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La vida y ya
Un colegio público cualquiera
Pasó hace bastantes años, éramos estudiantes y habíamos organizado unas jornadas en la universidad. Las llamábamos “Otras formas de montar el mundo”. Invitábamos a gente diversa y duraban varios días. Todavía se hacían carteles a mano que colgábamos en las paredes de las facultades de ciencias, ya de por sí saturadas de otros carteles que anunciaban otras cosas. Pero, entre toda esa saturación informativa, la gente los miraba y acudía. No se usaban redes sociales.
Recuerdo que el aula donde hicimos ese taller tenía una moqueta azul y nos sentamos en el suelo. En círculo. Todo empezó con un juego. El dinamizador enunciaba una frase y quien se sintiera identificada con lo que decía, tenía que cambiarse de sitio. A partir de ahí se generaba un debate. Sacó varios temas relacionados con la educación formal, pero lo que se me quedó grabado hasta hoy es lo que sucedió cuando dijo: “Que se cambie de sitio quien considere que su paso por el colegio estuvo lleno de buenas experiencias de aprendizaje”. Solo mi hermano (con quien compartía grupo de activismo en esos años de universidad) y yo nos cambiamos de lugar. El resto se quedó donde estaba, sin hacer el más mínimo intento de recuperar algún recuerdo que les pudiera hacer plantearse el cambio de sitio. Mi hermano y yo, que saltamos como un resorte para movernos a otro lugar, habíamos ido al mismo colegio. Era un colegio público.
El patio al que salíamos corriendo cuando sonaba el timbre que precedía al recreo era de cemento y había un único árbol, un olivo, que tenía un tronco fácil de trepar
No sé a qué colegios fueron el resto de las personas que estaban allí. El mío no era especial, no era muy diferente a otros. El patio al que salíamos corriendo cuando sonaba el timbre que precedía al recreo era de cemento y había un único árbol, un olivo, que tenía un tronco fácil de trepar. Teníamos muchos cuentos para leer en clase y nos sentábamos en grupos de cinco. Para hacer las asambleas movíamos las sillas y las colocábamos formando un óvalo que nos permitía vernos las caras. Hasta sexto no tuvimos ningún examen. Celebrábamos el día de la paz en el mismo patio al que salíamos atropelladamente cada día. Había conflictos, algunos terminaban en golpes. Nos llevaban a conocer el barrio y a contar las papeleras y los centros de salud. Las profesoras siempre intervenían cuando había un insulto hacia el cuerpo de alguien, o hacia su forma de moverse, o a su manera de ser y estar en el mundo. Un día nos llevaron de excursión a una fábrica de caramelos y otro a ver las chabolas que había cerca de una zona de chalets. Hacíamos muchas cosas con las manos. Había hijas de periodistas y otros que nunca contaban los oficios de sus padres. Había muchas personas que decían que sus madres no trabajaban porque no sabíamos de la importancia de los trabajos dentro de las casas. Había profesoras que hacían talleres de poesía y equipos docentes que se reunían para pensar proyectos conjuntos de trabajo.
No era un colegio especial, era un colegio público donde aprendimos muchas cosas además de las tablas de multiplicar. Un colegio donde había docentes que estaban convencidas de la importancia de su tarea, que construyeron la educación que soñaban. Que no se rindieron ante las cosas difíciles.
Profesoras y profesores como las que ahora siguen sin rendirse y por eso salen a la calle para salvar la educación pública. Profesoras y profesores que, cada día, construyen en sus aulas un mundo donde las oportunidades educativas no dependan de si vives en una casa con un baño para compartir entre varias familias o en una con un baño propio para cada miembro.