Juventud
Muera la banda, viva el orden

La espectacularización del retrato de las bandas mostrado a cámara, con detenciones o incautaciones vuelve a escena tras un silencio informativo en el que eran otros los que ostentaban la etiqueta de enemigo público.

Durante los últimos meses hemos asistido a un aumento considerable de noticias en telediarios y periódicos enfatizando el repunte de violencia de las comúnmente llamadas bandas latinas. Desde el 26 de noviembre del pasado año, con la muerte de un joven en Cercedilla (Madrid), el señalamiento de las acciones delictivas de estos grupos ha sido constante. En el mes de febrero, la delegada del Gobierno en Madrid, Mercedes González, anunciaba un Plan de actuación y un dispositivo integrado por 514 efectivos de la Policía Nacional, entre los que se encontraban miembros de la Brigada Provincial de Extranjería y Fronteras de Madrid.

La narrativa mediática de los últimos acontecimientos nos remite a la época dorada de la cobertura de las bandas, allá por el 2003. El asesinato del colombiano Ronny Tapias en Barcelona ese mismo año inauguraba, según el sociólogo Luca Queirolo, la modalidad discursiva de los bárbaros, una manera de retratar a estos grupos de jóvenes como un problema, destacando la monstruosidad y el peligro de estas agrupaciones y vinculando la violencia y el crimen como factores intrínsecos y definitorios de su existencia.

La saturación del discurso de la banda, más que contextualizar el fenómeno o remitirnos a sus causas sociales, alimenta los pánicos morales de una clase media blanca asustada que señala al enemigo equivocado

La espectacularización del retrato mostrado a cámara, con detenciones, incautaciones y la siempre aparentemente efectiva —pero nunca definitiva— “desarticulación” de algunos de sus coros, vuelve a escena tras un silencio informativo en el que eran otros los que ostentaban la etiqueta de enemigo público. Tal y como afirmaba Mariah Torres Oliver, investigadora del grupo Transgang en una entrevista realizada en el programa catalán Planta Baixa, “sólo hablamos de que estos grupos están activos equiparando la actividad a la violencia, y cuando desaparece la violencia también desaparecen de los medios”. La invisbilización se alimenta del estigma, pero la hipervisibilidad, más que democratizar la representación mediática, es la otra cara de la moneda. La saturación del discurso de la banda, más que contextualizar el fenómeno o remitirnos a sus causas sociales, alimenta los pánicos morales de una clase media blanca asustada que señala al enemigo equivocado.

Corre, di algo

Existen palabras baúl como mafia o banda, que intentan retratar la cara oscura de la sociedad, pero que hablan muy poco del fenómeno al que se refieren y mucho de quien las enuncia. El término banda, importado del estadounidense gang, ha sido normalmente acompañado por el calificativo étnico “latina”. Actualmente, ante la evidencia de que también hay jóvenes de otras nacionalidades —incluida la española— que participan en estos espacios, se ha empezado a hablar de bandas interculturales o bandas juveniles. Sin embargo, esta manera de nombrar al subalterno no es reconocida por sus propios miembros, que suelen considerarse familias de la calle, y tampoco es empleada por los investigadores que trabajan mano a mano con los jóvenes, que prefieren hablar de organizaciones juveniles callejeras.

Seguir hablando de banda, aun sin la coletilla “latina”, nos continúa remitiendo al crimen organizado, la violencia callejera y el tráfico de sustancias, e implica seguir observando y explicando el fenómeno desde una perspectiva securitaria y criminalizadora. Abordar los síntomas de la desigualdad social y racial desde el punitivismo es modus operandi de la derecha —y del neoliberalismo en general— pero esto no implica que quienes militamos en colectivos u organizaciones de izquierda no debamos estar prevenidos para no operar en los mismos marcos interpretativos. La inmediatez y la urgencia en lo referente a pronunciarnos sobre temas que atañen al campo de la seguridad antes de que la derecha lo haga, las acusaciones erróneas de buenismo, implican en la mayoría de los casos asumir puntos de partida ya viciados. Concretamente con organizaciones como Latin Kings, DDP o Trinitarios, existe una asunción a pies juntillas del relato policial, una fuente ampliamente cuestionada cuando los objetos de los atestados policiales son “los nuestros”.

Durante los últimos años hemos sido testigos de cómo algunas organizaciones de la izquierda madrileña se veían interpeladas ante los recientes casos de violencia callejera y decidían convocar concentraciones, colgar pancartas o emitir comunicados de denuncia. “Ni bandas ni nazis”, “Fuera bandas de nuestros barrios”, “Joven, déjate de bandas y únete a la clase obrera” son algunos de los eslóganes utilizados y replicados también en las redes sociales. Con sus matices, todos parten de una idea de “la banda” como lo exógeno, lo importado, lo que no pertenece al barrio y ha venido a ensuciarlo, literal y metafóricamente. Nos transportan a una época pre-bandas y sin conflicto, una vuelta a un orden ficticio, más bien aspiracional. La violencia, además de magnificada, no es concebida como un síntoma, sino como un comportamiento irracional completamente descontextualizado. Poco importa aquí entender cómo entronca este fenómeno con la sociedad posmigratoria y cuáles son los efectos de las dos décadas de políticas madrileñas de mano dura. El mensaje es claro: muera la banda, viva el orden (de la clase media).

