Feminismos
Almadoras: entre psicología, política y pedo místico

¿Y si la espiritualidad como forma de conocimiento nos pudiera devolver (a) la política?
G. Anzaldúa
Gloria Anzaldúa
Psicóloga junguiana, lesbiana y feminista. Trabajadora/Investigadora del alma. Vivo, trabajo, escribo e inter-actúo desde/en La Plata, Argentina.
12 dic 2023 08:05

En el año 2015 tuve lo que algunos llamaron un “pedo místico”. Lo que querían decir con esta forma despectiva de referirse a mi vivencia era que yo me había perdido de la política. ¿Sería que la política se había perdido de mí?

Creando un sentido poético del insulto, empecé a tomarle cariño a la idea: el pedo místico implica, en efecto, algún grado de disminución de la conciencia, alguna forma de embriaguez de la conducta, un estar/sentirse perdida del orden cotidiano y, por qué no, la fuga de algunos gases producto de intolerancias diversas.

Yo había sido una persona espiritual —con todos los sincretismos típicos de mi cultura— desde niña, cuando me refugié en la religión católica durante unos buenos años, luego en el yoga, la meditación budista y el reiki japonés, entre otras prácticas en las que me fui iniciando junto con mi madre, una persona con vivencias del otro plano muy intensas. Al empezar la carrera de psicología, poco a poco, todas estas prácticas y sus vivencias fueron abandonadas, explicadas como sublimaciones y compensadas con una militancia estudiantil peronista y ultraacademicista. Me convertí en la buena psicóloga: mujer heterosexual, investigadora, militante ocupada de todo aquello que se suponía que ese personaje debía ocuparse. Terminé el año 2014 hundida en una profunda depresión.

¿Qué partes de mí había cortado procusteanamente para cumplir con mi (de)formación académica y mi militancia política? ¿Por qué había aceptado sin más que estas partes no podían convivir, que debía elegir entre ciencia y espíritu, entre academia y arte, entre política y vida personal?

Mi delicioso pedo místico, mi embriagada pérdida parcial de conciencia, mi fuga de ciertos modos de pensar, conocer, hacer, sentir, amar, vincularme y actuar me llevaron en contra, o a pesar de mi voluntad, al encuentro con dos mundos que prometían (y aún prometen) imaginar que todas esas partes podían convivir si les permitía expresarse durante cierto tiempo y bajo el fuego dulce de la paciencia, el estudio, el erotismo y la práctica. Uno de estos mundos es el vasto y diverso campo de la psicología analítica, especialmente en su vertiente arquetipal; el otro, el de los feminismos y —con especial amor— los desarrollos de Gloria Anzaldúa y su revisión decolonial de mitos y realidades, los procesos creativos y el activismo espiritual. En estos mundos hay espacio para todo/todxs.

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Espiritualidad como epistemología: la fobia y el closet espiritual de la academia

El término activismo espiritual puede rastrearse en una genealogía de autoras feministas como Gloria Anzaldúa, Jacqui Alexander, bell hooks, Lata Mani, entre otrxs. Es un concepto fascinante ya que comporta en su formulación una aparente contradicción o incoherencia entre los dominios públicos o colectivos de la política y los íntimos o personales de la espiritualidad. Se trata de una manera singular de nombrar una forma de espiritualidad al servicio del cambio social y, como toda forma de nombrar, es también una manera de traer, mostrar, hacer aparecer por el acto de magia de la lengua una porción de realidad que a partir de entonces se vuelve imaginable.

¿Qué tal si el pedo místico fuera un desvío que me devolviera (a) la política?

El activismo espiritual plantea la espiritualidad como un tipo y una manera diferente de conocer. Apunta a la expansión de la percepción, “a volvernos conscientes, incluso cuando dormimos, de las interconexiones entre todas las cosas”, dice Gloria Anzaldúa en Luz en lo oscuro (2021). De este modo, una epistemología espiritual implica un nivel de registro descentrado de la experiencia humana y orientada a objetos humanos, no-humanos y más que humanos. Supone la idea de interrelación o interconectividad de todas las formas de vida (y de muerte), de una misma fuerza/energía/espíritu cósmico que se encarna a sí mismo a través —y como— toda la existencia. (Al respecto de esta filosofía holista de “todo está conectado con todo”, Donna Haraway aporta en su libro Seguir con el problema, nota 4 del capítulo 2, que: “Más bien, todo está conectado a algo, que a su vez está conectado a otra cosa. A pesar de que, quizás en última instancia, todo está conectado entre sí, la especificidad y proximidad de las relaciones es importante: con quiénes y de qué manera estamos conectados”).

La espiritualidad como forma de conocimiento es una idea absolutamente absurda para la academia. Hablar de espiritualidad o de religión por fuera de un marco de estudio antropológico o histórico es tildado de superstición, desvarío new age o animismo primitivo (o más coloquialmente, pedo místico). En el campo psi el mero uso de la palabra alma provoca risas y desconfianzas.

