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Arte contemporáneo
Ciao, artista
Los golosos mecenas de hoy pueden sacar un nombre y poner el imperio cultural a sus pies para devolverlo al andén más oscuro cuando haya pasado el susto de la novedad. El artista de cinco años Advait Kolarkar es hoy sinónimo de éxito.
Aunque utiliza colores cálidos en invierno y fríos en verano, la pintura representa su estado de ánimo. Es un alivio para su inagotable energía. Advait Kolarkar vende sus coloridos cuadros por miles de dólares y ha expuesto en Canadá, India y en la Artexpo de New York. Nació en 2014. Kolarkar tiene cinco años.
Hubo un art brut, un arte puro, en bruto, “reinventado por entero en todas sus fases”, que para Dubuffet nacía de las personas que no están en contacto con la cultura artística. Su definición ha variado mucho y muchos fueron también los errores de catalogación, además de correr el tiempo con unas cercas tremendamente volátiles. ¿Pero sería posible hoy, presente capitalizado por la imagen, no estar en contacto con la cultura artística?
Según sus padres, Advait comenzó a pintar a los ocho meses de edad. Los marchantes que golosean y salivan a su alrededor declaran que el niño posee un dominio innato del contraste. Un niño es puro y puede estar alejado de la cultura artística, al menos hasta que se vea rodeado de cánones educativos. La lógica nos dice que Advait podría ser incluido dentro de la definición de art brut, arte bravío, como también podría ser considerado obra de arte el monigote de brazos infinitos de los que los dedos cuelgan como las cintas en un árbol de deseos, o el garabato negro, intenso y anárquico, siempre propenso al psicoanálisis. Sin embargo, para Dubuffet el arte de un niño quedaba “un poco corto y un poco pobre”, además de condicionado siempre por la imitación.
De la imitación, los pueblos primitivos como artistas puros. Normalmente, la tradición limita la improvisación: se fabrica sobre un modelo preestablecido. Aunque hay algunas excepciones como la calidad de Lascaux, el objetivo del arte primitivo “es una buena ejecución, pero no la originalidad”, como escribe el crítico de arte y curador, Serge Fauchereau, en En torno al art brut. Fauchereau considera que, aunque primitivo, este arte contó con pocos artistas y muchos artesanos, de aquí el ejemplo de Lascaux.
El art brut se concibió como una forma de abrir el campo artístico a quien históricamente había sido excluido de este; como una forma de acercar el concepto del arte a alfombras más mundanas: “Aspiro a un arte que esté conectado directamente a nuestra vida corriente”, decía Dubuffet. No fue el único a lo largo de la historia que quiso desequilibrar la balanza que caía a favor de los valores antiguos, cuestionando la validez del proyecto de belleza que se venía dictando desde las fortalezas culturales. Dubuffet se negaba a aceptar que la fealdad estuviese presente en personas y objetos y nunca comprendió cómo los cánones artísticos de la hermosura cambiaban sin pudor de una época a otra. Según él, el art brut transformaba la belleza dirigida al deleite del espectador por otra más pragmática surgida de la espontaneidad. De esta forma se conseguía que la obra de arte hablase directamente y sin adornos de los pensamientos más profundos del artista.
Así es que los excluidos sociales casi por antonomasia fueron los enfermos mentales recluidos en instituciones psiquiátricas. ¿Cumplían ellos los requisitos del art brut? Depende. Fauchereau no descarta que los recluidos pudiesen haber tomado contacto anterior y/o durante su encierro con la cultura artística, la popular, la imagen. Y pone como ejemplo a Aloïse Corbaz, uno de los exponentes del art brut. Corbaz comenzó a pintar después de ser diagnosticada de esquizofrenia e internada por ello durante casi cincuenta años debido, cuentan en la asociación Aloïse, a un amor obsesivo hacia el emperador Guillermo II. Fauchereau aclara que la artista se inspiraba en un cuadro de Ingres y en las fotografías de las revistas del entonces.
