Cine
‘Alien: Romulus’, el sueño de la corporación produce monstruos remezclados

El filme de Fede Álvarez es un ejemplo de ‘blockbuster’ referencial que mantiene una relación algo confusa con las obras que la preceden.
Alien Romulus
Fotograma de ‘Alien: Romulus’.
20 ago 2024 12:30

¿Hay que poner nombre a la cosa para poder estudiarla? Porque uno de los elementos característicos de Alien: Romulus es la dificultad para calificarla en relación con las obras previas de su universo cinematográfico. Es una secuela, porque recoge los acontecimientos mostrados en la emblemática Alien. A la vez, desprende aires de reboot y un fuerte aroma a remake, dadas sus similitudes considerables (buscadas, conscientes y subrayadas en la construcción narrativa, en el lenguaje visual y en la banda sonora) con la obra original de Ridley Scott, aunque estas categorías no encajen con su naturaleza de secuela.

Esta es una dinámica del audiovisual corporativo reciente y sus sagas cinematográficas en recomposición perpetua: una cierta dificultad para explicar qué lugar ocupa cada obra en relación con sus predecesoras. Véase la práctica de generar secuelas ‘cuánticas’ que reconocen continuidades a la carta, como Terminator: destino oscuro (que conectaba con Terminator y Terminator 2 mientras ignoraba el resto de filmes) o Halloween (que solo asumía la existencia de La noche de Halloween).

‘Alien: Romulus’ es un producto relativamente clásico de un contexto industrial marcado por la aplicación por parte del audiovisual corporativo de las estrategias comerciales desvergonzadas del cómic superheroico: generación incansable de productos derivados, de cruces de franquicias, de reinicios y lo que haga falta

En el caso de Alien: Romulus, su ubicación cronológica facilita las cosas. Que el resto de secuelas suceda posteriormente permite que se las pueda ignorar (aunque puedan verse ecos de imágenes o situaciones presentes en ellas) sin que eso suponga expulsarlas del canon. Alien: Romulus es un producto relativamente clásico de un contexto industrial marcado por la aplicación por parte del audiovisual corporativo de las estrategias comerciales desvergonzadas del cómic superheroico: generación incansable de productos derivados, de cruces de franquicias, de reinicios y lo que haga falta.

Sus responsables no se lanzan (o no se despeñan) por abismos desatadamente metanarrativos, pero sí que incluyen bastantes referencias de reconocimiento a las obras previas. El resultado tiene un cierto aspecto de remezcla musical. De encargo que parte de una obra preexistente, pero que se toma unas cuantas libertades con esta. Las remezclas no son lo mismo que la canción que las origina, pero considerarlas una obra nueva también suele generar algunas dudas. Alien: Romulus es una obra nueva, aunque a ratos parezca una versión repleta de sámplers. Aunque sus nuevos personajes, extraídos del ciberpunk que escenifica desigualdades sociales extremísimas y explora la ética de la inteligencia artificial, parezcan instrumentos para unir los puntos: las citas visuales y musicales, con temas y situaciones de Alien o Prometheus. Quizá no importa. Al fin y al cabo, unas cuantas películas ampliamente admiradas se han construido de maneras poco recomendables. Cantando bajo la lluvia, por ejemplo, fue un encargo llevado a cabo para rentabilizar un antiguo repertorio de canciones.

El pasado es un recurso que explotar

Como la Rey de Star Wars: el despertar de la fuerza, los protagonistas de Alien: Romulus quieren saquear las ruinas de los filmes que les precedieron. Son un grupo de jóvenes que ejercen de esclavos de facto: su tiempo pertenece a la corporación Weyland-Yutani, que rige los destinos de la colonia extraterrestre donde viven. Sometidos a la lógica del no future (ciber)punk, intentan recuperar de una estación espacial a la deriva unas cápsulas de hibernación que les permitirían viajar hasta una colonia libre.

