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Infancia
Jugar en la calle para salvar el planeta
Trepar a los árboles, bañarse en ríos, recoger piedras o comer moras parecen actividades propias de la infancia. Sin embargo, cada vez está más lejos de la realidad. Hoy en día, los niños y niñas pasan menos tiempo del recomendado al aire libre y su contacto con el medio natural es, a menudo, escaso. La recomendación de jugar más de una hora al día en espacios abiertos no la cumplen el 82 % de los y las niñas españolas y ello a pesar de que es importante para su desarrollo físico, mental y social. Durante el confinamiento de 2020 los más pequeños estuvieron semanas sin poder salir a la calle y en muchas ciudades los parques infantiles estuvieron cerrados durante meses. En el medio rural, donde parece que las cosas deben ser diferentes, la ausencia de servicios públicos obliga a pasar bastante tiempo al día en un autobús o un coche para poder llegar al colegio.
Los tiempos han cambiado y el vínculo que nos une a la naturaleza parece estar más roto que nunca. Esto afecta especialmente a las generaciones más jóvenes. En 2005 el periodista y escritor, Richard Louv, publicaba el libro “Los últimos niños en el bosque” en el que introducía el concepto “Trastorno por déficit de naturaleza” y reivindicaba la necesidad de recuperar el contacto directo con el medio natural para garantizar un mejor desarrollo social, emocional y físico de las niñas y niños. Este autor ha estudiado la ruptura generacional con el medio natural, de manera que las más jóvenes han ido perdiendo la cercanía que las generaciones mayores tuvieron en su infancia con la naturaleza.
Que hayamos llegado a este punto tiene que ver con varias cuestiones, pero sin duda es reflejo de un sistema de valores que nos ha hecho creer que podemos vivir de espaldas a ella. Parece, como señala Louv, que jugar en la naturaleza es improductivo. La relación disfuncional que tenemos con el medio ambiente también la investiga Lucy Jones en su libro “Perdiendo el Edén”. Esta autora británica nos recuerda que la naturaleza no es un lujo estético para urbanitas sino un factor indispensable para nuestro bienestar. Como no podía ser de otra manera, la infancia ocupa una parte importante del libro.
La ausencia de vínculo con el medio natural tiene repercusiones sobre nuestras vidas y afecta de manera importante en la infancia. La relación con la naturaleza y el juego al aire libre en las etapas tempranas de la vida facilitan el desarrollo y el aprendizaje. El juego creativo se estimula más en las zonas verdes y es beneficioso para el crecimiento emocional, social y psicológico. También se ha relacionado el contacto con el medio natural con la reducción de los niveles de estrés y el aumento de la confianza. Y teniendo en cuenta lo sedentario que es nuestro modo de vida actual salir al campo implica una actividad física muy beneficiosa.
Además, Jones plantea que de la misma manera que pasar tiempo al aire libre sirve para que niñas y niños fomenten sus relaciones sociales, como miembros de su comunidad, también es necesario para que tomen consciencia de que forman parte de una comunidad más grande: la Tierra. Y esto, en su opinión, es una cuestión de salud pública porque es necesario conocer y amar la naturaleza, entender nuestra ecodependencia, para poder protegerla.
No es tan fácil crecer al aire libre
Sin embargo, salir a jugar a la calle (y no digamos al campo) resulta bastante complicado. En el diseño de las ciudades (donde vive la mayoría de la población) se ha prestado muy poca atención a las necesidades de las más pequeñas. Teniendo en cuenta que el 80 % del espacio público de la ciudad está destinado a los coches (aparcados o en movimiento) y que las ciudades de nuestro entorno están diseñadas para facilitar el tráfico a motor, resulta fácil comprender por qué la ciudad no está diseñada para la infancia. De la misma manera, también es fácil entender que hayan surgido movimientos como la “revuelta escolar” para reclamar espacios más saludables y vivibles.
La OMS recomienda que en las ciudades haya entre 10 y 15 m2 de espacio verde por habitante y que estén a menos de 300 metros de distancia de su hogar. El Instituto de Salud Global de Barcelona ha realizado una clasificación en la que analiza la disponibilidad de zonas verdes en diferentes ciudades europeas. Su estudio arroja la conclusión de que el 62 por ciento de las personas de los lugares estudiados viven en sitios con menos acceso a zonas verdes que lo que recomienda la OMS. Además, como señala Jones en su libro, las personas que viven en zonas con bajos ingresos tienen aún menos posibilidades de acceder a zonas verdes, más aún si es necesario desplazarse para ello.