En una investigación en redes sociales se llegaba a la conclusión de que actores sociales que defienden a los menores migrantes no acompañados no se suelen implicar en la defensa de las bandas, sino que por el contrario, hay algunos defensores que llegan a criminalizar a estas últimas

Sin embargo, al mismo tiempo que se inician campañas de criminalización y señalamiento desde posturas progresistas, la comprensión del fenómeno de los jóvenes que migran solos, los menores no acompañados, es bastante diferente. Mientras que la banda es concebida como un agente violento y criminal, la utilización de los jóvenes que viajan solos como chivo expiatorio por parte de la extrema derecha ha sido férreamente contestada. Ante los señalamientos vecinales que, en resumidas cuentas, venían a relacionar los centros de menores con el aumento de robos, agresiones sexuales y tasas delictivas en general, amplios sectores de la izquierda y colectivos juveniles no han tenido ningún tipo de duda en señalar la manipulación de los medios y la falta de contextualización de la situación desfavorable de estos chicos. Siempre se ha tratado de entender a quién beneficia hablar de crimen y dar una explicación social del mismo. Sin embargo, en una investigación en redes sociales realizada por Empírica para el proyecto LEBAN, se llegaba a la conclusión de que actores sociales que defienden a los menores migrantes solos no se suelen implicar en la defensa de las bandas, sino que por el contrario, hay algunos defensores que llegan a criminalizar a estas últimas.

Para entender esta diferente vara de medir es útil remitirnos a la construcción de la figura de la víctima y a la razón humanitaria examinada por el antropólogo francés Didier Fassin. Desde esta perspectiva, el migrante del Sur Global sólo es reconocido como sujeto de derechos en cuanto que es víctima y no agente, y las prácticas compasivas sólo se despliegan cuando hay suficientes pruebas del sufrimiento. Es una compasión que, según esta lógica, debe ser merecida y por tanto argumentada a través de relatos biográficos caracterizados por el patetismo. De esta manera, se asignan valores diferenciales a las vidas migrantes y sólo se reconoce la verdad de la víctima perfecta: la empatía llega hasta el menor que está a miles de kilómetros de sus padres, pero no hasta el joven que no se muestra como expandillero arrepentido o que no encaja dentro del relato de “chico captado por la banda”.

La banda es el otro

En los diferentes eslóganes mencionados anteriormente podemos observar la representación de la mano dura y blanda del Estado actuando a través de organizaciones de izquierdas. Hay diferencias entre ambos discursos: no es lo mismo pedir que las bandas abandonen el barrio y y compararlas con los grupos neonazis que también actúan en él, que sugerir a los jóvenes que dejen las bandas para unirse a la “clase obrera”. Sin embargo, en las dos maneras de encajar el problema podemos entender el mismo punto de partida: la banda no es un actor legítimo ni se entiende como un lugar para la agencia y la inclusión de los excluidos del sistema, tal y como afirma el sociólogo Luca Giliberti. Bajo la apariencia integradora del deja la banda y vente con nosotros se camufla un asimilacionismo cultural que infravalora otras formas de sociabilidad que no sean las blancas, las correctas, las nuestras.

En uno de los capítulos de la obra colectiva Exploring Ibero-American Youth Cultures in the 21st Century, los investigadores Begoña Amarayona y Jordi Nofré analizan cuál es el papel de las bandas en el proceso de reconfiguración urbana y gentrificación del barrio madrileño de Vallecas. En este sentido, el discurso que asocia las bandas juveniles con el crimen organizado, el tráfico de drogas y la degradación es un mecanismo a través del cual se moviliza el conflicto contra la gentrificación. Tal y como concluyen en su etnografía, quienes son descritos por los medios y por los residentes como bandas, son un actor principal en el conflicto contra el proceso de transformación urbana elitista: su presencia supone una frontera urbana en contra de la gentrificación, pero al mismo tiempo los discursos estigmatizantes consolidan la legitimación pública de procesos de desplazamiento a través de la securitización del entorno, intentando convertir el barrio en un lugar más atractivo para los nuevos moradores de clase media interesados en los bajos precios de la vivienda.

Si desde la izquierda se replica el discurso de las bandas sólo cuando se comete un acto violento, seguiremos siendo cómplices de silenciamientos múltiples

Si desde la izquierda se replica el discurso de las bandas sólo cuando se comete un acto violento, seguiremos siendo cómplices de silenciamientos múltiples. Por un lado, infravalorando todas las funciones que estos grupos cumplen para los chavales forman parte de ellos, aquellos que son expulsados de la educación formal, los equipamientos municipales y la calle. Por el otro, obviando todo el conjunto de violencias más o menos explícitas, más o menos estructurales, mucho más complicadas de retratar y publicar que una reyerta entre dos grupos rivales. No se trata de romantizar el fenómeno, pero sí de observarlo en toda su complejidad.

El capital social que te da el grupo, el reconocimiento por tus pares, la performatividad de la masculinidad, el menudeo, incluso la violencia como resistencia cotidiana, muchas veces contraproducente, expresiva pero también política, son lugares comunes que no nos pillan lejos en los barrios de clase trabajadora. Asumir que “la banda siempre es el otro” es racismo. Son muchas las familias de la calle unidas por una afinidad política, un origen, la pasión por un deporte o gustos en común. Con todos sus grises, las familias de la calle no deben morir, porque tampoco existe un orden que deba ser restablecido.

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