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Daría la impresión de que, ante los retos existenciales que amenazan nuestra vida en común, la Modernidad sólo logra defenderse mostrando su propia insostenibilidad y volatilidad, cual gato panza arriba, cada vez que puede.
La Modernidad es y ha sido muchas cosas. Según una lectura ingenua e incompleta de la historia, el proyecto moderno se funda históricamente en la era del humanismo, el progreso y la razón. En su cúspide se encuentra, entre otros, el pensamiento liberal que, en sus diferentes formas históricas (clásico, moderno, neo) siempre alude al mismo ethos, a la misma razón de ser: el progreso lineal hacia un régimen del hombre para el hombre. Para los pensadores y científicos de la Ilustración, el progreso de la humanidad ya no apuntaba hacia el cielo, sino hacia sí misma; el ser humano tomaba, por fin, las riendas de su destino y, a través de la racionalidad científica, se situaba, al fin y al cabo, en el centro del cosmos.
Pero ¿qué significa estar en el “centro del cosmos”? Y más importante aún, ¿quién es el sujeto que logra situarse en ese lugar? Este es un de los mitos fundadores de la Modernidad: la “hybris del punto cero”, como lo denomina el filósofo colombiano Santiago Castro Gómez, la pretensión de pensar el mundo desde un punto neutro, un “lugar de-no-lugar”. La Modernidad se piensa a sí misma como universal, como verdad inquebrantable. He ahí su pecado máximo: ningún pensamiento proviene de un ‘punto cero’, sino que se relaciona directamente, y de diferentes maneras, con su entorno histórico, político, social, y natural.
El auge de los ‘nuevos viejos’ autoritarismos tiene tanto que ver con las herencias del colonialismo como con el agotamiento de la Modernidad como supuesto paradigma para pensar la emancipación.
El lado oscuro de la Modernidad
A pesar de defender algunas apuestas de carácter emancipatorio, la Modernidad histórica esconde un lado oscuro, como han mostrado pensadores como Enrique Dussel y Walter Mignolo. El colonialismo es la otra cara de la moneda de la Modernidad. No se puede pensar a la Modernidad, diría Aníbal Quijano, sin la colonialidad, es decir, sin la imposición del orden colonial y la categoría racial como piedra angular del mundo globalizado. Durante la época imperial y colonial, la Ilustración europea y el auge de la industria, propulsores de la mundialización del capitalismo, tenían su “otra cara” en los cuerpos flagelados por las minas de Potosí; en los crecientes guetos indígenas de Nueva España, antes Tenochtitlán; y en los brazos sin manos de los mineros de caucho del Congo belga, entre otros.
La Modernidad, por excelencia, es aquella época histórica que consolida el dispositivo de la distinción como manera de pensar al mundo —es así que se afianzan las dicotomías entre bien/mal, hombre/mujer, oriente/occidente, ciencia/herejía, racionalidad/emoción. El colonialismo, la otra cara oculta de la Modernidad, es aquel sistema en donde la violencia espacial, material, discursiva y cultural gesta un ‘otro’ radicalmente diferente al europeo. Una de las violencias fundadoras del colonialismo, y por tanto de la Modernidad, es la articulación de un ‘otro’, de un ‘extraño’, cuya existencia misma, como bien señala Achille Mbembe, pareciera significar un riesgo para mi propia vida.
En Europa, como en América Latina y tantas otras regiones del mundo, parece que estamos viendo el auge de unos “nuevos viejos autoritarismos”. Personajes como Trump, Orban, Le Pen, Bolsonaro o Abascal, cada uno dentro de sus lógicas culturales y territoriales, se muestran como los abanderados de un autoritarismo (en varios casos podríamos decir hasta proto y/o neofascismos), que intenta innovar y normalizar ciertos discursos belicistas que ya se hallaban en el seno de la Modernidad. Este fenómeno le debe tanto a las herencias del colonialismo como al agotamiento de la Modernidad como supuesto paradigma para pensar la emancipación. El crecimiento de la extrema derecha, de unos “nuevos viejos autoritarismos”, es un desafío de carácter civilizatorio, en el sentido que nos invita a cuestionar aquel proyecto de “civilización” que el pensamiento Moderno inauguró. Ante todo, nos muestra que el miedo al “otro” —que se remonta a las propias raíces del mundo moderno y por tanto del telos de la civilización Occidental— va mucho más allá del discurso de la extrema derecha.
El gran problema de trasfondo no es que los “nuevos viejos autoritarismos” adopten discursos violentos, sino que adoptan como bandera política la violencia que ya existe.
Poscolonialismo y “nuevos viejos” autoritarismos
Evidentemente, podemos decir que el proceso histórico que llamamos colonialismo ya pasó, y que vivimos en un mundo poscolonial. Lo poscolonial, sin embargo, no se refiere solamente a aquello que ocurre en territorios que, en algún momento de la historia, fueron colonias imperiales. Stuart Hall asegura, acertadamente, que ‘poscolonialismo’ no es un término estático. Lo poscolonial no es meramente una descripción temporal y espacial. Es, sin lugar a duda, la transformación de un fenómeno global que se inauguró con el colonialismo y se ha venido transformando a la par de la mundialización. Por tanto, algunas de sus facetas llegan a ser visibles dentro de las (antiguas) metrópolis imperiales (Londres, París, Bruselas, entre otras) permitiendo que, de esta misma manera, podamos también hablar de lo poscolonial haciendo referencia a las experiencias de sujetos y comunidades diaspóricas. Lo poscolonial, por ende, también hace referencia a la situación de las personas migradas que viven en el continente europeo.