Las escuelas no están preparadas para hacer frente a esta necesidad de naturaleza. Cuanto más edad se tiene, más tiempo de estudio se pasa dentro del aula (las clases en el exterior son excepcionales o directamente inexistentes) y hay que dedicar más tiempo a las tareas escolares. Si pienso en los colegios de la ciudad en la que vivo, a todos se puede llegar en coche hasta la entrada y unos cuantos están situados junto a vías con mucho tráfico. En sus patios apenas hay árboles y, desde luego, el patio escolar es de cemento. El Real Decreto 132/2010 que recoge los requisitos mínimos que deben cumplir los centros escolares sólo establece que cuenten con un patio de recreo, sin necesidad alguna de que cuente con zonas verdes. Es evidente que no es lo mismo jugar en un espacio verde que en uno árido. Más, cuando en muchos casos, el tiempo de recreo es el único rato al día que muchos menores pasan al aire libre.
Lucy Jones duda en su libro de si nuestra sociedad está decidida a impedir que los niños jueguen en la naturaleza al aire libre. Una afirmación devastadora en tiempos de crisis ambiental y que se traduce no solo en la pérdida de experiencias sino también de conocimiento. El analfabetismo ecológico, fruto de la desconexión con la naturaleza, recuerda Jones, hace aún más peligrosas las consecuencias derivadas de la pérdida de biodiversidad y de la crisis climática.
Es difícil proteger algo que ni conoces, ni amas y menos aún cuando se educa en la idea de que la naturaleza es ajena, sucia, peligrosa. Richard Louv reflexiona en su libro sobre la idea de que las generaciones más jóvenes son más conscientes de los problemas globales que amenazan a nuestro planeta, como la pérdida de biodiversidad o la crisis climática, pero han perdido intimidad y experiencias directas en el medio natural. Justo al contrario que las generaciones mayores (como la suya) que pasaron su infancia jugando al aire libre, pero no eran conscientes de la conexión global. Así quizá no sea tan casual, que muchas de las activistas y ecologistas adultas lo sean por “inspiración temprana”, llamadas a proteger lo que amaron de peques.
Jugar en entornos naturales debería ser un derecho de la infancia
Se hace necesario facilitar poder jugar más en espacios verdes al aire libre y aumentar el conocimiento de nuestro entorno. Naciones Unidas establece que una de sus Objetivos del Milenio sea proporcionar acceso universal a zonas verdes y espacios públicos, ya que ofrecen “oportunidades para mejorar la salud y la calidad de vida de todos los habitantes de las ciudades”. Existen iniciativas que Lucy Jones narra en su libro, como es el caso de Suecia, que ha puesto en marcha iniciativas para el juego al aire libre con el objeto de que se recupere el “juego simbólico y la recuperación contemplativa”. Otro ejemplo que muestra como hay un interés por recuperar los espacios de juego naturales son las escuelas de bosque en Reino Unido, dedicadas a aprender y jugar en un área natural. Las reglas del juego que cuenta Jones en su experiencia en una de ellas: “Nada de pelear con palos. Nada de niños por un lado, niñas por otro. Sed amables y considerados. No os metáis en la boca nada que no sepáis qué es”.
Una de las niñas entrevistadas por Richard Louv para su libro, Lorie, reclama: “Tendríamos que tener los mismos derechos que tenían los adultos cuando eran pequeños”. Las oportunidades de conectar con la naturaleza son mucho menores para los y las niñas de hoy en día que lo que era hace unas décadas. Así que es necesario encontrar maneras de que puedan volver a disfrutar de los juegos en el exterior, investigar y estar en el campo, y hacerlo de forma autónoma.
Esto pasa por rediseñar las ciudades, en las que las zonas verdes no sean un trozo de césped, sino un espacio seguro y saludable en el que recuperar la conexión con la naturaleza independientemente del lugar en que vivas o la renta disponible. Pero no solo hay que recuperar los espacios, sino también el momento. Es necesario facilitar los tiempos de juego al aire libre, como una parte vital del desarrollo infantil, concediendoles la importancia que merecen y ocupando su momento dentro de sus actividades diarias, incluso en la escuela.