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Opinión
Gran angular
Son muchos. O, al menos, demasiados. Están agachados, agolpados, mirando detenidamente, microscópicamente. Buscan con ansiedad la pérdida de la pátina en el marco, la línea roja que avise de la inminente aparición del bolo armenio desangrándose en el cuadro. No son los restauradores. Son los que esperan el toque de corneta para lanzar sus perros a esas zorras. Si cambiamos el foco, si ampliamos el encuadre, en el mismo museo está Norman Foster, por obra y gracia de su patronato, levantando el Salón de Reinos. La panorámica es más grave, me atrevería a decir que goza de la belleza sublime del abismo: está precioso el Paseo del Prado. Apenas se han ruborizado las hojas de los castaños, que siguen adornando sus ramitas. Está precioso y es noviembre. Noviembre es un mes terrible. Unos metros más al norte, las Asociaciones de la Prensa, en un perfil de tumba faraónica, advierten de que cualquier periodista que tenga constancia de un delito y lo transmita puede ser considerado cómplice del mismo, reduciéndolos a la práctica de pregonero de bandos y publicista sin ganas. Y desde dentro no lo ven porque están agachaditos buscando la evidencia tan minúscula como incriminatoria.
No es su culpa. Se debe a una extraña epidemia que provoca miopía informativa y súbitas pérdidas de memoria colectiva. Es un trastorno funcional, no altera la conducta, permite ejecutar la mayoría de los oficios, apenas si es perceptible salvo en conversaciones puntuales cuando te das cuenta de que solo unos pocos recuerdan cómo se privatizó aquello, quién propuso esa reforma, qué juez no vio indicios de delito, cuáles eran los artículos de aquel decreto, aquella ley, aquel convenio que por un momento nos sacó a la calle, por qué hemos llegado a esta situación. Y lo más dramático: cómo vamos a llegar a la siguiente.
La causa es ambiental. La frase es corta y el recuerdo, breve. Y, sobre todo, hemos perdido perspectiva. No ha sido un accidente que acabemos no solo ignorando la luna, sino dedicando esfuerzos ímprobos a realizar el estudio anatómico del dedo. Ha sido un signo de los tiempos, un aprendizaje en noticias flotantes y reflexiones de 300 caracteres. Acostumbrados al estímulo constante y llamativo se nos olvidan de qué polvos estos lodos. Pero la vida se cuece a fuego lento. Para los supervivientes es un síndrome de Casandra retroactivo.
A los pocos días, en la misma ciudad, se yergue un monumento a la Legión primigenia, la que posaba sonriente sosteniendo cabezas decapitadas de adolescentes rifeños. Todo es viejo: el mensaje, la factura, el nombre de la plaza y la voz del alcalde. El detalle se documenta hasta el calco, no el retrato. 53 kilos y 163 centímetros de altura marcaban la media de los quintos españoles de esa época, pero nadie quiere que la realidad estropee un buen relato. Por eso sacan del encuadre esa bandera carlista, también real y también vieja, que ondea al fondo y amenaza nubes negras, no vaya a ser que en estas fechas —en este noviembre que, a los que aún somos de obturador lento, nos superpone las muertes señaladas de Durruti y de Franco, de Lucrecia y Hassan, de Carlos Palomino— nos quede demasiado cerca de otro titular espeluznante, flotante, como un accidente fortuito, como una tragedia inesperada: el 25% de los jóvenes, de los que ya han crecido así, con la atención secuestrada en primer plano, para que no puedan medir las proporciones, para que no conozcan los contextos, se declaran abiertamente racistas.