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Pensamiento
Ensayo general para un apocalipsis diferenciado
Todos conocemos la respuesta de fondo: la única posibilidad de salvar a alguien implica acabar con cierta idea de libertad como crecimiento económico, elección material y propiedad individual.
No está claro si la llegada del coronavirus a Italia anuncia el fin de la libertad, de la economía o de Agamben (1). Probablemente, dirás tú, ninguno de los tres. Ciertamente, preferiría afirmar, en cambio, que se trata del ocaso de los tres, y también que estos tres eventos pueden ser resumidos como el fin del mundo o, al menos, el fin de un cierto mundo. Antes de decir por qué, me gustaría, sin embargo, comenzar con algunos hechos que me resultan incontrovertibles. Digo esto porque entonces no quisiera encontrarme discutiendo aquí cuestiones de fundamento: es decir, uno muy bien puede ser climatoescéptico, pero no pretendas aquí discutir acerca de esto (yo renuncio). Solo quiero situar ciertas premisas para decirte, como Michael Dummett: empiezo desde aquí, soy sincero respecto a mis presupuestos.
1) El primer aspecto del fin del mundo es el elemento propiamente apocalíptico. ¿Qué es para nosotros, hoy, el apocalipsis (2)? Es, simplemente, el final del progreso; esto es, el final de la idea de que nuestros hijos estarán, en cierto sentido material, mejor que nosotros. En otras palabras, acabarán pagando la cuenta de aquello que ha sido, durante al menos un siglo, un cierto desequilibrio entre productos (commodities) y recursos. El calentamiento global, el dramático colapso de la biodiversidad —que puede no estar necesariamente ligado al primer aspecto—, la contaminación global del plástico y otros materiales de producción humana, el “pico petrolero”, son solo algunos aspectos de un apocalipsis que depende del modo exacto en que se había imaginado hasta ahora el progreso. Esto es, como un progreso material ligado a la intensificación de la producción y, sobre todo, a su distribución en una “cadena de valor” mundial, en la interconexión cada vez más intensa entre los circuitos de la economía mundial.
En esta etapa, ni siquiera sé si vale la pena hablar de capitalismo (el productivismo soviético, por ejemplo, no hizo menos daño al medio ambiente, ¿el modelo chino sigue siendo verdaderamente capitalista?) Es una completa visión del mundo la que está haciéndose pedazos o, más bien, como diría Wittgenstein, el Mundo mismo.
Lo que llamamos “libertad para escoger nuestro destino”, se encuentra ligado a nuestra capacidad de consumo, pero también de imaginar el futuro de acuerdo con las opciones disponibles que, de cualquier modo, ofrece un mercado
2) Me parece que el punto fundamental, reside en el nivel de consciencia del asunto por parte del gran público: los llamamientos de Greta Thumberg, los osos polares que penetran en las aldeas rusas, la desaparición de ciertas islas, la mortandad de los insectos polinizadores, son noticias del todo cotidianas que, sin embargo, ignoramos o preferimos ignorar ¿Por qué se produce esta situación de disonancia cognitiva? En primer lugar, porque se trata de cuestiones que resultan inaceptables e incongruentes según nuestro ideal de libertad. Lo que llamamos “libertad para escoger nuestro destino”, se encuentra ligado a nuestra capacidad de consumo, pero también de imaginar el futuro de acuerdo con las opciones disponibles que, de cualquier modo, ofrece un mercado.
El capitalismo verde es, al menos al nivel de esta conciencia colectiva, el mejor compromiso posible entre esta libertad de elección y la sostenibilidad global. Pero todos sabemos muy bien que el capitalismo verde no funcionará, y además de abandonarnos al sueño de soluciones tecnológicas a las crisis que siempre están literalmente por venir, debemos aceptar la consecuencia más o menos inconsciente. Malthus en 1798 ya delineaba claramente la alternativa: o se cambia el modo de vivir (lo que los franceses llamaron les moeurs en el siglo XVIII, y que tenía más o menos que ver con la sexualidad y la reproducción) o la destrucción violenta de una parte cada vez mayor de la población (lo que él llamaba positive check o aumento de la mortalidad a causa de epidemias, hambrunas, guerras, etc.).
