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Salud
Somos tantas las locas
Me topo con el dolor de Marta Sanz, con la garrapata o la uña que lleva clavada en el pecho y subrayo.
Comienzo a leer Clavícula, de Marta Sanz, sentada en mi escritorio con un lápiz en la mano y un pequeño cuaderno de hojas blancas. Este no es un libro cualquiera. Este libro cuenta cosas que me han pasado y cosas que no me han pasado. En él estoy yo hace tan solo cinco años cuando volví a la casa de mis padres, sin trabajo y sin dinero, después de vivir en Londres. Lo mío no era un dolor, sino un temblor en la boca del estómago.
II. Mi temblor era hueco, granito, pérdida, mordedura minúscula, asco, picotazo, calambre; era rojo sangre y gris ceniza, vaho, murmullo, la punzada de una astilla clavada en la carne del dedo índice, soga, raíz, un hueco dentro del hueco del cuerpo. Todo eso era. Y, desde entonces, pasé a ser toda yo un temblor, un cuerpo que se rebelaba por fragmentos: primero, el corazón: 115, 132, 160 pulsaciones por minuto; después, el vientre: tres, cinco, siete visitas al baño cada día; y, al final, la mente: el insomnio, las pesadillas, la sensación de muerte, ¿la locura?
III. Antes, mucho antes de ir al médico, intenté escribir un diario del temblor, una crónica de la propia búsqueda de diagnóstico. Me decía a mí misma algo muy parecido a lo que se decía Sanz: “No soy hipocondríaca. No estoy deprimida. Tengo un dolor. Una enfermedad. Lo reivindico. Me quejo”. La escritura del diario era una estrategia contra el temblor, la imprecisa posibilidad de defender con palabras, como decía María Zambrano, la soledad en la que estaba.
IV. Yo no rompía a llorar en el cuartito de la tele como Sanz. El cuarto de baño era el mejor espacio de la casa para romper a llorar. Lloraba sentada en el váter y en silencio, y al salir mentía a todos y les decía que lloraba de dolor. Pero el temblor no dolía, era más bien una pérdida de control sobre mi cuerpo. Adelgacé 20 kilos. Cuando me tumbaba en la cama con los ojos abiertos por la noche, pensaba que me estaba volviendo loca.
V. En mi primera visita al médico de cabecera tuve que normalizar el lenguaje y hablarle de dolor en el vientre, de descomposición, nervios y falta de sueño. ¿Han probado a buscar las palabras exactas para describir ese temblor, convertido en síntoma, que ayuda a los médicos a diagnosticar? No hay mentiras ni metáforas para expresarlo. Salí con una receta de Lexatin en la mano.
VI. Durante días la usé de marcapáginas. Leía y leía como lo hacía Sanz, para “distraerme del ruido de mi propio cuerpo”. Busqué en Google las palabras mujer, temblor y enfermedad, y apareció La mujer temblorosa, de Siri Husvedt. En este libro, Husvedt cuenta cómo unos años después de la muerte de su padre, cuando estaba dando un discurso en su honor, su cuerpo comenzó a convulsionar. Husvedt también hablaba de mí, pero su lenguaje no me servía para nombrar mi propio temblor.
VII. La primera vez que me vi sangre, fui directa al ambulatorio del pueblo. Estaba convencida de que tenía un cáncer de colon. Mi abuelo había muerto de cáncer de colon. Yo tenía que tener cáncer. La doctora habló de ansiedad y me obligó a tomarme un Lexatin. Cuando volví a casa, lloré en el sofá del salón, delante de toda la familia y les dije que no me quería morir. Mi madre fue la única que me tomó en serio y concertó una cita con un estomatólogo privado: análisis de sangre, análisis de orina, electro, radiografías, colonoscopia.
VIII. Estuve tomando Lexatin tres meses exactos, tres meses en los que no tuve pesadillas ni insomnio ni miedo a morir. Tampoco escribí ni una sola línea. Solo leí un libro, El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman. Cuando fue madre, sufrió una gran depresión y un famoso doctor de la época, Weir Mitchell, le recomendó “la cura de reposo”: reposo total en la cama, aislamiento, ni coger un lápiz siquiera. Le prohibieron escribir y ella se vengó escribiendo. Virginia Woolf y Edith Wharton también fueron sus pacientes.
IX. Los resultados de las pruebas llegaron al fin: intolerancia a la lactosa. No estaba loca. Estaba enferma.
X. Cinco años después, me topo con el dolor de Marta Sanz, con la garrapata o la uña que lleva clavada en el pecho y subrayo: “Por segunda vez en mi vida escribo para purgarme y le tengo fe a la posibilidad catártica de la escritura. Como si todas las palabras fueran un rezo. Por favor, por favor, por favor”.