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Coronavirus
Efectos secundarios del uso de la metáfora bélica en la crisis del coronavirus
Estos discursos grandilocuentes llevan implícita una lógica sacrificial característica de los héroes. Dispuestos a todo, con tal de servir a esa causa superior los héroes deben estar dispuestos a arriesgar su propia vida para vencer en una batalla.
Las metáforas bélicas se han convertido en el leitmotiv durante la crisis del coronavirus. Con discursos cargados de épica diversos gobernantes resaltan la necesidad de una unión de toda la ciudadanía ante un enemigo común. En esta contienda, nos dicen, el personal sanitario, el personal de cuidados, el personal de limpieza, pero también el personal de reposición o del servicio de caja de los supermercados, ente otras personas profesionales vinculadas a sectores denominados esenciales, están en primera línea de batalla. A todas estas personas se les atribuye valentía, una virtud propia de los héroes que hunde sus raíces en la virilidad.
Estos discursos grandilocuentes llevan implícita una lógica sacrificial característica de los héroes, en muchas ocasiones llaneros solitarios que, la mayoría de las veces por falta de lazos sociales y familiares, hacen gala de una independencia inmunitaria. Si no fuera por la Causa del sacrificio, que engrandece la figura de los héroes, el sacrificio y los sacrificados caerían del lado del martirio, por no poseer, en última instancia, un excesivo aprecio por su propia vida. Dispuestos a todo, con tal de servir a esa causa superior, los héroes deben estar dispuestos a arriesgar su propia vida para vencer en una batalla, que estamos librando, según nos dicen, contra un enemigo común que nos supera.
Sin embargo, algunas personas, como Yayo Herrero y Santiago Alba Rico, ya advirtieron de que no se trata de una guerra, sino de una catástrofe natural en condiciones de globalización planetaria.
Después de ellos, han sido muchas las personas, incluidas algunas portavoces de la cámara baja durante el pleno en el que se aprobó la prórroga del estado de alarma, las que han insistido en esta misma idea: “No es una guerra, sino una catástrofe”, como señaló Mertxe Aizpurua; o, como apuntó Mireia Vehí, “ni esto es una guerra, ni nosotros somos sus soldados”.
Pero no han sido las únicas. Algunas de las niñas de la guerra civil española, hoy ancianas que viven solas o con sus familias, a la pregunta de si esto una guerra, han respondido, rotundamente, que no. Esto no es una guerra, dicen ellas, porque no hay obuses cayendo del cielo, ni una prohibición absoluta de salir a la calle, sino un confinamiento que las personas con problemas de salud o de movilidad previos están paliando con la ayuda de los servicios públicos para la dependencia y con la ayuda de los servicios de asistencia sanitaria a domicilio y, en su ausencia, o por su saturación, con gestos diarios de solidaridad de otras personas cercanas. Ahora, quizá, nos pongamos un poco más en su piel.
No se trata de una guerra, sino de una catástrofe natural en condiciones de globalización planetaria.
Por ese motivo, no es de extrañar que buena parte del personal sanitario no se sienta representado por la narrativa belicista e intente sacarse de encima la etiqueta de “héroes”. Estas personas, cuyo trabajo es curar, atender y cuidar a otras, no son ajenas a la preocupación por el cuidado propio, no son ajenas a la preocupación por el mantenimiento de su propia vida y las de su gente. Por eso es comprensible que no quieran convertirse en héroes ni en heroínas, ni mucho menos en mártires. Todas ellas son lo que son: profesionales sanitarios desbordados que necesitan y merecen los mismos derechos laborales y los mismos cuidados que el resto de la población, personas que exigen condiciones de trabajo dignas y equipos de protección para desempeñar su labor sin sobre-exponerse a la enfermedad. Este es el tipo de unidad social que necesitamos.
Es cierto que existe una lucha diaria por unas condiciones de trabajo dignas que, en este caso, implican disponer de personal suficiente y de los medios materiales adecuados para atender a todos los pacientes. Pero el colapso de la sanidad, dado el elevado número de casos positivos que requieren tratamiento, es un hecho, incluso en un sistema de sanidad público como el español, que hace unos cuantos años, antes de la crisis de 2008, apuntaba maneras para convertirse en uno de los más robustos y eficaces del mundo. Las políticas de austeridad a las que se obligó entonces al Sur de Europa redujeron el número de camas en los hospitales, degradaron las condiciones laborales de prácticamente todo el personal asalariado público. Al mismo tiempo que se reducía el gasto en sanidad, educación e investigación corrían la misma suerte. Ahora, en marzo de 2020, en la comunidad con mayor número de casos, la Comunidad de Madrid, proliferan hospitales de campaña, como el instalado en IFEMA, centros de atención improvisados para personas sin hogar, morgues como la instalada en el Palacio de Hielo, y próximamente las instalaciones de la frustrada Ciudad de la Justicia.