La historia humana está llena de ejemplos en este sentido: la peste negra representó la desaparición del 40% de la población europea, la Segunda Guerra Mundial, el 3% de la población mundial, etc. Solo que, en una versión ulterior de su famoso tratado, Malthus, contradiciéndose, describe una tercera alternativa: transformar, gracias al desarrollo económico, las “clases extremas” (las clases pobres expuestas a la destrucción epidémica y el hambre) en clases burguesas que sabrán controlar mejor la tasa de natalidad, gracias a una mortandad superior, transformando así el positive check en preventive check (3). Pese a la ironía de Marx y Engels, quienes demostraron que la traducción de un positive check en preventive check significaba nada menos que matar a una parte sustancial del proletariado por inanición, es en este sentido que -en momentos diversos y con diversos entusiasmos- se ha comprometido el Mundo (excepto, tal vez, Corea del Norte).
Dado que somos incapaces de renunciar a un cierto modelo de libertad, hemos elegido consagrar una parte considerable de la humanidad a una muerte violenta
La transición demográfica, es decir, el paso de un régimen de alta natalidad y alta mortandad a un régimen de baja natalidad y baja mortandad, hacia el cual todos los países del mundo están transitando —con tiempos y modalidades diversas—, es prueba de aquello. Esto es lo que celebramos cuando decimos que el desarrollo económico ha logrado sacar de la pobreza a 500 millones de chinos y cien millones de brasileños: un cierto equilibrio aparentemente virtuoso entre el crecimiento demográfico y el bienestar disponible. Ahora bien, el que este modelo se traduzca en una catástrofe ecológica sin precedentes —antropocénica o capitalocénica, la diferencia es irrelevante—, nos devuelve al punto de partida: positive check o preventive check, tenemos que decidir. Dado que somos incapaces de renunciar a un cierto modelo de libertad y, consecuentemente, a un estilo de vida, hemos elegido, más o menos conscientemente (lo repito para evitar lugar a equívocos), consagrar una parte considerable de la humanidad a una muerte violenta (probablemente uno o dos mil millones de personas en los próximos treinta años, según estimaciones más o menos pesimistas).
3) La masacre no llegará para todos del mismo modo; dependerá fundamentalmente de eso que los “colapsólogos” franceses han llamado l’effondrement (el colapso). A pesar de la polémica que una teoría no científica y discutible puede provocar en muchos puntos, me parece útil comenzar con la definición mínima de colapso: este ocurre cuando el Estado ya no puede responder a las necesidades primarias de una parte sustancial de la población (agua, comida, calefacción, salud). Lo cual significa que la noción de colapso es local y diferenciada, porque depende de cierta relación entre política, ecología y territorio. El colapso no vendrá repentinamente, como los ángeles del apocalipsis, sino de formas más o menos sensibles en diferentes partes del mundo: Estados como Yemen, Congo, Siria o Venezuela pueden, hoy, ya ser considerados colapsados o en el camino del colapso. La India es un ejemplo de fascistización del Estado y colapso político-social sobre un fondo de crisis climática.
Pero más profundamente, el voto en los Estados Unidos para Trump, o para Bolsonaro en Brasil, o Salvini en Italia, es un voto de cambio fundado en una promesa: que en base a la propia nacionalidad (en realidad en base a la propia pertenencia a un cierto grupo social), se estará entre los salvados y no entre los hundidos (4). Hablando al inconsciente colectivo, el líder político se dirige a su pueblo prometiéndole la salvación y el arca de Noé, especialmente con respecto a los otros, los extranjeros. Mientras tanto, negocia más o menos explícitamente las condiciones de salvación con las clases que pueden permitírselo de manera realista, gracias a la continuación indefinida de las políticas de crecimiento que, por supuesto, a nivel global son completamente insensatas.
