Cine
Penny Marshall, la mujer de los 100 millones de dólares

A golpe de récords y con el apoyo de algunos de los actores más importantes de los años 90, la directora de cine Penny Marshall demostró que las mujeres también podían ser un imán para la taquilla. Aun así, no se libró de que su carrera quedase abandonada a su suerte cuando a Hollywood dejaron de interesarle sus historias.

Penny Marshall
Penny Marshall en la época de la serie “Laverne & Shirley”, comedia de finales de los 70 sobre la vida de dos compañeras de piso.
20 abr 2019 06:00

Hasta su fallecimiento en diciembre del pasado año, a la directora de cine Penny Marshall (Nueva York, 1943 – Los Ángeles, 2018) le formulaban la misma pregunta cada vez que la entrevistaban: todo el mundo quería saber por qué llevaba desde finales de 2001 sin estrenar ningún nuevo largometraje.

Por su parte, ella siempre contestaba que nadie le quería producir los guiones que tenía entre manos y estaba convencida de que sus películas jamás habrían salido adelante si las hubiera planteado en la actualidad. “No son de terror, no tienen vampiros ni accidentes de coche, tampoco superhéroes. Me gustan las historias agradables”, decía.

Lamentablemente, el cambio de siglo no la había tratado demasiado bien y tuvo que ver cómo Los chicos de mi vida (Riding in cars with boys, 2001) fracasaba en una taquilla post-11S en la que ya no había espacio para el tipo de cine que ella encarnaba. En respuesta a los atentados, Hollywood se adentró en unos estilos fílmicos más violentos y militarizados, y dio la espalda a ese cine con alma que le gustaba a Marshall en el que dominaba el poder de la comedia para conmover al público.

A partir de entonces, ninguno de sus proyectos logró tomar forma; algo que sucede frecuentemente con el trabajo de las mujeres de la industria, pues las carreras de muchas de ellas son abandonadas a su suerte cuando el mercado las considera obsoletas. Sin embargo, en la década de los 90 era impensable imaginar la cinematografía estadounidense sin Penny Marshall.

Cambiando las reglas del juego

Marshall era una cómica nata y su protagonismo en series como Laverne y Shirley (ABC, 1976-1983) la llevó a convertirse uno de los rostros más famosos de la televisión norteamericana. Fue allí donde pudo dirigir un puñado de episodios cuando el programa ya estaba más que asentado, y así confirmó que también quería contar historias.

Lo que no había previsto fue su salto repentino al mundo del cine, que tuvo lugar cuando Whoopi Goldberg necesitó ayuda para rescatar Jumpin’ Jack Flash (1986) del caos en el que se hallaba justo antes de empezar el rodaje. Cuentan que Penny Marshall entró a hacerse cargo del proyecto un par de días después de que su amiga le pidiera el favor, a pesar de no tener claro cómo se rodaba una película y sin estar segura aún de sus propias capacidades como directora.

Su generosidad y su habilidad para adaptarse a toda clase de situaciones complicadas caracterizarían una filmografía que se abrió paso ante el escepticismo inicial de un Hollywood que la vio, durante mucho tiempo, en relación a los hombres que la rodeaban, entre los que se encontraba su hermano, el también cineasta Garry Marshall.

No obstante, a ese primer intento, que bebía por completo de la experiencia de Penny Marshall con el formato de sitcom televisiva, le seguirían tres producciones que cimentaron una de las carreras más industrialmente relevantes por lo que significó para las mujeres del sector: Big (1988), Despertares (Awakenings, 1990) y Ellas dan el golpe (A league of their own, 1992) legitimaron a su directora con récords que todavía son recordados.

Marshall se convirtió en la primera mujer en recaudar más de 100 millones de dólares en la taquilla norteamericana con Big; fue tan solo la segunda en conseguir la nominación al Oscar a la Mejor película con Despertares; y Ellas dan el golpe sigue siendo la película sobre béisbol más rentable de la historia —además de un potentísimo trabajo de herstory con el que dio a conocer al público generalista la Liga Femenina Profesional de Béisbol— y fue elegida por la Librería del Congreso de los Estados Unidos para ser preservada como una obra indispensable de la cinematografía del país.