Todos esos hospitales y centros de campaña, habilitados por las comunidades autónomas y por el Estado español tratan de paliar los colapsos de los hospitales, pero todavía faltan medios y la protección del personal es insuficiente. Por este motivo, no es de extrañar que España se encuentre entre los países con más personal sanitario contagiado, entre los cuales se cuentan ya, al menos, 5 muertes por los efectos del virus. El pabellón número 5 de IFEMA parece la guerra, pero las enfermeras no paran de repetir: “Esto no, así no…Aquí están los pacientes hacinados… Esto parece la guerra, entre las camas apenas hay dos pasos…”.
Parece la guerra, pero no lo es. Todas las crisis, por su excepcionalidad, sacan a relucir las deficiencias más profundas de los sistemas, la normalidad olvidada e invisibilizada para una gran mayoría. En este caso, estas deficiencias asumidas como “normales” se han hecho insoportables e insostenibles en el sistema sanitario, a nivel mundial, no sólo debido a la naturaleza sanitaria de esta emergencia, sino porque la muerte de más de 34.000 personas contabilizadas en 192 países, pone de repente de acuerdo, al menos en España, a todos los partidos en no escatimar en medios para reforzar el sistema sanitario y dar respuesta a esta crisis. Solo pedimos que estos medios sean para todas las personas, que se tenga en cuenta a todos los sectores de la población y que no se deje de lado a las personas ancianas que ayudaron a construir ese mismo sistema público que ahora, por falta de medios, se ve obligado a hacer frente, como puede, a la situación de colapso de los servicios de urgencias, como ha ocurrido en algunos hospitales madrileños, epicentro de la infección en España, como el hospital Infanta Leonor donde según esta noticia, “los pacientes se acuestan en el suelo, sobre una sábana, dos con mascarillas, uno con respirador”. “Otros se encorvan en las sillas, [mientras] los sanitarios con trajes de protección los sortean como pueden”.
Todas las crisis sacan a relucir las deficiencias más profundas de los sistemas, la normalidad olvidada e invisibilizada para una gran mayoría.
Otras actividades, denominadas en estos días como “esenciales”, están inmersas, desde antes del estallido de esta crisis, en una enorme precariedad. Un ejemplo es el de las empleadas del hogar, que pertenecen a un régimen especial de la seguridad social y no gozan de derechos tan básicos como el derecho a paro, a bajas médicas o a la indemnización por despido. En este sector, como en el de la agricultura, trabajan muchas personas mal llamadas “ilegales” que, pese a realizar trabajos indispensables para el sostenimiento de nuestra sociedad, no figuran en los registros de la seguridad social, no cotizan y, por lo tanto, no tienen acceso a derechos laborales ni a una pensión justa.
Lo que esta crisis pone de relieve es una situación sanitaria insostenible, pero también la profunda crisis laboral, especialmente de todo el sector de los cuidados. Una crisis en la que se encuentra España desde hace décadas y que empeoró, notablemente, a partir de la crisis económica de 2008. Estamos ante una crisis de cuidados de inmensas proporciones, cuya respuesta no puede ser la de ponernos en una situación de guerra. La ciudadanía, ante esta situación, no deberíamos actuar como soldadesca, sino cuidarnos los unos a los otros. Por eso no es de extrañar que algunas de las intervenciones que mayor consenso social han generado en cuanto a la acción de la Unidad Militar de Emergencias (UME), hayan sido la limpieza y desinfección de las calles y estaciones, y no los casos de ejercicio de una violencia policial desproporcionada. Aplaudimos a las y los guardias civiles, como un cuerpo más de seguridad del Estado, que acercan provisiones a las personas de (por qué no decir en) riesgo, confinadas y aisladas en sus casas porque esta crisis no se resuelve a cañonazos sino reforzando el sistema público, priorizando los bienes preferentes e intangibles, como la sanidad, la educación, el derecho a la vivienda y a la energía. Como se puede ver en esta noticia publicada el 28 de marzo de 2020, en la página web del gobierno de España, en la que se aporta una fotografía de cómo la Guardia Civil entrega comida a un vecino de un pequeño pueblo de Cabrales en Asturias.
