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Carta desde Europa
Entre la espada y la pared
Alemania, entre dos aguas: Estados Unidos y Francia empujan en direcciones opuestas para que la potencia centroeuropea incremente su gasto militar.
Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
El presidente Biden todavía no ha tomado posesión de su cargo y, sin embargo, los suspiros de alivio en la sociedad política educada de Europa son ensordecedores: ¡quien sea excepto Trump! En Alemania, donde la gente siempre tiene una idea firme sobre quienes deben ser o no ser elegidos por otros, el 95 por 100 se regocija de que Trump haya salido de escena. Obsérvese, sin embargo, que si bien Trump puede haber dejado de ser el presidente de Estados Unidos, existe una alta probabilidad, a no ser que vaya a la cárcel, pero quizá incluso en ese caso, de que continúe ejerciendo una poderosa presencia como líder de una formidable oposición desleal en el país.
En cualquier caso, confiando en la vuelta de los buenos viejos días de la hiperglobalización y esperando que el “populismo” se disuelva en la noche, los políticos europeos se embelesan con felices “narrativas” sobre la gobernanza global multilateral sometidas a reglas en el viejo buen orden liberal internacional, y ello en un momento en que el próximo presidente estadounidense podría recibir el Premio Nobel de la Paz concedido como muestra de agradecimiento por ocupar su cargo, hecho que conjuraría un pasado que nunca fue en un desesperado intento de convertirlo en un futuro que jamás será.
Alemania está dispuesta a comprometerse, no ella únicamente, sino Europa también, con la estrategia antirrusa tan preciada para el establishment militar estadounidense
En la primera fila de tal esfuerzo se encuentran los alemanes, en Berlín y en Bruselas, donde Frau von der Leyen trabaja sin descanso para expresar su entusiasmo transatlántico. Incluido en sus cartas de amor a Washington se encuentra un misterioso regalo tempranero: la promesa de que “los europeos” compartirán a partir de ahora una “cuota mayor” de la “carga común” y aceptarán asumir una mayor “responsabilidad” para ellos mismos y para “Occidente”.
¿De qué carga se trata? ¿De qué responsabilidad estamos hablando? ¿Qué “hemos” dejado de hacer correctamente en el pasado que sí “haremos” en el futuro, ahora que el mal presidente es sustituido por el buen presidente? Aquí está en juego el compromiso de los Estados miembros de la OTAN de elevar su gasto de “defensa” hasta el 2 por 100 de su PIB respectivo. La promesa, hecha en 2002, un año después del 11-S y dos años después del ascenso de Putin al poder en Rusia, fue renovada durante la presidencia de Obama (¡y Biden!) en 2015 y el fracaso a la hora de cumplirla constituyó la médula de la retórica desplegada por Trump contra la OTAN. Dado que Francia y el Reino Unido siempre han gastado más del mencionado 2 por 100, por no hablar de Estados Unidos, esta demanda se dirigía esencialmente a Alemania, país en el que el gasto de defensa se situaba y todavía se sitúa entre el 1,1 y el 1,3 por 100 del PIB. Los alemanes, con independencia del lugar en que se sitúen en el espectro político, die Linke no incluida, confían en que si los miembros europeos de la OTAN, sobre todo Alemania, enmiendan su comportamiento, Estados Unidos, bajo la presidencia de Biden, redescubrirá su amor por Europa y las relaciones transatlánticas volverán a ser de nuevo de paz, amistad y abundancia.
Satisfacer el objetivo del 2 por 100 se hace más fácil y más difícil con el coronavirus: más fácil, porque dado el declive del PIB el gasto constante en defensa se antoja que creciera; más difícil, porque tras el coronavirus los Estados precisarán el poco dinero público no utilizado para reconstruir sus economías y sus sociedades. La esperanza radica en que el encantador Joe, a diferencia del malvado Donald, tome las buenas intenciones por hechos y se contente con menos. A cambio, Alemania está dispuesta a comprometerse, no ella únicamente, sino Europa también, con la estrategia antirrusa tan preciada para el establishment militar estadounidense, para el ala clintoniana del Partido Demócrata y para el ala bushiana, si es que todavía existe, del Partido Republicano. (Una de las razones por las que los militares odiaban a Trump era porque intentó, en sus torpes maneras, concluir la confrontación con Rusia).
Esa estrategia consiste en mantener a Rusia bajo presión constante mientras se procede a la ruptura de su cordon sanitaire y se absorbe a sus países vecinos en alianzas occidentales entre las que se cuenta la Unión Europea. Ello incluye anclar a Polonia y a los Balcanes firmemente en el campo occidental y atraer también a Ucrania (recordemos al hijo de Biden, llamado Hunter, quien durante un breve periodo se sentó en el consejo de administración de una compañía energética ucraniana, percibiendo por ello la respetable cifra de 50.000 dólares mensuales si bien no tenía ni tiene la más remota idea sobre asuntos energéticos). A la postre, una vez que Putin haya abandonado la escena, Rusia misma puede abrirse a “Occidente”, como parecía que iba a suceder antes de que Putin se impusiera a Yeltsin, el favorito estadounidense. Si ello funcionará o no está, por supuesto, lejos de estar claro, al igual que no lo está la capacidad de Alemania para cumplir con los recursos económicos requeridos para construir su propio ejército; en 2019, antes del coronavirus, la estimación oficial de la consignación presupuestaria asignada por el ministro de Defensa contemplaba un incremento hasta llegar al 1,5 por 100 del PIB en 2025, mientras que el ministro de Finanzas contemplaba su reducción (¡!) al 1,26 por 100 del mismo en 2023.