Este es el panorama. Vayamos ahora al coronavirus. El coronavirus es efectivamente más que una gripe (como lo demuestra explícitamente el R0 de 2.5 (5), o el potencial de contagio), pero no de manera objetiva y, por así decirlo, absoluta. Frente a esto, prefiero decir que el coronavirus es más que una gripe en nuestro contexto particular.
Sus paralelismos con la gripe española de 1918 no son del todo injustificados: por entonces, la epidemia —que también se debió a un virus que tenía un R0 bajo— golpeó a una población debilitada por la Primera Guerra Mundial, en una situación en la que la estructura sanitaria existente no estaba a la altura del problema. Ni la población china ni la europea están hoy tan debilitadas, pero en ambos contextos hay un problema común, que es la capacidad de los hospitales y la pertinencia de medidas sanitarias a la altura de la situación, es decir, capaces de responder a una creciente demanda de asistencia proveniente de los usuarios.
Desde este punto de vista, Agamben y Nancy tienen razón (6), pero también están equivocados en la medida que parecen razonar en un horizonte mundial homogéneo. En otras palabras, la propagación del coronavirus provoca las mismas medidas de confinamiento aquí y allá, pero por razones completamente diferentes.
China está construyendo el futuro posapocalíptico del mundo: un futuro basado en la planificación del crecimiento económico y la domesticación de los espíritus animales del mercado (el plan colosal de control de natalidad de hace algunos años, ya iba en esta dirección); un modelo de gobierno absolutamente antidemocrático (ya que no se trata en absoluto de construir un consenso a través la confrontación de opiniones, sino de retroceder hacia una base común de valores que unifique al pueblo chino en la marcha hacia la dominación mundial); una biopolítica que responde a estos criterios, fundada sobre el control total, disciplinario de la población, pero también, simultáneamente, sobre la extensión de la protección social y sanitaria a sectores cada vez más amplios (como lo demuestra el ambicioso plan de seguridad social y sanitaria para toda la población china).
Lo que realmente no tiene precedentes en China es la idea misma de que el Estado se haga cargo de la salud de la población, lo que genera una nueva demanda, creciente y explosiva; una demanda de asistencia sanitaria que anteriormente estaba a cargo de la familia, la aldea, o simplemente de nadie.
En un contexto en el que el coronavirus representa una amenaza de hacinamiento para estructuras sanitarias y hospitalarias aún frágiles, el lockdown (confinamiento) permite contener la epidemia dentro de ciertos límites, apoyándose sobre las estructuras de un Estado “autoritario” (si es que esta palabra tiene algún sentido en China), sin construir, por tanto, un “estado de excepción”. Los propios chinos parecen ser conscientes de que lo que está sucediendo no es más que una etapa en la construcción del futuro de China como la única potencia mundial.
Vamos a Europa y, más específicamente, a Italia. Aquí no se construye ningún modelo político para “el futuro”, a lo sumo se gesta como un puro presente en decadencia (frente a quienes continúan hablando de Italia como un “laboratorio biopolítico”, pero ¿de qué?, ¿laboratorio del fin del mundo?).
Tal como Esposito insinúa al final de su intervención (7), las ordenanzas y decretos promulgados por el gobierno italiano, tienen más relación con el carácter famélico del Estado-providencia, que con la extensión del dominio biopolítico y, más específicamente, con la estructura sanitaria sometida a treinta años de destrucción programática por parte de los gobiernos de “adelgazamiento” neoliberal y la llamada new public management.
