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Paulatinamente, y protegidos por nuestras mascarillas, volvemos a los cines. Nos reapropiamos del acto de ver películas junto a otras personas en salas oscuras sin tener claro cuánto durarán las precauciones ni si este hiato será el último. Hay personas para las que ir al cine es tan necesario como respirar, e incluso podríamos decir que, a veces, respirar pasa por ir al cine.
Ni las plataformas de VOD ni los generosos esfuerzos con los que particulares e instituciones han compartido en la red material audiovisual de todo tipo sustituyen del todo el embrujo de la pantalla grande. Hace algunas semanas, las redes se llenaron de comentarios de toda índole a raíz de la tan cuestionable como sobredimensionada decisión de HBO Max de retirar de su catálogo Lo que el viento se llevó para luego volverla a subir junto a un par de vídeos explicativos. Quizá, alejándonos del ruido, podríamos preguntarnos también sobre cómo llegan a nosotros las películas e imaginar, incluso ensayar, otras formas de juntarnos para verlas que desafíen la hegemonía de unas plataformas cada vez más presentes en nuestras vidas.
Una de estas formas podrían ser los cineclubes. “Esta situación nos obliga a replantearnos qué significa y qué diferencias tiene el hacer las cosas en grupo, presencialmente”, reflexionan, a propósito de estos tiempos extraños, desde el Cineclube de Compostela. Empezó en 2001 como asociación universitaria, en la Facultad de Periodismo de la USC, y funcionó durante algunos años como un cineclub más, hasta que la escasez de copias disponibles y algunas trabas burocráticas hicieron que el proyecto virara: apostaron por la autogestión, empezaron a proyectar copias descargadas de la red y se asociaron al proyecto de activismo cultural de A Gentalha do Pichel, donde siguen quince años después, aunque la crisis sanitaria ha impuesto un parón. “La profundidad que ganó nuestra programación fue inmensa —recuerdan—, pero nos obligó a mejorar nuestra propuesta, desarrollar otros modelos de comunicación con el público y nos situó en una posición dentro del tejido asociativo muy interesante políticamente”.
El último filme que se vio en el Cineclube fue Las zapatillas rojas de Michael Powell y Emeric Pressburger. Programan teniendo en cuenta lo que sucede, y lo que no, en las otras pantallas de la ciudad. “Con la irrupción del Novo Cinema Galego invitamos a varios cineastas a enseñar sus películas, por falta de otros espacios que las ofreciesen. Poco a poco la llegada de estas películas a festivales y a las salas hacen que esto ya no sea tan necesario”.
El Cineclube de Compostela ha tejido sinergias con otros espacios autogestionados de la ciudad y coorganizado ciclos con la CUT (Central Unitaria de Traballadores/as) o la Rede Feminista Galega
Su vocación abiertamente política los ha llevado también a tejer sinergias con otros espacios autogestionados de la ciudad y coorganizar ciclos con la CUT (Central Unitaria de Traballadores/as) o la Rede Feminista Galega o a participar en las asambleas del 15M y en otras luchas. También colaboran con festivales como Curtocircuito. Las personas responsables del Cineclube preparan o traducen al gallego textos que acompañan las películas que proyectan, y han editado varias publicaciones.
Por la misma época en la que el Cineclube empezaba a andar, en 2002, el municipio cacereño de Jaraíz de la Vera, que hoy cuenta con algo más de 6.000 habitantes, estuvo a punto de quedarse sin cine. El Ayuntamiento, que se encargaba de proyectar películas en la única sala de Jaraíz, el Avenida, decidió interrumpir la actividad al no considerarla rentable. Tras un año sin proyecciones, un grupo inicialmente muy reducido de vecinos planteó la posibilidad de encargarse ellos mismos del cine, de forma autónoma, manteniendo instalaciones y operarios. “Es decir”, cuenta Marc Vicente, uno de los responsables de lo que pronto pasaría a llamarse Cine Club El Gallinero, “hacer desinteresadamente el trabajo que se suponía debía hacer el ayuntamiento, que lógicamente lo vio con buenos ojos y aceptó”.
