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Opinión
Responsabilidad histórica
La cultura de la memoria ha sido una de las grandes conquistas de la política global durante las últimas décadas. La memoria de los campos de concentración y exterminio, de los genocidios, las desapariciones forzadas, la violencia colonizadora o las víctimas del terrorismo, ha puesto el foco del pensamiento crítico en la experiencia de las injusticias concretas, más que en la construcción de teorías abstractas de la justicia desconectadas de la realidad sangrante. Ha puesto de relieve que no sólo se heredan los patrimonios, sino también la responsabilidad ante esas injusticias cuando no han sido reparadas.
Obras de referencia como la de Reyes Mate han dado buena cuenta de la necesidad de la memoria no sólo para arrojar luz sobre el pasado, sino también para transformar el presente y abrir perspectivas reconciliadoras de futuro. Es tristemente cierto que la barbarie no ha dejado de reproducirse en lo que llevamos de siglo, pero sin memoria se recrudecería hasta extremos insoportables.
Cualquier nación tiene que maquillarse cuando se contempla en el espejo de los exilios que ella misma ha producido
Esa cultura ha tenido un recorrido muy significativo en España, a raíz de las demandas de los nietos de las víctimas del franquismo y de la creciente memoria del exilio republicano, entre otros pasados traumáticos. Aun a pesar de sus dificultades, propias de cualquier proceso de maduración y de las fuertes reticencias que hasta día de hoy ha tenido que afrontar, ha puesto en el centro del debate cuestiones de gran relevancia como la necesidad de introducir la ética y la justicia en la reconstrucción del pasado. Sin embargo, todo parece complicarse cuando queremos poner el foco en la violencia de la conquista y la colonización de América, algo que parece tocar fibras muy sensibles del orgullo nacional. Tiene su lógica, pues la memoria crítica siempre ha dejado al desnudo la vocación excluyente, más que integradora, de las naciones y los estados.
Cualquier nación tiene que maquillarse cuando se contempla en el espejo de los exilios que ella misma ha producido. En este sentido, es muy elocuente la alergia de los políticos ultranacionalistas y ultraconservadores a cualquier implementación de la memoria democrática y su afán por desactivarla en cuanto llegan al poder. No es casual que una de las estrategias más recurrentes de los partidos de ultraderecha tan de moda en Europa sea, precisamente, el blanqueamiento del pasado nazi-fascista de las naciones a las que dicen representar.
Análisis
Análisis El día de la raza y el derecho a la autodeterminación indígena
La conquista y colonización de América fue sin duda un proceso muy complejo, plagado de contradicciones y zonas grises, cuyo hilo conductor fue, en todo caso, la violencia. Hasta tal punto, que ni siquiera la retórica bondadosa de la evangelización pudo disimularla, surgiendo, de hecho, de lo más profundo de ella, sus primeras voces críticas. El memorable sermón de Antón de Montesinos en 1511 reprendiendo a Diego de Colón por el maltrato infligido por los conquistadores a los nativos de la isla caribeña rebautizada como La Española, fue la chispa que prendió una larga tradición de pensamiento anti-imperialista y multicultural, incluso precursor en sus comienzos de los Derechos Humanos, que ha llegado hasta nuestros días en obras tan relevantes como la del filósofo mexicano Luis Villoro.
Sin embargo, hay algo de esta tradición que, al menos en la orilla peninsular, aún no ha sido asimilado cinco siglos después; algo tan básico para cualquier visión crítica del pasado como narrarlo desde el punto de vista de quienes han sido expulsados de él (o incorporados en él de una manera subalterna), en este caso las comunidades indígenas o los llamados pueblos originarios. Eso no significa reinventar ningún mito del buen salvaje o idealizar las culturas de estos pueblos, pues ya sabemos que ninguna cultura está exenta de caer en la barbarie; significa restituir sus memorias con el protagonismo que merecen y dejarse interpelar por ellas, cuestionar los relatos de nación oficiales a partir de ellas y construir una historia común que tenga en cuenta las sangrantes asimetrías entre una y otra orilla; todo ello como punto de partida para iniciativas más ambiciosas como fomentar una ciudadanía común en Iberoamérica, España y Portugal incluidos. Si memoria y nacionalismo discurren en sentido opuesto, una política con sentido de la responsabilidad histórica habrá de relativizar las fronteras y plantearse una meta como esa.
Si memoria y nacionalismo discurren en sentido opuesto, una política con sentido de la responsabilidad histórica habrá de relativizar las fronteras
Hace justo ochenta años el filósofo del exilio republicano Joaquín Xirau esbozaba desde México un programa de integración política de Iberoamérica que incluía ésta y otras propuestas, como la renuncia a cualquier idea de imperio, superioridad o dominio, no sólo política sino también cultural, y la común pertenencia a todos por igual de todos nuestros valores, incluidos por supuesto los indígenas. Dicho sea de paso, de estos últimos tendríamos mucho que aprender aún en materia de ecología y respeto al medio ambiente, por ejemplo.
La ya célebre carta de López Obrador (que, como toda carta, tiene un destinatario que debería dar acuse de recibo y responder, en los términos que estimara oportunos) podría ser un pretexto idóneo para abordar estas cuestiones más allá del conflicto estéril entre lealtades patrióticas. Una declaración de desagravio dirigida a las comunidades indígenas por parte de los herederos del poder colonizador (el imperio español en primer lugar, pero también las repúblicas independizadas de este último, en la medida en que no han dejado de reproducir el colonialismo dentro de la nación) podría ser el preámbulo a una nueva manera de entender la política en Iberoamérica, capaz de incorporar en las agendas de los mandatarios las esperanzas de los desesperanzados. Ojalá no se pierda esta oportunidad.