Por otra parte, la situación es similar, si no peor, en la Francia desde donde escribe Nancy, donde Macron no solo ha contribuido a consumar la destrucción del concepto mismo de hospital, sino que también arrojó al más severo burn out a la casi totalidad del personal médico y está haciendo, literalmente, morir de hambre a buena parte del personal administrativo (lo que explica la simpatía general por el movimiento de los chalecos amarillos, que no son objeto de piedad, sino de identificación para la mayoría de la población). Probablemente, es la conciencia de esta destrucción la que empuja a Nancy a aprobar ciertas medidas de contención del virus, especialmente si se considera que los primeros en estar en riesgo son los más débiles, como él, afectados por diversas patologías, no sólo porque están más expuestos al coronavirus y sus consecuencias perjudiciales, sino también porque están expuestos al riesgo del descuido, el abandono, en suma, por estructuras médicas incapaces de manejar la emergencia, incluida la gripe, porque fundamentalmente carecen de recursos.
En resumen, lo que vivimos en Europa no es la extensión de la biopolítica como régimen de una potencia encarnada en el Estado que hace vivir y abandona a la muerte las vidas excedentarias. Más bien, asistimos, estupefactos en estos días, a la prueba de que el neoliberalismo ha anulado literalmente la opción biopolítica moderna, que es la capacidad de “hacer vivir”, centrada en el círculo virtuoso entre el desarrollo económico y población (en sentido cuantitativo, pero también cualitativo), opción en la que se sostuvo, durante al menos tres siglos, la posibilidad misma de eso que nosotros, “europeos”, llamamos libertad.
El punto es que salir del círculo mortal del desarrollo demográfico-desarrollo económico implica, en primer lugar, asesinar la libertad, o al menos, eso que llamamos libertad
Como hemos visto, esta opción se ha estrellado, literal y estructuralmente, contra los límites ecológicos que durante todo este tiempo han representado lo impensado del desarrollo. Agamben tiene toda la razón al decir que el estado de excepción se ha convertido en la regla, a través de una legislación liberticida fundada a golpes de decretos (8): el punto es que salir del círculo mortal del desarrollo demográfico-desarrollo económico implica, en primer lugar, asesinar la libertad, o al menos, eso que llamamos libertad. De hecho, el virus viaja por los mismos circuitos globalizados que constituyen el presupuesto material de nuestra concepción de libertad. Por esta razón, en Europa la emergencia epidémica del coronavirus se presenta, nada menos que en términos de arbitraje entre libertad y salvación: la cuestión de fondo es en qué medida el Estado neoliberal, esta encarnación terrenal e íntimamente peligrosa de la Providencia, todavía puede permitirnos una salvación relativa, con qué medios y para quién.
Lamento apelar a nociones tan ásperas como el inconsciente colectivo para explicar la psicosis colectiva de estos días, pero en cierto sentido las medidas tomadas por el gobierno italiano, representan un modo de dirigirse a este inconsciente, que ya es, repito, un inconsciente del apocalipsis. El problema central, me parece, es cómo dar una expresión concreta a este inconsciente sin traducirlo en los términos banales de una elección entre el egoísmo personal y la vida de los pobres, porque el problema central es lo que entendemos por libertad o por acción humana. La opción china de la libertad como control del mundo, no es solo, en lo que a nosotros respecta, una especie de pesadilla totalitaria: simplemente, para nosotros, aquí y ahora, en Europa, ya no es una opción posible. La respuesta de los partidos europeos autoritarios, fascistas o nacionalistas, que buscan vendernos una salvación contra los otros —los desesperados del mundo que serán los primeros en ser hundidos—, en nombre de la libertad liberal de elección y opinión, no solo es moralmente insostenible, sino un espejismo para la cortina de humo que intenta esconder la inevitable guerra de clases entre los hundidos y los salvados dentro de las fronteras. Todos conocemos la respuesta de fondo: la única posibilidad de salvar a alguien implica terminar con una cierta idea de libertad como crecimiento económico, elección material y propiedad individual. Es necesario volver a comenzar, al modo spinoziano, no desde aquello que nos es permitido, sino desde lo que es posible. El virus nos pone frente a la necesidad de no dejar solos a los pocos que ya se han aventurado por esta vía.