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Análisis
El diferencial de la muerte
No hay injusticia más espantosa, más definitiva, más irremediable, que la desigualdad en la esperanza de vida: una forma de discriminación por la que se roban años, a veces décadas, a la mayoría para dárselos a unos pocos elegidos por mor únicamente de su riqueza y clase social.
De hecho, la forma más importante de «distancia social» impuesta por la pandemia no fue espacial, ni una cuestión de metros, sino la distancia temporal existente entre ricos y pobres, entre los que pudieron escapar a los peores efectos del virus y aquellos cuyas vidas se vieron acortadas por él. La modernidad estableció un abismo biopolítico —un distanciamiento social de la muerte— que se amplió y se acentuó con la crisis de la Covid-19. Así lo demuestran innumerables estudios realizados en diversos países. Por ejemplo:
En este análisis retrospectivo de 1.988.606 muertes registradas en California entre 2015 y 2021, la esperanza de vida disminuyó de 81,40 años en 2019 a 79,20 años en 2020 y a 78,37 años en 2021. Las diferencias de esperanza de vida registradas entre los distritos censales respecto a los percentiles de ingresos más altos y más bajos aumentaron de 11,52 años en 2019 a 14,67 años en 2020 y a 15,51 años en 2021.
Que la pandemia redujera la esperanza de vida (en 2,7 años) es una tautología, pero que la diferencia de esta entre ricos y pobres aumentase en cuatro años (de 11,52 a 15,51 años) no estaba prescrito por ningún médico. ¿O tal vez sí? En realidad, la pandemia no ha hecho sino acelerar una tendencia inscrita en la evolución de nuestras sociedades.
Muchos debates políticos y científicos se basan en cálculos de la esperanza de vida al nacer, pero si bien este criterio es válido para las sociedades occidentales modernas, donde la mortalidad infantil es casi irrelevante, resulta engañoso cuando se aplica a otras regiones geográficas o a otros periodos históricos. Si la vida media dura 70 años, para compensar cada muerte infantil otras siete personas deben vivir hasta los 80 años. De ahí que la esperanza de vida se calcule a menudo a la edad de 40 o 50 años: un indicador históricamente más fiable al excluir la mortalidad infantil, así como las muertes en la guerra, los accidentes de tráfico (más frecuentes entre los jóvenes) y las muertes maternas en el parto.
He aquí la esperanza de vida a los 40 años respecto a la renta familiar en Estados Unidos, según un estudio publicado por The Harvard Gazette en 2016:
Como puede observarse, la diferencia entre el 1 por 100 más rico y el más pobre es de algo más de 10 años para las mujeres y 15 años para los hombres: «Diferencia aproximadamente equivalente a la diferencia existente entre la esperanza de vida registrada en Estados Unidos y Sudán. En el caso de las mujeres, la diferencia de 10 años entre las más ricas y las más pobres equivale a los efectos sobre la salud de toda una vida de tabaquismo».
Otro fenómeno notable, sobre el que volveremos más adelante, es el hecho de que el gráfico nunca se aplana, independientemente del nivel de ingresos de cada uno:
Aunque los investigadores saben desde hace tiempo que la esperanza de vida aumenta con los ingresos, Cutler y sus coinvestigadores se sorprendieron al comprobar que esa tendencia nunca se aplanaba: «No hay ingresos [por encima] de los cuales una mayor renta no se asocie a una mayor longevidad, como no hay ingresos por debajo de los cuales una menor renta no se asocie a una menor supervivencia», afirmó este investigador. «Ya sabíamos que la esperanza de vida aumentaba con los ingresos, así que no somos los primeros en demostrarlo, pero [...] todo el mundo pensaba que habría que llegar a una meseta en algún momento o que la tendencia se estabilizaría por abajo, pero no es así».