La guerra nada tiene que ver con salvar vidas, cuidarlas y mantenerlas, que es precisamente el principal objetivo de esta emergencia sanitaria global. Hoy necesitamos más que nunca poner de relieve que somos seres sociales dentro de un sistema global tejido por múltiples redes de interdependencia, en un sistema de acción recíproca construido socialmente dentro de un entorno natural que, a veces, tiende a recordarnos que los cuerpos tienen un límite de aguante y que la enfermedad forma parte de la vida. ¿Qué pasará después de la crisis con los próximos presupuestos? ¿Cuál será el futuro de nuestra Sanidad, nuestra Educación, nuestra Investigación? Nuestro bienestar depende de un sistema social a la altura de los tiempos.
Decía Pedro Sánchez, apelando a una cooperación real europea, que un país no puede (o no debería) salir de una crisis sobrevenida (ya sea sanitaria o económica) más endeudado de lo que entró en ella. Creo que estamos de acuerdo. Vivimos tiempos de excepción, tiempos de necesidad, tiempos de emergencia, de alarma, y no es la primera vez. Hemos vivido, en efecto, otros estados de emergencia. El primero, en 2010, cuando el enemigo común eran los controladores aéreos. Después presenciamos el estado de alarma declarado en Francia para hacer frente al terrorismo internacional. Ahora, en 2020, países de distintos continentes, actores contemporáneos de un mundo globalizado e interconectado, no sólo virtualmente sino también físicamente, declaran un estado de alarma que va produciendo réplicas, como los terremotos, y va extendiéndose con motivo de la propagación y el contagio de un virus aún más internacional que la peste negra o la gripe española, que hace avanzar como la pólvora diversas declaraciones del estado de emergencia.
Por este lado, algunos de los efectos secundarios, lógicos, que se deslizan por el hecho de utilizar la metáfora bélica son, por ejemplo, la articulación involuntaria de los problemas concretos que plantea la crisis desde una lógica inmunitaria ante el virus (algo en absoluto deseable, siempre que no sea mediante la creación de una vacuna). Esta tendencia está degenerando en episodios de “racismo vírico” o “racismo epidemiológico”, con reacciones como las que hemos podido ver en el sur de Italia con la gente que vuelve a casa para el confinamiento. Por muy estricta que sea la cuarentena individual, el miedo al contagio provoca situaciones de señalamiento y acusación pública entre los habitantes del resto de Italia. En este caso, el Sur señala al Norte, considerado como centro de propagación y contagio del virus, por falta de responsabilidad civil.
Que no nos pase como en la crisis económica de 2008, en la que por falta de objetivo común se produjo una brecha, aún más acuciada, entre el Norte y el Sur. A esta crisis no se la vence con heroicidad, dejando a las personas débiles o lentas atrás, que es hacia lo que apunta implícitamente la propia metáfora bélica; se la vence de manera colectiva, con solidaridad y cooperación real.
A esta crisis no se la vence con heroicidad, dejando a las personas débiles o lentas atrás, sino de manera colectiva, con solidaridad y cooperación real.
Algunas personas del sector sanitario, al no reivindicar sino unas condiciones de trabajo dignas, adecuadas a su puesto de trabajo, se aúnan así con toda la población activa, construyendo “sociedad”, eso que Margaret Thatcher afirmaba que no existía, y que quizá, como el resto de universales, como decía Foucault, efectivamente “no existen”, porque los universales “hay que construirlos”. La cuestión es: ¿desde dónde? ¿Desde la lógica de la unidad nacional? ¿Desde la lógica de la unidad frente a un enemigo común? ¿Desde la cooperación real en un mundo global?
Vivimos en un ecosistema planetario que es muy difícil de controlar. Día a día, todos los medios de comunicación, toda la clase política, nos piden esfuerzo y sacrificio, en lugar de compromiso, solidaridad y cooperación. Lo mismo ocurre con los poderes especiales concedidos por la situación de excepción a las fuerzas de seguridad. Toda capacidad especial ha de ser utilizada como un súper poder, es decir, con una gran responsabilidad, y creo que cualquier uso desproporcionado de violencia que aplaudimos nos convierte en cómplices de una especie de “comunitarismo autoritario” que crea escuela y deja secuelas. Porque, como decía César Rendueles este domingo 29 de marzo, “con frecuencia las pérdidas en libertades no son transitorias, sino que dejan secuelas en las instituciones y la cultura política de un país”.
Por eso, algunas creemos que las medidas de distanciamiento social no deberían de interpretarse como un ejercicio de disciplina militar. Más bien deberían adoptarse como un ejercicio de cuidado mutuo. Precaución, por tanto, ante argumentaciones reduccionistas que insisten, en términos bélicos, en que cualquier medio es bueno para ganar la batalla o lograr la victoria. El cómo salgamos de esta crisis importa y mucho, pero también importa el cómo la afrontemos. Nadie quiere salir de esta crisis convertido en un mártir de la causa; todos y todas queremos un trato justo.