Aunque ese no era su objetivo y nunca quiso erigirse como ejemplo a seguir, Marshall le demostró a Hollywood que lo suyo no era solo una cuestión de contactos y que el cine dirigido por mujeres también puede atraer a todo tipo de espectadores y generar beneficios. Básicamente, cambió las reglas del juego y sus logros industriales desmontaron la falacia de la incapacidad de las mujeres para realizar relatos que funcionen; un argumento que muchos ejecutivos han mantenido siempre y ha condenado a las directoras a vivir en los márgenes del discurso mayoritario.

Sin embargo, entender el cine de Penny Marshall solo en relación a esos resultados se torna muy rápido en un arma de doble filo que contribuye a perpetuar la idea de la excelencia como único parámetro dentro del que las profesionales del sector pueden encajar para que se confíe en ellas y tengan igualdad de oportunidades. La tendencia a dejarlas entrar únicamente si prueban estar muy por encima de la media continúa hasta nuestros días y lleva a que no se les permita sufrir un traspiés —o crear un producto simplemente mediocre— si quieren seguir siendo contratadas.

Por otro lado, es un error asumir que la carrera de Marshall fue un camino de rosas o que los números fueron suficientes para que se librara de encontrar decenas de obstáculos durante el desarrollo de sus proyectos, incluso en los que le granjearon el éxito. Reducir la trayectoria de una directora a aquello que alcanza o deja de alcanzar en términos puramente de mercado, significando sus contribuciones según aquello que suponen para el resto de la industria, obvia que todo esto, en realidad, va de contar historias. Y es evidente que Penny Marshall sabía cómo hacerlo, pues, mientras tuvo cabida dentro del paradigma imperante en Hollywood, su cine funcionó como un reloj.

Aquello que podemos llegar a ser

Su profundo conocimiento de los mecanismos de la comedia y su destreza para ofrecer a sus actores el espacio que necesitaban la llevaron a sacar lo mejor de algunas de las caras más famosas de la época: Whoopi Goldberg, Tom Hanks, Robin Williams, Robert De Niro, Geena Davis, Danny DeVito, Denzel Washington y Drew Barrymore protagonizaron una filmografía construida sobre argumentos universales que intentaban apelar a públicos generalistas y nos adentraban en situaciones con las que resultaba sencillo identificarse: Jumpin’ Jack Flash planteaba qué pasaría si una persona completamente normal terminase metida en una red de espías intentando hacer cosas que le quedan un poco grandes; Big era el sueño de todo adolescente que quiere crecer demasiado deprisa para que le traten como a un adulto; Despertares confirmaba que cualquiera puede pasar su vida atrapado en un estado de letargo incapaz de formar parte de cuanto le rodea; Ellas dan el golpe pretendía hacernos ver que nadie tiene derecho a limitar nuestro espacio o nuestros sueños y no debemos avergonzarnos de nuestro talento; Un poeta entre reclutas (Renaissance man, 1994) nos alentaba a rechazar que el mundo nos defina a base de etiquetas, reduciendo nuestras oportunidades; La mujer del predicador (The Preacher’s Wife, 1996) buceaba en lo que puede suponer que perdamos la fe en nuestras habilidades y eso nos imposibilite ayudarnos a nosotros mismos o a los demás; y Los chicos de mi vida se metía de lleno en lo que sucede si otros deciden sobre los cuerpos de las mujeres y ellas terminan pagando las consecuencias.

A pesar de apostar en su mayoría por aventuras que pudieran interesarle tanto al público masculino como al femenino, Marshall no huyó de relatos definidos por el género de sus protagonistas, siendo Ellas dan el golpe y Los chicos de mi vida dos historias marcadas por la situación de las mujeres en una sociedad dispuesta a manejar y destruir su potencial y sus ambiciones a su antojo.