Francia ha deseado durante mucho tiempo que Europa haga las paces con Rusia, ya que así tendría las manos libres en África para librar sus guerras contra el “fundamentalismo islámico”
La oferta de Alemania a Biden, graciosamente hecha en nombre del conjunto de Europa, no está exenta de riesgos. Si Alemania satisface el objetivo de dedicar el 2 por 100 de su PIB a gastos de defensa, su presupuesto militar superaría aproximadamente en un 40 por 100 al gasto actual efectuado por Rusia por ese mismo concepto. Para igualar ese volumen de recursos invertidos por Alemania Rusia debería gastar no menos del 3,8 por 100 de su PIB. Recordemos la observación realizada por Obama, inmediatamente rechazada, en una conferencia de prensa concedida en 2014: “Rusia es una potencia regional que amenaza a algunos de sus vecinos no por exceso de fuerza, sino por exceso de debilidad”. Desde que Alemania firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear en 1965, todo nuevo gasto militar del país debe limitarse a las fuerzas convencionales del tipo que importan en una guerra terrestre. (La memoria rusa de los tanques alemanes aproximándose a Moscú es tan vívida como la de los tanques alemanes llegando a París). La superioridad convencional alemana podría estimular a los países vecinos de Rusia a aproximarse a Occidente, como hizo Ucrania, a lo cual Rusia contestó (re)apropiándose de la península de Crimea. De otro modo, la respuesta rusa al incremento de las fuerzas militares convencionales alemanas únicamente puede consistir en el fortalecimiento de su fuerza nuclear disuasoria, lo cual de hecho ya está sucediendo.
El país más amenazado por este escenario sería la Alemania no nuclear. A cambio de su renuncia a las armas nucleares, Estados Unidos prometió en la década de 1960 colocar al país bajo la protección del paraguas nuclear estadounidense. El eventual cumplimiento de tal promesa en caso de una confrontación europea siempre fue objeto de preocupación para los gobiernos alemanes y más que nunca durante el gobierno de Trump. Para tranquilizar a Alemania, Estados Unidos instaló bombas nucleares en territorio alemán (un tipo de tranquilidad realmente tranquilizante, podríamos decir; nadie, ni siquiera el gobierno alemán, sabe cuantas son y dónde están localizadas) más aproximadamente 40.000 efectivos organizados como fuerza de respuesta rápida para el caso de que los rusos procedieran a atacar a Alemania. (Trump procedió a trasladar algunas de ellas a Polonia, lo cual preocupó enormemente al gobierno alemán). Además, Alemania persuadió a Estados Unidos para que permitiera a sus bombarderos, construidos y vendidos en este país, transportar bombas nucleares con destino a Rusia en caso de que las cosas se pusieran realmente feas, lo cual se efectuaría, por supuesto, únicamente bajo mando de la OTAN o estadounidense, que es lo mismo. A cambio, Alemania está dispuesta a vivir con una Rusia cada vez más nerviosa ante el cercamiento occidental.
¿Existe una alternativa para Alemania y Europa? Francia, como Estados Unidos, quiere que Alemania se rearme hasta el límite del 2 por 100 de su PIB (únicamente con armamento convencional obviamente) no en nombre de la armonía transatlántica, sino en pro de lo que llegará a ser el “ejército europeo”, idea extrañamente popular entre los liberales de izquierda alemanes. Francia ha deseado durante mucho tiempo que Europa haga las paces con Rusia, ya que así tendría las manos libres en África para librar sus guerras contra el “fundamentalismo islámico” y para proceder a su aprovisionamiento de tierras raras y otras materias primas.
La idea es que las tropas europeas, esto es, básicamente alemanas, colmen el vacío de fuerzas convencionales del arsenal francés generado por el alto coste de su armamento nuclear. Desdeñando a la OTAN e intentando el acomodo con Rusia, Trump de algún modo era funcional para este diseño razón por la cual las congratulaciones francesas a Biden se antojan menos entusiastas que las alemanas. Con su asiento en el Consejo de Seguridad y su fuerza nuclear –activos que en ningún caso serán compartidos con Alemania o con “Europa”– Francia se siente lo suficientemente fuerte para construir Europa como una tercera fuerza global capaz de rivalizar tanto con China, como con Estados Unidos, en este escenario reducido a una potencia muy mermada. Alemania, por su parte, espera que Biden le ahorre la elección entre Escila y Caribdis, permitiéndole amablemente permanecer bajo la protección militar estadounidense sin tener que, de algún modo, enemistarse con Francia y, por consiguiente, erosionar la “integración europea” bajo hegemonía alemana. Tan solo hace unos días, el pasado 16 de noviembre, Macron atacó al ministro de Defensa alemán y a la propia Angela Merkel en una entrevista concedida al periódico digital Le Grand Continent con una agresividad sin precedentes por no sostener su llamamiento en pro de la “soberanía estratégica europea”, esto es, a todos los efectos la soberanía estratégica francesa.
Es urgente que el resto de Europa –y en particular la izquierda europea– piense la manera de evitar que sus intereses nacionales vitales queden subordinados bien a unos Estados Unidos que han dejado de estar unidos o a una nueva ronda de viejo aventurerismo imperialista francés, ahora disfrazado de europeo, en África (¿recuerdan Libia?) y en Oriente Próximo.
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