hago tres anotaciones.
1. Tanto en griego como en latín existen términos neutros para los seres humanos, así como un rango muy amplio de términos para referirse a individuos como hombres o mujeres según edad, estatus social, expresión de género, etc. Es importante señalar que en estas sociedades las categorías hombre y mujer son conscientemente políticas. De ahí que las personas pequeñas sean neutralizadas genéricamente hasta su entrada como seres productivos para el tejido social.
2. Las relaciones sexuales no se codificaban tanto en el género de los participantes como en los roles activos y pasivos que asumieran. Todo lo activo era masculino, todo lo pasivo femenino o contrario a la norma.
3. La transición entre géneros, así como el género no binario, eran experiencias reconocidas y atestiguadas como hechos maravillosos o míticos, pero también como hechos cotidianos. Aquí hay una diferencia fundamental, y es que no existe una conciencia de la desviación como enfermedad o amenaza a la sociedad, si bien esto puede ser matizado.
Sin embargo, el clasicismo hegemónico, el que fundamenta la tradición cultural de las élites europeas, reivindica en la cultura grecolatina sus valores. Para ello, esboza una visión muy conveniente de la Antigüedad, de sus mitos e historias, que aparecen en nuestro imaginario colectivo desde la infancia en todo tipo de artefactos. A través del clasicismo se ha legitimado la cultura de la violación, el supremacismo blanco y la hegemonía cishetero. Y esto se ha conseguido a través de una reinterpretación maniquea y parcial de las fuentes antiguas, en las que se percibe que los códigos culturales difieren considerablemente.
Hacia unas humanidades posthumanísticas
La educación humanística es el vehículo de esa matriz cisheteropatriarcal que genera diferencias y disidencias en todo aquello que no cumpla con los valores centrales. Al igual que se enseña la romanización y la helenización como procesos civilizatorios y no como imperialismos de potencias mediterráneas sobre otras culturas mediterráneas, europeas y asiáticas, se da por sentado que el sistema sexogenérico grecolatino funcionaba exactamente igual que el actual.
Es por esta razón por la que una pedagogía queer se hace necesaria contra el clasicismo. El abandono de la preocupación positivista por la gramática y la traducción, abogar por enfoques abiertos y múltiples, así como la descentración de lo clásico, son parte de esta pedagogía. Un clasicismo queer ―entendiendo que este sintagma es un oxímoron que precisamente descentra y destruye el seno hegemónico del clasicismo― ataca uno de los pilares fundamentales del patriarcado hegemónico: la carta de naturaleza e inmutabilidad que otorga el pasado. La vinculación ancestral, tan ficticia como cualquier otro aspecto identitario, sigue siendo uno de los reductos más inexpugnables de la hegemonía cisheteropatriarcal. Precisamente nuestro esfuerzo genealógico, a mi parecer, debe orientarse a exponer esta performance patriarcal. El binarismo cishetero no posee más antigüedad que el no-binarismo. Estos sistemas son producto de intensas dinámicas de poder y control de los cuerpos y los individuos, y son sujetos de cambios constantes y reconfiguraciones.
El clasicismo queer ataca uno de los pilares fundamentales del patriarcado hegemónico: la carta de naturaleza e inmutabilidad que otorga el pasado. La vinculación ancestral, tan ficticia como cualquier otro aspecto identitario, sigue siendo uno de los reductos más inexpugnables de la hegemonía cisheteropatriarcal
Además, fijémonos en las inconsistencias. En la transmisión de la cultura grecolatina, se suele hacer hincapié en su complejo sistema de creencias. Se hace desde la alteridad: elles, al contrario que nosotres, no eran monoteístas. Y, por tanto, las tradiciones orales que se narran adquieren un estatus de fábula que impide una interpretación profunda. Sin embargo, en la mitología vemos dioses y mortales que se transforman, que poseen extensiones inorgánicas de su cuerpo que les permiten ampliar sus capacidades. Pensemos en el Minotauro, en Escila, en Medusa… ¿no estamos hablando acaso de una conciencia cíborg? Los límites del cuerpo y de la identidad no estaban tan definidos en las coordenadas positivistas que la ciencia decimonónica quiso imponer. ¿Dónde comienza el monstruo y dónde la persona? Los relatos de monstruos míticos nos hacen ver lo humano del monstruo y lo monstruoso del humano, el desafío a la norma, las consecuencias de ello. Nos invitan a sentir atracción por lo que rechazan, pues en el fondo todas somos menos humanas de lo que parece y más de lo que creemos.
Estos debates deben, a mi juicio, trasladarse a las aulas humanísticas. Cualquier enseñanza del mundo grecolatino debería degenerarse y desviarse para incluir estas cuestiones que sí aparecen en las fuentes documentales. Como dice Donna Haraway: “las herramientas son a menudo historias, cuentos contados de nuevo, versiones que invierten y que desplazan los dualismos jerárquicos de las identidades naturalizadas. Contando de nuevo las historias sobre el origen, los autores cíborg subvierten los mitos centrales del origen de la cultura occidental”. La subversión de la mitología cishetero pasa por un enfoque queer de la enseñanza de esta mitología. Consiste en pasar de una educación humanística a otra posthumanística y degenerada.
En el debate de la descolonización de las Clásicas se lanza a menudo la pregunta: ¿acaso estamos planteando el fin de las Clásicas? A mi parecer, para una disciplina que tantas personas consideran acorralada o marginalizada no puede existir otro renacimiento más adecuado. La matriz capitalista y patriarcal ya no quiere los medios clasicistas que han dado lugar a nuestras revoluciones sociales. Por lo tanto, recojamos nuestras cosas y asaltemos la matriz diferenciadora desde los márgenes, pues ya estamos en los márgenes. Defender desde un falso privilegio el mismo sistema que nos destruye lentamente solo alejará a quienes nosotres deseamos hacer ver que las sociedades pasadas también son parte de nuestra construcción como individuos. Ya no hay ser humano en el Hombre de Vitruvio, agarremos el círculo y el cuadrado que lo rodeaban y repensemos nuestro compromiso con los derechos humanos (que el Humanismo enunciara en primer lugar como iura humanitatis).
El último bastión del cispatriarcado es el pasado y su forma de protegerlo es desposeernos de la memoria, hacernos creer que somos lo nuevo y, por tanto, volvernos criaturas desmemoriadas. Reconstruir la casa de la memoria cultural y hacerlo sin las herramientas hegemónicas será, a mi parecer, la vía del desarme completo de este sistema opresor.