Sin más apoyo inicial que la cesión del espacio, y con el dinero que aportaron 80 socios, se pusieron a trabajar para traer a Jaraíz, en versión original subtitulada, una parte de la cartelera que entonces apenas llegaba ni siquiera a los videoclubs. “Y ojo —apostilla Vicente—, hablamos de películas que algunos considerarían demasiado mainstream: Woody Allen, Tarantino, Haneke, los Coen, Nolan, Park Chan-wook, Campanella, Angelopoulos…”.
Antes que traer filmes menos convencionales, la prioridad de entonces era que siguiera habiendo cine en la zona. Dieciocho años y más de quinientas proyecciones después, tras promover la obligada transición al digital del cine Avenida, en El Gallinero ya piensan en retomar la actividad en septiembre, diseñando un protocolo en previsión de posibles rebrotes del covid-19. Durante la temporada que concluyó abruptamente en marzo, se proyectaron en Jaraíz películas como la estupenda O que arde, del gallego Oliver Laxe. Antes de cada filme, se proyecta un cortometraje.
Por el camino, que no ha sido siempre plácido, han mejorado su relación con las instituciones (desde hace algunos años reciben subvención de la Junta) y no han escatimado energías en abrirse al exterior, colaborando con la Filmoteca de Extremadura y con muestras como el Youth Film Fest de Plasencia o el FanCineGay, del que son sede oficial, además de participar en proyectos de educación audiovisual y organizar charlas y proyecciones para colegios e institutos. Vicente habla de una cierta responsabilidad para con los demás: “Nos debemos a una especie de altruismo hipocrático, como ciudadanos, para difundir la experiencia colectiva en la sala, propiciar el pensamiento crítico y contribuir a intentar crear un mundo mejor a través del cine”.
“Al final —dice Marc Vicente de El Gallinero—, lo que tenemos entre manos es un pequeño laboratorio de democracia y retórica dialéctica, no exento de complejidades pero muy saludable”
Tanto El Gallinero como el Cineclube de Compostela funcionan de forma asamblearia, invitando a quien quiera a participar y asumiendo las ventajas e inconvenientes de ese modelo. “Somos una asociación sin ánimo de lucro, nadie cobra por ninguna labor que tenga que ver con la programación regular, lo que hace que sea difícil que podamos estar todos a la vez, siempre falta alguien”, comentan desde la asamblea del Cineclube. Marc Vicente rememora años de discusiones que podían llegar a ser frustrantes, y concibe la asamblea como un aprendizaje constante en el que se precisa un cierto equilibrio que haga funcionar las cosas. “Al final —dice—, lo que tenemos entre manos es un pequeño laboratorio de democracia y retórica dialéctica, no exento de complejidades pero muy saludable”.
Si algo debería ser inherente a un cineclub es la idea de la proyección no como un mero consumo de imágenes, sino como un encuentro entre personas que abra senderos y reflexiones. Así piensan en el Cineclube: “Compartir un espacio común con el público es esencial a nuestra actividad. Más allá de ciertos fetichismos con la gran pantalla, es un hecho que no es lo mismo el visionado de películas en solitario que acompañado de gente”.
También en El Gallinero son conscientes de la importancia del contacto con el público, y además de introducir brevemente cada filme, exploran formas creativas de propiciar la conversación: “Tengo en mente una especie de ambigú de bar en el que uno habla a todos pero el resto no necesariamente escucha, o tal vez un roast de debate fílmico, siempre dentro de un ambiente distendido en el que nadie se sienta obligado ni a participar ni a responder”, sugiere Marc Vicente.
Originalmente concebidos para poner en valor un arte cinematográfico que en las dos primeras décadas del siglo XX era mayoritariamente considerado una atracción de feria, la historia de los cineclubes todavía está por escribirse. Iniciativas como Proyecciones Grieta en Barcelona o la inspiradora experiencia del madrileño Cine Club Chantal, en la que cualquier persona puede programar, certifican que el cine también vive fuera de la cartelera convencional. Chantal organizó varias sesiones online durante el confinamiento, igual que el cineclub argentino La Quimera, rompiendo una barrera geográfica que permitió, por ejemplo, descubrir desde nuestras casas un filme tan hermoso como Sueños de hielo, del chileno Ignacio Agüero, y asistir después a una breve charla con su director.