Lo que podríamos denominar actualmente como poscolonialismo en Europa es la manera en que las lógicas cognitivas y materiales del colonialismo se han transformado y ahora hacen parte de una realidad que evidencia y afecta lo que es la vida en común en el continente y en el mundo. Si, según Frantz Fanon, el colonialismo es “violencia en su estado natural”, también lo serían entonces sus formas contemporáneas. Para el pensador de Martinica, la violencia colonial se evidenciaba tanto en la distribución espacial de la colonia como en la formación de un complejo “psico-existencial”. El mundo colonial se dividía en dos partes recíprocamente exclusivas: la zona de los colonizadores y la zona de los colonizados. El poder soberano del orden colonial se encargaba de patrullar esta misma frontera, que nadie podía traspasar; los “condenados de la tierra” debían obedecer y permanecer en “su puesto”. A su vez, los sujetos colonizados experimentaban lo que Fanon llama la “epidermalización de la inferioridad”: sus cuerpos y el color de su piel eran vistos como el contrario absoluto de la “blancura europea”. Dentro de las dicotomías modernas, siempre se les atribuía la “emocionalidad”, la “corporalidad”, la “incivilización” o, simplemente, la “maldad”.
Desde entonces mucho ha cambiado. Los guetos coloniales de otrora toman la forma de los CIEs (Centros de Internamiento de Extranjeros), los cuales se asemejan tanto a una cárcel como a un campo de concentración (si esto se decía en 2013, la situación no ha cambiado sustancialmente). La Ley de Extranjería es ahora la cúspide del racismo institucional en España, responsable por la continua precarización y penalización de la vida de las personas migradas. A esto le podríamos añadir los cientos de cuerpos que descansan, sin vida, en el fondo del mediterráneo.
Las violencias racistas, misóginas, transfóbicas o clasistas ahora se normalizan; ya no como simple residuo sistémico, sino como fuente de inspiración para programas políticos que buscan “salvar” a Europa de sus “enemigos”.
A mediados de la década de los noventa, el filósofo francés Jacques Rancière ya lanzaba esta premonición: ante la caída del muro de Berlín, y la disolución de la URSS: el “inmigrante” se convertía en el nuevo “gran otro” para Europa y su comunidad política naciente. Y este racismo, opuesto a lo que se pensaba entonces (y hasta se llega a pensar ahora), no era endémico de las “clases obreras ignorantes”. Al contrario, era una “pasión desde arriba”, una “lógica del estado” que clasificaba y categorizaba a los inmigrantes como un “otro” que se presentaba como una amenaza.
Entre otras cosas, esto nos deja entrever que una de las razones del auge de los “nuevos viejos autoritarismos” es que el proyecto de la Modernidad no ha sabido (o no ha querido) lidiar con su complicidad al perpetuar el orden colonial, tanto en Europa como en el resto del mundo. La violencia inherente del colonialismo se ha convertido en una violencia silenciosa, asimilada e ignorada en la Europa poscolonial.
Normalizar la violencia
El gran problema de trasfondo no es que los “nuevos viejos autoritarismos” adopten discursos violentos, sino que adoptan como bandera política la violencia que ya existe. Y esta violencia no sólo se dirige hacia las personas migradas, el “otro” de Europa. También asistimos a la actual normalización de las violencias misóginas, transfóbicas o clasistas; ya no como simple residuo sistémico, sino como fuente de inspiración para programas políticos que buscan “salvar” a Europa de sus “enemigos”.
Esto es lo que ha llevado a Mbembe a hablarnos de la “necropolítica”, o a Marina Garcés a escribir sobre nuestra “condición póstuma”. Ambos están de acuerdo: la política contemporánea se centra más en la administración de la muerte que de la vida; y las fuerzas del cambio ven al discurso de la transformación social estancarse, a la par que hablan ya no de “revolución” o “regeneración”, sino simplemente de “emergencia social”.
El crecimiento de la extrema derecha, de Brasilia a Roma, y de Madrid a Washington, debe entenderse como un problema civilizatorio. Si este fenómeno amenaza con desintegrar algunos de los principios básicos de nuestra vida en común, esto es porque que la “civilización” moderna no solo no puede pensarse separada de su complicidad con la explotación colonial, sino también porque, hoy, parece haber agotado su supuesto potencial emancipatorio. Habrá que dar cabida a una “Ilustración radical”, como dice Garcés.
No obstante, la reflexión por hacer debe construirse, entre otros, sobre un eje principal: no es solamente la extrema derecha la que representa un peligro, la que encarna la violencia. El peligro ha estado aquí desde antes de nacer; la violencia que seremos no es más que la violencia que, después de tanto tiempo, hemos sido y seguimos siendo. La violencia del silencio, de la omisión y del desencanto.
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Abascal, Bolsonaro, Trump y muchos otros son la Respuesta al modelo socialista y progresista que no da resultados, ahí la importancia de la presencia de estos ideales. Es lo bueno de vivir en libertad, respeto a lo que piensan y lo que pienso, algo que los progresistas no entienden.
Magnífico... Gracias
Un apunte de cosecha propia, también se junta con una especie de neofeudalismo, financiero y corporativo.