La diferencia entre la esperanza de vida de las distintas clases no siempre fue tan abismal. Ha aumentado progresivamente en los últimos siglos hasta convertirse en una constante de la civilización moderna, que plantea incluso un problema filosófico. El abismo es claramente visible en el siguiente gráfico, que muestra la esperanza de vida a los 65 años de los trabajadores varones, divididos en dos categorías netas de mayores y menores ingresos:
Podemos ver cómo en 1912 los trabajadores más pobres podían esperar vivir algo menos de 80 años, mientras que sus homólogos más ricos podían esperar vivir justo un poco más. En 1941 el margen se dilata: los primeros podían esperar vivir alrededor de un año más que en 1921, mientras que los segundos ganaban seis años enteros (la esperanza de vida media aumenta con la edad a la que se calcula: a los 30 es mayor que al nacer, a los 50 es mayor que a los 30, y a los 65 es aún mayor, porque en cada paso se descuentan todas las muertes ocurridas antes de esa edad, que contribuyeron a la media original. Por ello en 1912 la esperanza de vida de la mitad más pobre de las personas de 65 años casi alcanzaba los 80 años, mientras que la esperanza de vida al nacer era sólo de 55 años).
En las tres décadas transcurridas entre 1930 y 1960, la diferencia de tiempo de vida imputable a los ingresos había aumentado de forma espantosa
El panorama es aún más crudo si dividimos la sociedad no en dos, sino en cinco clases de ingresos diferentes. Estos gráficos, extraídos de un estudio del Congreso efectuado en 2006, muestran que la esperanza media de vida crece masivamente para el quintil más rico (20 por 100 de la población) y aumenta escasamente para el más pobre:
Una examen más atento nos ofrece un cuadro asombroso. En lo que respecta a los varones del quintil de renta más baja, aquellos nacidos en 1930 podían esperar vivir 26,6 años más una vez cumplidos 50, mientras que los nacidos en 1960, esto es, después de la Segunda Guerra Mundial, podían confiar en vivir 26,1 años: ¡contraintuitivamente medio año menos!
El fenómeno era todavía más pronunciado para las mujeres más pobres: las nacidas en 1930 a los 50 años tenían por delante una media de 32,3 años de vida, mientras que las mujeres de la generación siguiente tenían 28,3 años de vida más, lo cual supone casi cuatro años menos de vida: mientras que la vida en general se alargaba, para las mujeres más pobres se acortaba, y mucho.
La música cambia para el quintil de ingresos más altos: los nacidos en 1960 pueden esperar vivir 38,8 años tras cumplir 50 años, es decir, alcanzar los 88 años y nueve meses de vida, lo cual supone nada menos que 7,1 años más que sus predecesores nacidos en 1930, que tenían una esperanza de vida de 31,7 años más, si habían alcanzado la edad de 50. La misma tendencia es válida para las mujeres ricas nacidas en 1960, que pueden esperar vivir 41,9 años (es decir, hasta los 91 años y 10 meses), más tiempo, pues, que las mujeres ricas nacidas treinta años antes, cuya esperanza de vida era de 36,2 años cumplida esa misma edad de 50 años, es decir, 5,7 años menos: entre las dos generaciones, mientras que para las mujeres pobres la esperanza de vida se acorta, para las ricas se alarga.
Así pues, en las tres décadas transcurridas entre 1930 y 1960, la diferencia de tiempo de vida imputable a los ingresos había aumentado de forma espantosa. Mientras que entre los hombres nacidos en 1930 los más ricos vivían 5,1 años más que sus coetáneos más pobres, para la generación nacida en 1960 la diferencia se había ampliado hasta la asombrosa cifra de 12,7 años. La diferencia entre las mujeres era aún mayor: mientras que en la generación de 1930 las mujeres más ricas podían esperar vivir 4,0 años más que sus coetáneas más pobres, en la generación de 1960 la diferencia había aumentado a 13,6 años.
La medicina moderna, sobre todo cuando se halla privatizada y depende de regímenes de seguros discriminatorio, se convierte en un acelerador desenfrenado de la desigualdad
Dado que no disponemos de datos segmentados sobre la renta de los hogares para retrotraer este análisis en el tiempo, debemos conformarnos con algunos indicios dispersos. Si consideramos las dinastías de la nobleza italiana durante el Renacimiento (los Estes, los Gonzagas, los Médicis), comprobamos que los príncipes eran generalmente mucho menos longevos que sus artistas, cancilleres y empleados, lo cual es comprensible. Al carecer de ciencias médicas realmente eficaces y de sistemas de higiene desarrollados (como el alcantarillado y el agua corriente), no había razón para que los ricos vivieran más que los pobres, y todo indica que sus hábitos (comer en exceso, consumir alcohol) los hacían más frágiles: la sobrealimentación hizo de la gota la enfermedad de los ricos, como se desprende de todas las fuentes; desconocemos los efectos del consumo elevado de alcohol, pero no debieron ser ligeros, mientras que los hábitos sexuales hicieron que ricos y pobres compartieran las mismas enfermedades venéreas.