Usar el reciclaje como punto de partida de la resurrección de una saga tiene algo de chiste posmoderno. Otras secuelas lejanas han incorporado autoconsciencias y guiños semejantes. Scream VII incluía una museificación literal del legado narrativo previo: algunas de sus escenas tenían lugar entre los pasillos de una colección de armas, máscaras y vestidos empleados en los crímenes mostrados en las películas anteriores. La superheroica The Flash daba a sus personajes la posibilidad de llevar a cabo una especie de visita turística, mediante viajes en el tiempo por el multiverso de la ficción, a las aventuras fílmicas que habían protagonizado previamente los justicieros de DC Comics.

Aunque haya guiños al fan ‘conocedor’, Alien: Romulus suele mantenerse dentro de los límites de la secuela clásica (enrarecida por esa atmósfera de secuela-remake). No asume la inflación de metareferencialidad que se percibe en The Flash o en otras obras especialmente estridentes en su regurgitación de propiedades intelectuales de la cultura pop. Space Jam: una nueva era o Deadpool y Lobezno, por ejemplo, ejemplifican una especie de blockbuster asumidísimamente cínico y metacínico. Parecen una emanación audiovisual de ese capitalismo rentista, insaciablemente extractor de riqueza a través del aprovechamiento de sus propiedades, del que habla el economista Guy Standing.

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Ya sucedía en Barbie: la misma corporación se sitúa en la narrativa a través de parodias blandas que normalizan su codicia. La premisa de Deadpool y Lobezno es una elaboración en clave sci-fi de los efectos de la absorción corporativa de Fox por parte de Disney. Disney pasó a poseer una serie de licencias de personajes de Marvel Comics que permanecían fuera del universo fílmico desplegado a través de Marvel Studios. En la película, los personajes protagonistas de Blade o Elektra esperan su eliminación en un limbo ‘madmaxiano’. Las autoridades del tejido espacio-tiempo de la ficción (o de la continuidad narrativa de Marvel Studios, en el mundo real) deben poner orden a través de la eliminación de las versiones obsoletas de estos héroes (y propiedades intelectuales).

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Los personajes de Deadpool y Lobezno protestan, aunque no reclamen su derecho a existir. En un gesto de resignación, de vasallaje, reclaman simplemente su derecho a desaparecer heroicamente. El artefacto puede recordar a clásicos de la metaficción cuyos personajes interpelan a sus creadores. Como la novela Niebla, del escritor Miguel de Unamuno, en versión posmoderna. En Deadpool y Lobezno, la corporación sustituye a Dios como entidad que crea destinos. Y todos somos soldados prescindibles al servicio del capitalismo y de la extracción del valor de las propiedades (intelectuales o no). Así que el punto de partida daría para una crítica del presente, pero no hay rastro de eso, ni tampoco de la angustia existencial y teológica unamuniana, sino una mascletá recreativa con tono de farsa.

El filme de Shawn Levy sirve de símbolo de una cultura pop que parece al borde del colapso, pero que genera rendimiento económico mediante su aparente desmoronamiento. Por el camino, ese blockbuster metacínico apenas mantiene contactos con nada remotamente parecido a la experiencia humana (más allá del deseo del protagonista, más egocéntrico que desinteresado, de hacer cosas que importen). De alguna manera, simboliza la incapacidad característica de la cultura posmoderna para alcanzar una seriedad que no parezca paródica (o autoparódica, o metaparódica), para tratar experiencias como el envejecimiento o la muerte sin una risita irónica de superioridad. Una sensación de superioridad que no deja de conectar paradójicamente con esa impotencia fundamental que, según autores como el desaparecido crítico cultural Mark Fisher (Deseo postcapitalista), forma parte de la vida en la cultura posmoderna y su ‘realismo capitalista’ (ya se sabe: no hay alternativa, así que no podemos cambiar nada, apenas hacer nada).