Hablar de espiritualidad o de religión por fuera de un marco de estudio antropológico o histórico es tildado de superstición, desvarío 'new age' o animismo primitivo

Hace ya algunos años que juego con la idea de que ser junguiana me ha costado más caro en la Universidad (y también en espacios activistas) que ser lesbiana. Ese extra es el precio de la espiritualidad, sea lo que sea a lo que llamen en la academia con ese término y lo distingan de lo verdadero, cierto, merecedor de ser reconocido, estudiado o leído. Por ejemplo, la psicología junguiana directamente no es enseñada en las carreras de psicología de Argentina. Esto se explica en parte por la hegemonía freudo-lacaniana. Sin embargo, hay algo del estilo místico de las ideas junguianas que son entendidas como espirituales y, por lo tanto, condenadas al olvido o al desprestigio. Jacqui Alexander señala algo similar respecto a las feministas en el mundo académico:

[…] existe un entendimiento tácito de que ninguna postmodernista que se respete querría alinearse (al menos en público) con una categoría tal como lo espiritual, que parece ser tan fija, tan inmutable, tan impregnada de tradición. Muchas, sospecho, han sido forzadas a entrar en un closet espiritual (Alexander, Pedagogies of Crossing, trad. de Gabriela Adelstein, Buenos Aires, 2021, en el archivo Potencia Tortillera)

Los riesgos de salir de este closet —como del otro— son múltiples, pero pueden resumirse en variadísimas formas de segregación, aislamiento académico, empobrecimientos varios, elegantes y floridas formas de decir no, deslegitimación de tu palabra, mayores dificultades para publicar, algunos divertidos gestos de incomodidad y algún que otro sobrenombre. ¿Qué implicancias tendrá esta verdadera fobia espiritual de la academia en la psicología junguiana, que se ufana de ser una psicología que incorpora la dimensión espiritual del ser humano desde sus inicios con Carl Jung y sus estudios místicos? Y, además, para aquellas que además de ser un poco místicas tenemos el tupé de ser lesbianas, o de no cumplir con alguno de los estándares de clase, color de piel o de género y, ya de por sí, ser unas intrusas en la academia: ¿qué riesgos implica dar cuenta en estos ambientes de nuestra visión espiritual?

Quizás no les sorprenda tanto saber que la academia junguiana ha creado también sus propios mecanismos de legitimación y acreditación del conocimiento, que derivan en la misma secularización del saber de cualquier campo de conocimiento y, en los casos más extremos, en el frenesí cientificista —y un poco pasado de moda, la verdad— por la búsqueda de marcadores, mapeos cerebrales y estadísticas (!) en busca de complejos y arquetipos: una especie de soma-localización del alma. El temor de Freud de ser llevado por “la marea negra del ocultismo” ha tomado también la consciencia de muchxs junguianxs que buscan separarse de la espiritualidad más rápido que eficientemente. Así, podría decirse que tanto la academia como el feminismo al cual se refiere Alexander parecen compartir un suelo común compuesto de una tierra llena de químicos expedidos por la razón y el pensamiento lógico androcéntrico, un campo desmalezado de todo yuyo espiritual (junto a las plagas de lo religioso), dividido por alambres que señalan el temor a los cruces de fronteras de una tierra robada y saqueada por el pensamiento colonial, que llama “primitivo”, “infantil”, “inocente” o directamente “loco” a cualquiera que siendo/haciendo ciencia haga alguna referencia a algo espiritual, mágico o irracional.

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La espiritualidad como ética: lo espiritual es político

Anzaldúa dirá en La Prieta: “Nunca pude reconciliar el ver un niño golpeado por la creencia de que escogemos lo que nos sucede, que creamos nuestro propio mundo. No puedo resolver esto en mí misma”. Esa resistencia que opone Anzaldúa a individualizar y responsabilizar al sujeto es la misma que oponemos aquellxs que pensamos que una espiritualidad que entienda lo colectivo como a-problemático o a-político resulta en acciones de un optimismo pollyanico (como la moda new age) que niegan el dolor, invisibilizan las violencias y abusos sistemáticos y no cuestionan a los sistemas de opresión que los reproducen. Lo colectivo no es lo que les pasa a muchos, sino el plano histórico, político y mítico donde se encarnan las experiencias que aprendimos a experimentar como “individuales”.