Los hospitales de campaña, como el de IFEMA, son, a todos los efectos, hospitales que pasan a gestionarse dentro de la red de hospitales de la comunidad de Madrid. Sin embargo, por su condición de excepcionalidad, este hospital en concreto ha recibido una ayuda desinteresada de empresas y particulares. Está habiendo una gran ola de solidaridad y obra social. Esto sólo habla bien de unos pocos, que potencialmente podemos ser todas las personas. Lo que habla bien de todos los españoles y todas las españolas es un sistema público a la altura de las circunstancias. Por todo ello, la sanidad no debería depender de la heroicidad del personal médico y de limpieza, tampoco de la solidaridad o de la obra social de ciertas entidades, sino de un estado social a la altura de las circunstancias, pero entonces, quizá, igual de necesaria será, en el futuro, una reforma fiscal que permita redistribuir mejor la riqueza del país, que en estos momentos es absolutamente irreal. De hecho, ¿cuántas de las entidades que están donando dinero se benefician de privilegios y de paraísos fiscales?
Actuemos en conciencia. Vaya por delante mi absoluto e incondicional agradecimiento a todas las personas que voluntariamente están ayudado a que superemos esta situación lo antes posible. Pero que esto no vuelva a pasar implica un ejercicio de memoria histórica. No olvidemos, el año que viene, en los próximos presupuestos, que si la red de hospitales hubiese sido suficiente en personal y recursos no necesitaríamos caridad y buena voluntad.
Gracias a mis amigas y compañeras, ellas, con las que pienso y que me hacen pensar.
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La crisis de2008 y las imposiciones europeas no impidieron que el gasto y la deuda militar superarán los más 30.000 y 40.000 millones respectivamente. Invertimos en seguridad militar lo que necesitábamos para la seguridad humana. El lenguaje bélico del coronavirus no sólo no es inocente sino que pretende limpiar con la UME y la escandalosa presencia de militares en ruedas de prensa una militarización de la sociedad letal para una democracia ya tocada.
Quizá pueda considerarse "una militarización de la sociedad", pero también podría detectarse como un fallo del sistema, ya que el ejército está realizando funciones de personal público del que existe carencia en situaciones excepcionales, como personal cualificado de limpieza que podrían desempeñar los actuales y las actuales profesionales de limpieza de los hospitales. A eso me refiero, a la necesidad de correcta formación y reconocimiento social de las funciones esenciales por parte de las y los profesionales existentes y de los potenciales. Si se forma a personal de limpieza en funciones especiales no se necesitaría al personal del ejército para la efectuación de las mismas, al mismo tiempo que un mayor número de población civil pasaría a constar como afiliaciones al sistema de la seguridad social, y recibiría los derechos correspondientes como población activa, mientras la mayor parte del personal de limpieza actualmente existente se ve obligada a trabajar en B, ya que sus empleadores prefieren mantener la economía sumergida.
Ningún fallo. Es un plan premeditado. La militarización de todos los aspectos de la sociedad, para crear borregos y que nadie se salga de la formación.
"Cooperacion real en un mundo glibal": ardua tarea.
Interesante reflexión por lo bien analizada, y bien expuesta, pero, aún de acuerdo absolutamente con ella, echo en falta un planteamiento antropológico, del que parece que tu partes, concediendo al hombre una bondad real, actual. Para mí, esta sola es posible.
Dos cosas, que no quiero extenderme:
Las sociedades mediterráneas son... difíciles. (¿?)
Mucha razón (TODA) en tu consideración sobre el trabajo sanitario.
Un gran abrazo Nantu.
"Cooperación real en un mundo global" no traduce un deseo ingenuo, sino quizá una posible tendencia a la que tengan que verse forzadas las distintas fuerzas sociales al enfrentarse a una emergencia sanitaria a nivel mundial que obliga a la cooperación si se quiere ser eficaz. La consideración de los casos empezando por los más afectados y descendiendo en la escala de impacto social, nos van mostrando las progresivas necesidades de la población mundial, a las que intenta darse respuesta. Por ejemplo, hoy varios países europeos han reconocido la necesidad de reconocer el trabajo y la situación de toda una serie de trabajadoras temporeras recolectoras de la campaña de la fruta con hueso de esta primavera-verano 2020, en efecto, mientras Portugal legaliza a toda su población, regularizando, así, a un gran número de trabajadoras y trabajadores esenciales para la producción y el sostenimiento nacional, España anuncia la prolongación de los contratos de las temporeras, es decir, de aquellas que ya tengan la suerte de tener un contrato de trabajo firmado que lo acredite.