Análisis
Utopía inodora
Las primeras grandes fracturas se produjeron precisamente con la introducción de sistemas de alcantarillado y de agua corriente, que higienizaron los hogares de los ricos, dado que se instalaron allí por primera vez. La mortalidad infantil se redujo primero entre las clases más acomodadas. La dietética enseñó a los ricos a alimentarse mejor y a hacer más ejercicio (de ahí la difusión del deporte: esfuerzo físico cuyo fin no era ni el lucro ni el sustento). Y luego, naturalmente, la diferencia creció todavía más con los avances médicos del siglo XX. La medicina moderna, sobre todo cuando se halla privatizada y depende de regímenes de seguros discriminatorio, se convierte en un acelerador desenfrenado de la desigualdad.
Vivimos ahora en el mundo descrito por Rousseau, donde la desigualdad es creada y luego agudizada por la civilización:
el origen de la sociedad y del derecho, que pusieron nuevos grilletes a los pobres y dieron nuevos poderes a los ricos; que destruyeron irremediablemente la libertad natural y fijaron eternamente la ley de la propiedad y de la desigualdad, convirtieron la usurpación inteligente en derecho inalterable y, para ventaja de unos pocos individuos ambiciosos, sometieron a toda la humanidad al trabajo perpetuo, a la esclavitud y a la miseria (1).
Las artes y las ciencias –el «progreso», en otras palabras– no hacen más que exacerbar la desigualdad y la lucha por la propiedad, y así hacen más débil al débil y más fuerte al rico. ¿Cómo podría esto no alargar la vida de los poderosos y acortar (relativamente hablando) la de sus súbditos?
No sólo los pobres viven menos que los ricos, sino que de esta existencia más corta, los pobres viven una mayor parte de la misma con achaques, debilidad y enfermedades
Por supuesto, si las desigualdades en la esperanza de vida siguen multiplicándose año tras año, cabría esperar lo mismo de las desigualdades ante la muerte. A los investigadores de Harvard antes citados les llamó la atención que en Estados Unidos la diferencia entre la esperanza de vida y los ingresos no pareciera estabilizarse, ni en la parte superior ni en la inferior de la escala. En Francia, sin embargo, la curva se aplana, como muestra este gráfico:
En Francia, como en Estados Unidos, los datos de la esperanza de vida al nacer presentan una marcada diferencia entre las clases: una diferencia de casi 13 años para los hombres y de más de 8 para las mujeres. Pero, a diferencia de Estados Unidos, la curva se ralentiza rápidamente, prácticamente por encima del umbral de los 2.500 euros mensuales de ingresos netos (después de impuestos y seguridad social). Los ingresos brutos suelen rondar el doble de esta cifra, por lo que es en el umbral de los 60.000 euros anuales donde vemos este cambio, con la línea volviéndose casi horizontal por encima de unos ingresos mensuales de 3.500 euros netos.
La única explicación posible parece radicar en el hecho de que el sistema sanitario público francés es mejor utilizado por quien tiene un mayor nivel de estudios (con todas las diferencias de ingresos y estilo de vida que ello implica):
También aquí la curva se aplana visiblemente por encima de los 2.000 euros (podemos suponer que pocos de los que perciben unos ingresos anuales de 60.000 euros no poseen al menos un título de enseñanza secundaria). Y ello a pesar de que cada vez hay más diferencia entre los que tienen un título universitario y los que no lo tienen (una diferencia de algo menos de tres años para el mismo grupo de ingresos inferiores a 1.000 euros al mes y de casi 4,5 años si se perciben unos ingresos netos de 3.500 euros). En resumen, estudiando se ganan casi tres años de vida. Quizá si a los niños se les dijera esto se esforzarían por sacar mejores notas.