Así, desde un nivel ético, el activismo espiritual requiere de acciones concretas para intervenir y transformar las condiciones sociales existentes. Implica actuar la transformación desde el paradigma de la interconectividad. Cuando Anzaldúa dice en Borderlands que “nada sucede en el mundo ‛real’ si no sucede antes en las imágenes de nuestra mente”, está hablando desde ese modo de entender lo colectivo. Sin embargo, esta idea fue demasiado fácilmente interpretada como una nueva forma laica de rezo: “si lo crees, lo creas”. Podemos culpar de esto al pensamiento monoteísta que puebla los pensamientos que piensan pensamientos (como diría Haraway), o que delinea las imágenes con las que imaginamos imágenes. Claro, también sucede que la frase “si lo crees, lo creas” es mucho más compartible en una publicación de Instagram que la compleja idea de que “nuestras experiencias son organizadas por imágenes míticas, porque el reino imaginal de los arquetipos opera a través de la psique por medio de la imaginación” (Hillman, Reimaginar la psicología). Parte del activismo espiritual en psicología analítica es (o debería ser) una invitación a pensar.

Lo colectivo no es lo que les pasa a muchos, sino el plano histórico, político y mítico donde se encarnan las experiencias que aprendimos a experimentar como “individuales”

A la luz de la ética del activismo espiritual, se iluminan dos extravíos de la psicología analítica: el primero es hacia el polo new age de la psicoterapia, que usa el término arquetipo o inconsciente colectivo como aquello que pertenece a un mundo pre-discursivo y transcultural. Estas nociones separadas de la historia y cultura pueden volverse inútiles o dañinas en tanto dan la impresión de que el proceso de individuación podría darse en cualquier condición y cargando de responsabilidad al yo individual por ese proceso. Es la idea de que “escogemos lo que nos sucede, que creamos nuestro propio mundo”, incluso si ese mundo es bajo un gobierno fascista, ultraliberal o negligente. Esta tendencia deriva muchas veces en una forma de terapia con intenciones de disciplinamiento moral disfrazado de espiritual, una psicología dirigida desde arriba que indica en un mismo movimiento cómo somos “naturalmente” y por tanto cómo deberíamos ser, “y lo que no encaja se convierte en inhumano, psicopático o malvado” (Hillman).

Ahora bien, incorporar lo político a la psicoterapia tampoco debe dejarnos caer en un determinismo social para decir que todo depende de las condiciones sociales de existencia. Si bien este polo ha sido históricamente descuidado por la psicología y por ello lo recuperamos e insistimos en él, debemos recordar que esta postura sigue sosteniendo la idea de que naturaleza y cultura son dos dimensiones separadas (una contaminada, la otra no) y, además, llevada al extremo nos deja sin armas para luchar, o peor, sin sentido de lucha, reproduciendo una posición subjetiva plagada de rencor hacia algún otro, cada vez más grande, que armó esta vida para mí.

¿Cómo hacer, o mejor, desde dónde hacer, para no caer ni en la culpabilización y sobrecarga del yo en un esencialismo descontextualizado, ni en un adoctrinamiento religioso moralizante, ni tampoco en una terapia condescendiente que palmee en la espalda y libere la carga subjetiva, es decir, del encuentro con unx mismx?

Almadoras: trabajar (en) el cruce entre psicología, espiritualidad, política y academia

La psicología analítica junguiana comporta una cualidad especial que la hace diferente del psicoanálisis tradicional y también de las disciplinas espirituales. Ni una ni la otra habita un lugar no-lugar, una frontera, un cruce: ni ciencia ni religión, ni humanismo ni psicoanálisis, ni academia ni templo, “el estudio del alma tiene su propio camino”. El alma no es ninguna esencia ni interioridad individual: el alma es una perspectiva, señala el psicólogo arquetipal James Hillman, quien propone el hacer alma como propósito de la psicología, siendo la psique el terreno del alma, el valle de la imaginación creadora.

Esta imagen es muy importante para las almadoras. Propongo este término siguiendo la tradición anzalduana de nombrar, en este caso, a las/lxs que buscamos hacer alma en cada cosa que hacemos: la cultivamos, la investigamos, la nutrimos, la conjugamos de todas las maneras que se nos ocurren y jugamos con ella tanto como ella con nosotras. El trabajo de la almadora (que puede o no coincidir con el de lx psicólogx) es un trabajo que se da en las fronteras entre activismo, espiritualidad, psicología y academia. Lo hacemos al investigar con otras/xs con lo que traemos en nuestros bolsillos, cuando escribimos y luchamos por ser leídas, cuando nos reunimos y nos inspiramos mutuamente… Por eso una almadora nunca anda sola: a nos/otras el viento nos amontona. Este es un trabajo poético y político, situado y comprometido con las realidades materiales e imaginales de existencia, que colabora con la tarea de ampliar los márgenes del valle para que haya más espacio para las imágenes que nos ayudan a sobrevivir a la soporífera sobriedad que, a veces, toma el aire.

Este trabajo me encontró gracias al pedo místico: eso que se suponía que me alejaba, me acercó a las personas más importantes de mi vida; y lo que parecía que me hacía perder la conciencia, me reencontró con la política. Quizás porque nunca la dejé, quizás porque nunca me dejó.

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La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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