Si Aloïse Corbaz comenzó a pintar una vez internada, también hubo quienes pararon en seco su labor artística y otros que continuaron con ella exactamente igual a como lo hacían antes. Entre las primeras, la escultora Camille Claudel, que trabajó en el taller de Auguste Rodin, participando en la elaboración de La puerta del Infierno. A Claudel le debemos la impresionante L'Age mûr, La edad madura, una escultura gigantescamente significativa. Entre los segundos, Ernst Josephson, por ejemplo, que siguió pintando al margen, eso sí, de todas las reglas académicas. De hecho, y a raíz de sus últimos trabajos, se le ha considerado como “un pionero modernista visual”, como escribe el crítico Arnold Weinstein en Northern arts: the breakthrough of scandinavian literature and art, from Ibsen to Bergman.
Vista la dificultad de creer en la lejanía con la cultura artística nos queda preguntarnos si cualquiera puede ser un artista. Hay toda una corriente de pensamiento a favor de la negativa que no tiene nada que ver con las capacidades personales, sino con que el artista de antaño haya dado paso al emprendedor y productor cultural. Todos podemos ser productores culturales. Con el arte de apropiación y la inagotable cantidad de imágenes presentes en cada esquina, la originalidad y las líneas de autoría se han difuminado hasta casi rozar el infinito, de modo que los bienes de cambio consiguen que un milímetro de diferencia respecto a otra obra sea algo novedoso. Para muestra, el libro de Austin Kleon, Roba como un artista, ha sido traducido a 27 idiomas. Extirpando la individualidad, esta forma de pensar no considera el plagio como algo nocivo para la cultura y utiliza el eclecticismo como excusa para todo.
Está de sobra demostrado que los artistas más famosos se han convertido en marcas comerciales. Quien hoy pretenda ser artista, productor, tendrá que dedicar más de la mitad de su tiempo a labores publicitarias, a embarrarse sin guantes en el fango del marketing y a salir pringado de difusión, presentación, mundo virtual, venta melodramática de su propia vida. Todo este trajín hace que en muchos casos el artista aspiracional, obligadísimo innovador, descuide su labor creativa y trabaje en función de la demanda del mercado. No hay profundidad en esto. Tampoco silencio. Nada. Es todo llanura. Y esta llanura, precisamente, es la que según Dubuffet distinguía al artista puro del cultural y justificaba su art brut: solo se puede crear en soledad y sin buscar el reconocimiento. Complicado.
La versión moderna, la que enfatiza que Rubens era un hombre de negocios, tira por tierra lo de la soledad y considera la obra de arte como una posproducción resultado ínfimo del proceso, que es lo que debería ser arte. La paradoja de todo esto es que tanto a Dubuffet como a las obras de art brut les fue imposible escapar de las garras del mercado, una vez fueron obligadas a salir de su clausura.
Entonces parece ser que hoy el artista es solo religión económica, el dios máximo sobre el que se asienta todo lo demás, aunque, como siempre ha sido, él no haya dado una pincelada o no haya echado el cemento de sus edificios. Por este mismo motivo, el arte más valioso es el del creador más valioso, pero ya no desde el punto de vista de su obra, sino en virtud del universo empresarial. Tenemos el caso del Salvator Mundi, el cuadro más caro del mundo que, tras una dudosa restauración, permanece oculto en el yate de un hombre muy rico. También tenemos el tembleque de pensar que su autor no fue Da Vinci, hoy convertido ya en esa marca comercial que más que una nacionalidad quiere consolidar economías particulares.
El nombre propio está en decadencia debido, sobre todo, a las opciones que da la tecnología, a la academización de lo moderno, lo innovador, lo emprendedor, a la freelancización de lo moderno, lo innovador, lo emprendedor. Cualquiera es productor cultural. Los golosos mecenas de hoy pueden sacar un nombre del metro y poner el imperio cultural a sus pies para devolverlo al andén más oscuro cuando haya pasado el susto de la novedad. Y no quedará para la historia de nada. Aun así, esperemos que la marca Advait Kolarkar llegue sana a los 18.