Hasta ahora hemos hablado de la vida en términos cuantitativos y no cualitativos. Pero, ¿de qué tipo de vida estamos hablando? En el Reino Unido los investigadores han desarrollado métricas separadas para la esperanza de vida (lifespan) y la duración esperada de una vida sana (healthspan). He aquí sus conclusiones:
La «experiencia de vida saludable», concluyen,
también ha aumentado con el tiempo, pero no tanto como la esperanza de vida, por lo que se pasan más años con mala salud. Aunque un hombre en Inglaterra podría esperar vivir 79,4 años en 2018-2020, su esperanza de vida saludable promedio fue de solo 63,1 años, es decir, habría pasado 16,3 de esos años (20 por 100) con una salud «no buena». En 2018-2020, una mujer en Inglaterra podría esperar vivir 83,1 años, de los cuales 19,3 años (23 por 100) los habría pasado igualmente con una salud «no buena». Y aunque las mujeres viven una media de 3,7 años más que los hombres, la mayor parte de ese tiempo (3 años) se pasa con mala salud.
No sólo los pobres viven menos que los ricos (aproximadamente 74 años frente a 84 para los hombres; 79 años frente 86 para las mujeres), sino que de esta existencia más corta, los pobres viven una mayor parte de la misma con achaques, debilidad y enfermedades: para los hombres ello implica 26,6 años en esta situación penosa respecto a los 74 (más de un tercio de la vida), que viven como media frente a los 14 años respecto a los 84 (aproximadamente el 17 por 100 de la vida), que igualmente viven como media los ricos; para las mujeres pobres, ello implica 26,4 años en esta misma situación penosa respecto a los 79 (casi un tercio de la vida), que viven como media frente a los 15,8 años respecto a 86 (menos de un quinto de la vida) que viven como media las mujeres ricas. El resultado es que los pobres disfrutan de 18 años menos de vida sin enfermedades, lo cual es una enormidad. ¡Aquí tenemos el distanciamiento social realizado en su plenitud!
En un esfuerzo por prolongar la duración de la vida, hemos prolongado la duración de la muerte. Los amos de la tierra, aquellos cuyas fortunas superan el PIB de varios Estados nacionales, se han dado cuenta claramente de ello. To Be a Machine (2017), de Mark O'Connell, documenta las frenéticas e infantiles fantasías de estos Señores del Cosmos, que se esfuerzan por alcanzar la inmortalidad, financiando tanto, por un lado, el desarrollo de proyectos de criopreservación como hace Alcor Life Extension Foundation, «donde los clientes se inscriben para ser congelados al morir con la esperanza no sólo de su reanimación, sino de su rejuvenecimiento», como, por otro, la investigación en tecnologías que permitirían que un ser humano descargara su cerebro en un disco duro o en la nube a fin de reencarnarse, tal vez incluso como un ordenador, conservando intacta la totalidad de su memoria.
Sin embargo, a falta de tales avances tecnológicos, los amos del universo han dedicado ahora considerables recursos a hacer realidad el objetivo más mundano de alargar sus vidas unos años o tal vez unas décadas. Desde 2013 Jeff Bezos, Larry Page y compañía invierten en empresas que desarrollan fármacos antienvejecimiento:
Con solo dos breves frases publicadas en su blog personal en septiembre de 2013, el cofundador de Google Larry Page dio a conocer Calico, una «empresa de salud y bienestar» concentrada en hacer frente al envejecimiento. Casi un año antes había convencido a Arthur Levinson, impulsor del gigante de la biotecnología Genentech y presidente de Apple, para que supervisara la nueva empresa y reuniera 1,5 millardos de dólares en promesas de financiación: la mitad procedente de Google y el resto de la compañía farmacéutica AbbVie.
En 2022 la empresa de capital riesgo Arc Venture Partner, Jeff Bezos y otro multimillonario, Yuri Milner, invirtieron tres millardos de dólares en Altos Lab, cuya misión autodeclarada es «restaurar la salud y la resistencia de las células mediante la programación del rejuvenecimiento celular para revertir enfermedades, lesiones y las discapacidades que pueden producirse a lo largo de la vida». Los multimillonarios de Silicon Valley creen que su dinero puede permitirles no sólo vivir más, sino vivir bien, preservando al mismo tiempo la perspectiva de la inmortalidad para su descendencia.
Una vez conseguido esto, tendrán por fin una réplica a la famosa observación de Max Weber contenida en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905). Para el sujeto precapitalista, escribe,
que alguien realmente opte por que el único propósito de toda una vida de trabajo sea yacer en la tumba cargado con la mayor cantidad posible de dinero y de bienes, sólo parece explicable como el producto de un instinto perverso, el auri sacra fames (2).
A esto, los señores del universo responderán: «¡No hay tumba en la que yaceremos!».