Recoge el guante de ‘Alien’ en su toma de partido por los trabajadores, considerados prescindibles por la razón corporativa del lucro y la ventaja competitiva, aunque su misma producción recaiga en Disney, incluya subcontratas infinitas y recabe beneficios fiscales de cuatro países diferentes

En un lugar diferente, no necesariamente mejor, se sitúa Alien: Romulus. Envía las correspondientes señales de gratificación y reconocimiento simbólico al público ‘conocedor’, pero su relación con el mundo de los espectadores y con la figura jurídica de la corporación es más clásica. Recoge el guante de Alien en su toma de partido por los trabajadores, considerados prescindibles por la razón corporativa del lucro y la ventaja competitiva, aunque su misma producción recaiga en Disney, incluya subcontratas infinitas y recabe beneficios fiscales de cuatro países diferentes.

Como en el caso de la saga Resident evil y tantos otros ejemplos del audiovisual corporativo sobre empresas malvadas, el empeño puede verse como cínico o como una pequeña transgresión permitida. Alien: Romulus quizá está más apegada a la experiencia humana que obras como Deadpool y Lobezno, pero no demasiado. Quizá por su aspecto de ejercicio de corta y pega, de montaje con piezas preestablecidas. Quizá, también, por las mismas dinámicas de producción, filmación y montaje del blockbuster contemporáneo, que dificultan que las escenas de interacción entre personajes desprendan el aire de autenticidad grupal del original.

Alien: Romulus no conjura ese clima obrero más o menos cotidiano de una película emanada de la cultura de los años 70, sino que conecta más con el tremendismo pulp del ciberpunk mainstream, tan apocalíptico y a la vez tan profundamente integrado (¡es el realismo capitalista, amigo!), de las décadas siguientes.

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Ridley Scott, el alien y los camioneros del espacio

La historia de Alien, la película dirigida por Ridley Scott de cuyo estreno se cumplen 40 años, es la de un proyecto en el que muchas cosas fueron como se deseaba.

El coguionista y director Fede Álvarez (Evil dead) no lo compensa mediante la aportación de elementos habituales en sus incursiones previas en Hollywood. Parece querer preservar esa cierta mezcla de terror y acción que caracterizó a Alien, pero la mezcla se decanta más claramente hacia la acción. Porque ya conocemos al monstruo, porque el cine comercialísimo actual tiende a una velocidad superior, etcétera.

Aun así, Alien: Romulus raramente desprende la fisicidad ni la intensidad de otras obras del realizador, quizá porque el cineasta uruguayo tiene que pilotar un transatlántico como la franquicia generada alrededor del xenoformo diseñado por H. G. Giger. Los transatlánticos no son muy manejables, y la inercia a la que están sometidos es poderosa. La obra de Álvarez no honra a Alien en un punto simbólicamente relevante. Uno de los guionistas del filme original, Dan O’Bannon, afirmaba que había querido subvertir la erotización del cuerpo femenino sufriente en el terror audiovisual. La apuesta de O’Bannon no dejaba de ser androcéntrica, porque sustituía el ‘regalo’ a la mirada masculina heterosexual por una exploración incómoda del pánico masculino a ser penetrado. Alien: Romulus, en cambio, se alinea con el horror ginecológico de enseñar cuerpos femeninos violados e imaginar partos monstruosos, como otras problemáticas explotaciones de la obra original (caso de Inseminoid o la extrañamente perturbadora Xtro). Así que la película vuelve a tener su heroína (o final girl) de acción, pero esta se mueve en el terreno de juego de siempre. En este aspecto, puede interpretarse como una muestra de eso que la filósofa Nancy Fraser (Capitalismo caníbal) denomina neoliberalismo progresista: reconocimientos simbólicos que no incorporan cambios de fondo, o que incluso pueden incluir regresiones.

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El monstruo de ‘Alien’ y el horror ginecológico

El guionista del clásico de Ridley Scott quiso hacer sufrir al público del cine de terror de la época, aparentemente gozoso de contemplar sufrimientos de ficción impartidos en carnes femeninas, con dos escenas de violación fantástica de cuerpos masculinos. La resaca llegó en forma de imitaciones que daban nuevas formas a viejas inercias.

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