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Cine
De Frankenstein a Hellboy: la humanización de los monstruos en el cine
La creación de monstruos en el cine fue, en un principio, para tener un antagonista al que destruir para que llegara la paz. Desde hace unos años esta fórmula ha cambiado y aspira a que los papeles no estén tan claros.
Desde que el ser humano comenzó a fabricar historias, los monstruos han estado siempre presentes en su imaginario colectivo. Representan todo aquello que desconocemos, lo oculto y misterioso y, en ocasiones, reflejan el temor hacía lo diferente y extraño, hacia “el otro”. Era inevitable que el cine hiciera uso de esas criaturas que tanto evocan y, para ello, en no pocas ocasiones se inspiró en relatos ya creados, sobre todo en época del romanticismo, donde los monstruos habían cobrado un enorme protagonismo. Ese es el origen, por ejemplo, de las películas que la Universal realizó en los años 30 y 40, adaptando muy libremente relatos y novelas como Drácula, Frankestein o el moderno Prometeo, o las historias sobre hombres lobos.
El objetivo en estas producciones era causar terror, que el espectador se sintiese identificado con los protagonistas que debían hacer frente al horror y vencer a oscuros y salvajes monstruos, antítesis de todos los valores civilizados. Sin embargo, al mismo tiempo se creaban películas que, si bien quizás algo ingenuamente, planteaban la duda sobre lo qué era realmente un monstruo.¿Se trata de criaturas con características distintas a la mayoría de la población? Ahí está La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) para decir que no, que las deformidades o las diferencias físicas no deben generar rechazo, porque lo que de verdad debería asustarnos es el interior podrido y ambicioso de ciertas personas.
Pero, ¿y si el monstruo es un ser terrible que, de hecho, ha secuestrado a una chica y está destruyendo media ciudad? Bueno, tal vez haríamos bien en preguntarnos qué es lo que ha motivado a la criatura a comportarse así, pues, como ocurre en King Kong (1933 Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack), así como en sus múltiples adaptaciones posteriores, los culpables somos nosotros, los seres humanos que, cegados por la ambición y el escaso respeto hacia la naturaleza, hemos intentado convertir a Kong en un mono de feria, desatando el caos en el mundo civilizado.No obstante, en un mundo que se mueve entre el fervor nacionalista del periodo de entreguerras y la “caza de brujas” de los años 50, las películas que alababan lo distinto tenían pocas posibilidades de proliferar, y los monstruos malvados de la Universal y de la Hammer fueron los más abundantes en el periodo.
Habrá que esperar a los años 90 para que las cosas vuelvan a cambiar, con algún precedente notable en la década de los 80, como es El hombre elefante (David Lynch, 1980) o E.T. (Steven Spielberg, 1982).
Coppola trató de dar una nueva perspectiva del mito de Drácula con la película que dirigió en 1992 y, aunque añadió el nombre de Bram Stoker al título, lo cierto es que su obra no tenía nada que ver con la del literato. Nos encontramos aquí con una humanización absoluta del monstruo, pues el espectador pasa a identificarse con él, con su drama amoroso y con su turbulenta y sufrida existencia a lo largo de los siglos. Después le llegaría el turno al Frankenstein de Kenneth Brannagh (1994, también añadiéndole el nombre de la autora, Mary Shelley, a la película). En este caso el director busca ser lo más fiel posible a una novela que, ya de por sí, humanizaba a la criatura, convirtiéndola en un ser ingenuo y tierno, víctima del acoso y la incomprensión de los demás al verle diferente y creerle un monstruo. Desde entonces, esta senda ha ido ganando cada vez más y más adeptos. Por supuesto, no se han abandonado las películas de terror en las que los monstruos son seres siniestros a los que hay que abatir y cuya única misión parece ser la de hacérselo pasar fatal a los protagonistas. Pero lo cierto es que las películas en las que el monstruo adquiere una dimensión psicológica más compleja y, de hecho, pasa de ser el villano de la función al bueno de la misma son cada vez más abundantes. Por poner algunos ejemplos recientes podríamos citar a la pequeña vampira de Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008), con toda su inocencia e ingenuidad infantil, a la criatura de Un monstruo viene a verme (Juan Antonio Bayona, 2016), que busca ayudar y hacer madurar a un niño con bastantes problemas personales o muchas de las películas de Guillermo del Toro, como la saga Hellboy o su última producción, La forma del agua.
Esta evolución pone de manifiesto que una buena parte de la sociedad actual percibe lo diferente como algo positivo, a diferencia de lo que podía ocurrir en los años 30, 40 o 50. Pero, sobre todo, crea una tendencia hacia la integración de todos aquellos que son distintos, del “otro”, que no es visto ya como una amenaza a la que, por desconocida, se le atribuyen valores negativos, sino como una parte integrante y necesaria del mundo en el que vivimos.