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“Era ese sin duda el primer placer que brindaba Disneylandia: se nos ofrecía un espectáculo enteramente semejante al que se nos había anunciado. Ninguna sorpresa: era como ocurría con el Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde uno no deja de comprobar hasta qué punto los originales se parecen a sus copias”. Cuando Marc Augé escribía estas líneas en 1997, un tour organizado por una agencia de viajes hacía parada obligatoria frente a la embajada de Japón en Lima, donde el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru todavía tenía más de 70 rehenes. El objetivo era que el grupo de turistas fotografiase el lugar del que tanto había oído hablar. Aquel grupo no esperaba encontrarse nada nuevo, sino materializar la imagen que había visto en la televisión o en la revista de turno, y llevársela para revivir después su romería.
Como aquel día en Lima, la alta cultura de hoy es un enorme espectáculo puesto en escena por las instituciones del ramo, que diseñan los recorridos y puntos de interés de un gigantesco parque de atracciones histórico-artístico. Los espectadores, que son los turistas, recorren las ubicaciones preestablecidas buscando el exotismo prometido, mapa en mano, creyéndose la función cuando se encuentran con algún traje tradicional. Los actores, que son los habitantes del destino turístico, se esfuerzan en mostrar al visitante exactamente lo que quiere ver, desplegando para ello toda su extravagancia. El espectáculo, que es el efecto túnel, revoluciona al turista para que se dirija obsesivamente hacia el punto final, la luz, sin reparar en las señales intermedias. Alcanzar ese objetivo le va a posicionar en la escala social con un “yo he estado allí”: a mayor cantidad de lugares visitados, mayor valoración. A mayor calidad de los mismos, mayor valoración. Y todo enmarcado con una serie de imágenes que demuestren a uno mismo y a los demás que se ha vivido una determinada experiencia. También se engordará el capital cultural cargando con alguna baratija industrializada.
El Louvre ha colocado un selfie point en la Mona Lisa para que el visitante se fotografíe con ella
Como ejemplo y por relevancia, el Louvre —que en 2018 recibió más de 10 millones de turistas convirtiéndose en el museo más visitado del mundo con un casi 26% más que en 2017— ha colocado un selfie point en la Mona Lisa para que el visitante se fotografíe con ella. La marabunta que se acerca hasta allí es incontrolable e incontrolable también es su poco interés por el arte circundante. Por eso un guarda de seguridad se encarga de recordar que el tiempo apremia y que el siguiente en la atracción también quiere ser ungido por Da Vinci a cambio de unos pocos euros. Tampoco la rue Crémieux soporta más visitas en busca de la foto perfecta. Esta calle es vendida por las empresas turísticas equiparando su importancia con la de la torre Eiffel, por ejemplo. Tal es el caos que los vecinos han dirigido una carta formal a la autoridad de su distrito para que limite el acceso durante los fines de semana. Piden una puerta que cierre la calle, nada menos que un espacio público.
Se puede decir que esta masa practica la “cultura limitada a ser una colección de instantáneas”, como propuso Zygmunt Bauman, o la cultura del plazo corto de Richard Sennet. Más a mano, el sociólogo estadounidense George Ritzer acuñó el término mcdonaldización para definir una sociedad que busca saciar con rapidez los apetitos incontrolables de sus miembros, a la vez fáciles de complacer. No iba a ser distinto el turismo cultural del resto de aspectos de la vida, aplastados por la centralización y el control de quienes rondan la fuente de la eterna riqueza, que son los que dibujan los planos y reparten los carnets de persona cultivada. De modo que el turismo de masas sigue la constante de liberar al tiempo libre de la carga de serlo y de programar el ocio minuto a minuto, de disciplinar absolutamente todo y de sentar una categoría superior de turista que eleve a los culturales por encima de los holgazanes de sol y playa que malgastan su tiempo. Además de la constante degradación del patrimonio, lo que se consigue con ello es el derrumbe de la democracia cultural, esgrimiendo la idea de que la economía del patrimonio es responsabilidad última del turista, que ha de pagar por entrar en un selecto club que ya mantiene.