En la primera acompañamos a un variopinto grupo de mujeres —entre las que se encontraban desde Geena Davis hasta Rosie O’Donnell y Madonna— que solo tienen permitido jugar a béisbol a nivel profesional porque los hombres han ido a la guerra y alguien tiene que mantener a flote aquello hasta que vuelvan, pero para ellas es el sueño de sus vidas. Y en la segunda vemos cómo los planes de la futura escritora Beverly Donofrio se van al garete a causa de un embarazo no deseado en su adolescencia que la atrapa en un rol de madre que le resulta imposible de comprender y que todos esperan que acepte.

De esta forma, Marshall trabajaba sobre ideas fácilmente reconocibles por parte de la audiencia y hacía que sus películas pudieran tocarnos de una manera u otra al estar definidas por la empatía y girar en torno al potencial de las personas.

Si bien ella no guionizaba los largometrajes —contó con gente como Gary Ross, Steven Zaillian, Lowell Ganz y Nat Mauldin para ello—, desde el principio mostró un claro interés por personajes que anhelaban algo más en sus vidas y cuya realidad no les satisfacía o no estaba a la altura de sus expectativas. Esto la llevaba a dialogar sobre nuestras propias capacidades, aquello que podemos llegar a ser y, tal vez porque no hemos podido, no nos lo han permitido o no es aún nuestro momento, todavía nos resulta inalcanzable. Desear algo más allá de lo que su situación les proporcionaba estaba en el código genético de unos personajes que se metían de cabeza en unos mundos que no entendían en absoluto pero que quizá les ofrecerían la oportunidad de terminar siendo aquello que tanto esperaban.

Entrar en esa otra realidad a la que daban el salto voluntariamente o a través de alguna decisión imposible de evitar —en muchos casos, buscando ayudar a alguien— los hacía destacar frente a la multitud gris y aletargada que parecía poblar ese nuevo entorno, y era el recurso al que Marshall más se agarraba para dar rienda suelta a la comedia. Así se especializó en contar emotivas historias de peces fuera del agua que no querían resignarse a ver la vida pasar y dejar que esta los arrollase, sino que lograban transformarse, aunque fuese de manera momentánea, en algo diferente a lo que siempre habían sido, y permitía a los espectadores imaginar que ellos mismos podrían ser lo que se propusieran.

Penny Marshall compartía ese carácter inconformista y su filmografía es testimonio de la lucha por ser la clase de directora que ella deseaba. No debe, en ningún caso, menospreciar su obra por estar ante películas feel good destinadas a que todo el mundo pudiera pasar un rato agradable —un género tradicionalmente infravalorado a nivel fílmico—, pues ella sabía qué tipo de relatos quería contar y cómo quería hacerlo y no permitió que Hollywood la transformase en algo que no era para poder seguir trabajando; prefirió alejarse del mundo del cine antes que realizar el tipo de largometrajes que demandaban quienes miraban su trabajo como si estuviera ya totalmente obsoleto.

“Hice reír a la gente y les conmoví de alguna manera. Ese es mi legado”, decía, y creía que las historias eran lo más importante, no los números ni las tendencias impuestas por el mercado.

Tan solo volvió cuando otro amigo le pidió ayuda, como ocurrió con su primera película: al jugador de la NBA Dennis Rodman le urgía que se encargara del rodaje de Rodman, un documental sobre su vida que había sido paralizado y con el que ya no sabían qué hacer, y ella aceptó.

Si bien no le dio tiempo a terminarlo antes de fallecer, parece que el estreno está previsto para este 2019, 18 años después de Los chicos de mi vida. Así, la carrera de Penny Marshall acabó igual que comenzó, echándole una mano a un amigo que la necesitaba y sin preocuparse de si Hollywood la quería allí o no.

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