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Maternidad
Reaprender la espera
Como tanta otra gente, tú también has estado viviendo a un ritmo no natural. Ficticio. Quizá no siempre fue así: tienes recuerdos de una infancia sin prisas, unos veranos de tebeos y tardes sin relojes, con tiempo para contemplar las hojas del abeto y compararlas con las del pino. Luego, la vida le va acelerando a una. En algún momento aparece la invisible red de araña de la productividad, esa trampa. El tiempo, el invisible, adquiere rostro, y asoman los hombres grises de Momo para hacernos creer que las horas son cosas que se pierden si no te apresuras, si no trabajas más y más rápido. Vas recortando, qué remedio, los minutos ociosos que dedicabas a engordar tus sueños y afectos, a contemplar y entender tu mundo, a mirar las hojas del abeto.
Cuando trabajaste de cajera en un Aldi, hace años, lo notaste. No había ninguna norma escrita, pero los compañeros de la caja, al escanear esa línea infinita de productos que irían a las bolsas de los clientes, actuaban toda la velocidad a la que le permitían los brazos y el aguante. Tú misma empezaste a hacerlo. Más y más rápido, hasta la extenuación, sin saber muy bien por qué. Los siguientes trabajos (dependienta, friegaplatos, recepcionista, periodista finalmente) fueron similares. La prisa se lo ha comido todo. Y no solo ocurre en nuestros espacios laborales: todo lo hacemos rápido porque no sabemos de qué otra forma hacerlo. Viajamos rápido. Consumimos rápido. Interiorizamos la lógica de un reloj enfermo: este vértigo, la inmediatez, la hiperestimulación de las redes sociales y las canciones de un minuto y la información instantánea y el scrolling y dedicarle medio segundo a cada story con el ojo puesto ya en la siguiente y las aplicaciones para generar afectos rápidos y el vídeo a 1,5 de velocidad y el audio de WhatsApp a x2 y la angustia del internet que se atasca y del rider que se retrasa y todo, todo de forma vertiginosa: todo es artificial.
Dicen que el sistema económico y laboral actual nos desconecta de nosotros y de la naturaleza. Una separación del proceso mismo de la vida, de cómo las cosas germinan y se forman, se nutren y crecen. Un día escuchaste que enseñar a los niños a cultivar un huerto les aporta otra lección, que es la paciencia, ese don que se está perdiendo. Tiene lógica. Esperar a ver crecer las plantas o brotar las flores no permite trucos, no hay botón de acelerador, aprendes a aceptar el movimiento de la tierra tal y como es. De pronto piensas en ello porque ahora la tierra eres tú: tú, quien alberga la semilla en crecimiento; tú, la que germina, quien hará a la semilla florecer.
El tiempo de gestación humana es largo. Nueve meses de transformación profunda pero inapreciable para el ojo atento. Y se produce a un ritmo distinto al que acostumbras: el ritmo natural, aquel al que desarrolla una playa, un monte, un océano. Ese ser nuevo de tu vientre crece despacio, al paso calmo al que hay que someterse y abrazar, porque no existe otro. Quizá sería lógico tener prisa, querer verlo ya. Entre tú y él hay una frontera de carne y de tiempo. Aquí fuera, en este mundo al que aterrizará, no estamos ya habituados ir de la mano de la pausa. Pero algo te hace hermanarte con este nuevo reloj. Te miras el vientre, deformado y convertido en un signo de interrogación: el que inicia una pregunta cuyo cierre no se ve en el horizonte. Como tu vida, ahora. Un cuerpo y una vida que cambian; un cambio que solo puede una aceptar con calma, como se acepta la lluvia, la cadencia a la que se cocina un guiso, la migración avícola, el tiempo que tarda una colada tendida en secarse.
Y ahora, acariciándote el ombligo, te das cuenta de que la vida es eso. Qué extraño, qué boba: ¡siempre has vivido a un ritmo no natural!, descubres. Esperar es un arte que tenemos que ir volviendo a aprender, a tejer dentro de la piel, poco a poco.
Hay una frontera de carne y de tiempo entre tú y esta criatura añorada, pero no tienes prisa. Hablas con ella a través del ombligo, le imaginas un nombre, os comunicáis en morse. Tarda lo que quieras, le dices; tómate el tiempo que quieras: el de la playa, el del océano, el de la colada al sol. Cuando nos conozcamos, por fin, te enseñaré a cultivar un huerto.