Se puede decir que esta masa practica la “cultura limitada a ser una colección de instantáneas”, como propuso Zygmunt Bauman, o la cultura del plazo corto de Richard Sennet
De modo que el escenario poco o nada importa dentro de un simulacro descrito con sencillez por Jean Baudrillard en una entrevista con Ruth Scheps para France Culture en 1996: “Aquí se trata, sin ambages, de tomar al mundo como es y de disneyzarlo, es decir, precintarlo virtualmente.” En lo psicológico, el plan triunfa cuando se aguijonea al turista con la necesidad de poner pie en cada uno de los lugares de interés, los must, si de verdad quiere llegar a la meta. El viajero es así tratado como consumidor de su tiempo libre y, como tal, el juego cultural obedece a la ley de la oferta y la demanda. Por eso y a pesar de la falsa sensación de libertad, el turismo no tiene nada de cuenta propia. Se vende la Gioconda en una sociedad perfectamente esquematizada en la que el tiempo libre está dirigido porque es fuente de riqueza: en 2018, el turismo aportó un 15% al PIB superando a otros sectores vitales como el de la automoción o la construcción, y se estima que alcanzará dos puntos y medio más en 2029. Se vende la Gioconda y la Gioconda es lo menos importante.
En este marco, los profesionales culturales de a pie abogan, presos de la desesperación, por controlar los flujos de visitantes como único medio para proteger el patrimonio y la calidad de la visita. En forma, estos comparten opinión con los más altos responsables de las instituciones y empresas culturales. Sin embargo, el fondo se bifurca hacia fines diferentes, puesto que las empresas ya controlan los flujos dirigiéndolos hacia las atracciones de interés que más rentabilidad ofrecen. Como en la embajada de Japón aquel enero de 1997, donde un hombre vestido de robot promocionaba las nuevas aventuras de un personaje de dibujos animados. O como la visita de Augé a Disneylandia, en la que el antropólogo equiparaba la experiencia visual de encontrase el castillo de la Bella Durmiente surgiendo en el horizonte con la que producía el Saint-Michel o la catedral de Chartres.
En este marco, los profesionales culturales de a pie abogan, presos de la desesperación, por controlar los flujos de visitantes como único medio para proteger el patrimonio y la calidad de la visita
Por lo tanto, queda una cultura-ficción, la puesta en escena que amolda su significado al pretendido por los vendedores de humo cultural. Se preguntaba Augé si el futuro no dejará a la ciudad como una “simple proveedora de imágenes para consumir en seguida o para llevarse uno consigo, como esos platos preparados de ciertos restaurantes chinos”. Por eso hizo un ejercicio distópico e imaginó un París vacío de realidad en 2040, donde la zona turística habría sido comprada al Estado por la Compañía Disney con el objetivo de reconstruir el París histórico haciendo una copia de sí mismo. En él tan solo residirían unos pocos funcionarios y otros muchos trabajadores de Disney. El resto habría sido desplazo a las periferias, donde la tasa de desempleo rondaría el 60 por ciento. Las atracciones coparían los grandes bulevares y los edificios, que habrían cambiado sus nombres a Disney Belle Époque, Disney Bellas Artes o Disney Louvre. En la Sorbona, un monumento a la Universidad ofrecería una reconstrucción cibernética para mostrar cómo fue la vida universitaria, mientras que las verdaderas universidades también habrían sido desplazadas al arrabal. En aquel París ya nadie hablaría francés y sería la lengua inglesa la que se adoptaría como idioma universal de la marca turística.
Este París de Augé parece tan próximo que asusta. La feria no es tan diferente al turismo cultural de hoy: en ambos una ficha ofrece un viaje corto y mareante que permite escapar de una cotidianidad que agobia; que da la opción de buscar lo auténtico en un mundo lleno de falacias y falsedades como una forma de sacar la cabeza por encima de la vulgaridad. Poco le va a costar transcendentalizar lo trivial a una sociedad que, como ha dicho en alguna ocasión Manuel Delgado, ha trivializado sin ningún esfuerzo lo transcendente.
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Excelente. Profundo. Bellamente escrito. A la vez que tristísimo.Nos permite re pensar no sólo cuestiones vinculadas con el turismo cultural. Abre horizontes aunque resulten dolorosos.
P.d : Por suerte , AÚN , En esta mundo en el que vivimos , much@s de nosotros jamàs seremos manada.