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Opinión
Bastión de ternura
“Canta, oh diosa, la cólera funesta”. Así empieza el canto apócrifo de La Ilíada y sobre la divina cólera se vertebra el héroe, así nace la épica y así la concebimos. Una ofensa terrible, una traición, despierta la ira de Aquiles y el griego mata, y otra vez mata, casi invulnerable, mata, y después muere. Así se pasa a la Gran Historia desde entonces y desde siempre. Poco o nada han cambiado la lista de virtudes necesarias para poder ascender al Monte Olimpo. Los medios y las ficciones, los grandes oradores, los medianos y los mediocres. Todos entonan odas al heroísmo entendiéndolo como el momento fugaz de la lucha, fetichismo de lo macho que dibuja el perfil del lobo solitario, peligroso e inexpugnable. Pero qué chiquitos se me hacen los “superhéroes de hora y media”: los momentos épicos, las defensas airadas, las detonaciones exageradas, melodramáticas, absurdas en su mayoría, inútiles a veces, nefastas casi siempre. Disparar debe de ser fácil, yo nunca he disparado. Debe de ser fácil también lanzar un misil, poner una bomba, apalear a alguien. Debe de ser más fácil de lo que parece torturar a otro. Lo sé porque he trabajado con demasiadas personas que han sufrido eso. Nunca he apretado un gatillo, pero sé que es una cuestión de segundos, un mecanismo. Clic. Así de fácil es romper a un hombre. Lo difícil es cortar la hemorragia, salvar la vida, devolver el sosiego, la sonrisa y la oportunidad de existir. Lo difícil es rehacerlo. Lo difícil es hacerlo.
Sin embargo, fuera de las pantallas y de las grandes gestas, conozco otro tipo de heroísmo, uno más sólido, cocido a fuego lento, que sabe que no recibirá medallas, ni beatificación, ni favores, ni puestos de quienes hacen lo que hay que hacer porque alguien ha de hacerlo y no esperan a que se presenten más voluntarios. Diga lo que diga el Ministerio de la Seguridad Social, las pruebas son irrefutables. Artritis en las manos de tanto usarlas, varices como cordilleras azules que atraviesan los empeines de quienes estuvieron de pie, quienes resistieron de pie día tras día, año tras año… Hay una cadencia perfectamente reconocible en el paso oscilante de aquellas que se dejaron la espalda, las rodillas, las caderas, cargando con su vida y la de otros.
En las más ancianas la historia empezó pronto. Algunas, ya desde niñas, se encargaban de mantener la casa limpia y ordenada, la ropa del trabajo y los domingos, la olla que llegaba al huerto o a la siega. Apenas levantaban tres palmos del suelo y tenían la imperiosa orden de alimentar hombres, garantizando que ni el hambre ni la casa supusieran un impedimento para las jornadas brutales de trabajo en campo ajeno. Hay quien se olvida de que eso también es plusvalía. Después pasaron de atender a los consanguíneos para atender a los conyugales. Y los hijos, las noches sin dormir: y educar, y criar a ese futuro ciudadano y productor y consumidor. Y ahorrarle a la Seguridad Social los cuidados y la atención de la madre senil, del suegro enfermo, levantarlo de la cama y lavarlo, y vestirlo, y peinar para atrás el poco pelo blanco que aún queda, y preparar la comida y dársela, despacio, con una cucharilla de postre en una mano y una paciencia milenaria en la otra, y siéntalo en la silla, y bájalo al parque, y soporta estoicamente el insulto que nace absuelto por la demencia, y devuélvelo con un beso en la frente antes de dormir. Y a veces el nieto, que lo adoro y no da casi trabajo y qué guapo es, que me lo como, y es que su madre la pobre, qué va a hacer, pero los años pesan y ahí seguimos, de pie, a la puerta del colegio, con el bocadillo y el tetra brik de zumito y una botellita de agua y un kleenex por si acaso, metidas en el bolso de polipiel negra y cierre de latón. Y esto sería lo normal. Sin desgracias abruptas ni enfermedades repentinas que alterasen el esperado ciclo de la vida. Toda esa guerra eterna sin más autoridad ni más armas que la confianza y el respeto ganado por ellas mismas.
El archivo de cotizaciones dice que eso nunca fue trabajo, que no merece demasiada atención, pero es una obviedad que el oficio del amor no descansa. Y que de ese amor, que apuntala la vida, de ese bastión de la ternura, se ha nutrido el mundo entero.