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Genocidio
Después de un año de genocidio, espero poder volver a ser el humano que fui
Si no hubiera guerra, las grandes sonrisas de los niños pintarían nuestras calles, las rosas florecerían delante de nuestras casas y los cantos de los gallos y los pájaros resonarían maravillosamente por la mañana. Los estadios, a rebosar cada fin de semana, no se habrían convertido en refugios. Los jardines de los hospitales, serían un buen lugar para hacer picnic, y no un espacio donde continuamente se ofician funerales.
Era un soleado y feliz viernes 6 de octubre cuando mi hermana y su hijo de un año nos visitaron para comer. Después, saboreamos unos dulces, tomamos café y prometimos volver a vernos muy pronto. Más tarde, antes de la puesta de sol, mi anciana tía de Khan Younis llamó a nuestra puerta con la intención de pasar los cuatro días siguientes con nosotros. Aquel día fue para mí una montaña rusa de emociones: pues la etapa final de mi vida universitaria empezaría el 7 de octubre. No podía esperar más y contaba cada segundo para que llegara la mañana.
Sólo tenía 20 años, ahora 21, pero he vivido seis guerras genocidas. Al día siguiente, a las 6:30 de la mañana, me levanté aterrorizado por unas explosiones masivas. No sabía nada, pero como antes había pasado por cinco guerras horribles, no tuve ninguna duda de que se trataba del estallido de otra guerra desastrosa contra nosotros.
Los drones zumban continuamente sobre nuestras cabezas, los aviones de guerra atacan edificios residenciales sin parar y los cuadricópteros y francotiradores disparan deliberadamente a civiles
Esto somos nosotros: dos millones y medio de personas asediadas y ocupadas que luchan por su existencia en guerras constantes y que nunca han conocido lo que significa, realmente, una buena vida. Sólo leemos sobre ello o lo vemos a través de las pantallas.
Sin embargo, esta guerra ha ido más allá de nuestra imaginación y expectativas. Nos ha sorprendido a todos desde el primer día hasta ahora: los drones zumban continuamente sobre nuestras cabezas, los aviones de guerra atacan edificios residenciales sin parar y los cuadricópteros y francotiradores disparan deliberadamente a civiles por todas partes.
La mía es una ciudad que duerme y se despierta muy temprano, tiene una población minúscula, de unas 80.000 personas. Viviendo en Deir al-Balah desde que nací, me di cuenta de que no siempre ha sido un objetivo constante de los ataques israelíes. Sin embargo, tras el 7 de octubre, todo empezó a parecerme alarmantemente diferente. Terror tras terror, calamidad tras calamidad, y trauma tras trauma: así ha sido mi vida desde que empezó este genocidio. Mi familia y yo sabemos que nos pueden matar en cualquier momento. Ahora nos aferramos a un rayo de esperanza de que sobreviviremos a este genocidio.
Mi hermana regresó ese día, el 7 de octubre, a las nueve de la mañana, pero esta vez tenía un aspecto notablemente afectado: jadeaba, llevaba varias bolsas grandes sobre los hombros y en las manos, y su rostro estaba marcado por el pánico y el dolor.
Mi hermana mayor, también en la ciudad de Gaza, se quedó un par de días en su casa con la esperanza de que aquella pesadilla no durara más. Mi tía no podía contener la respiración. Como tenía varias enfermedades crónicas, tuvo que volver a su casa. Mi familia y yo temblábamos de miedo cada día. Cada día era un episodio de puro terror.
Había trabajado antes como periodista, pero nunca quise ser corresponsal de guerra. Decidí no empezar a informar sobre la guerra desde el primer día, sino que preferí continuar mis estudios en circunstancias terribles. Además estaban los cortes de telecomunicaciones e Internet. Un mes después, el 7 de noviembre, no pude quedarme callado y sentí que era mi deber religioso e instintivo informar sobre la barbarie del ejército israelí y el gran sufrimiento de mi pueblo.
Perder a mi amigo más querido y comer alimentos para animales
Además de declarar una guerra a gran escala contra Gaza, Israel cortó el agua, la electricidad, la entrada de comida y de combustible. Dos millones y medio de personas quedaron varadas y atrapadas en 365 kilómetros cuadrados donde pueden ser asesinadas en cualquier momento por la monstruosa máquina de matar de Israel. Ahora están enlatados en menos de 60 kilómetros cuadrados: el centro de Gaza y Khan Younis.
Los días pasaban, pero cada segundo parecía un año. No dormíamos por las noches mientras los aviones de guerra y los tanques de Israel golpeaban sin descanso nuestra ciudad y todos los puntos del enclave. Yo arriesgaba mi vida para ir al hospital e informar desde dentro. Todas las historias que escribí me impactaron y se quedaron conmigo. Durante el primer mes, cuando nos acercábamos al invierno, escribí sobre la situación humanitaria y la magnitud del número de heridos en el interior de los centros sanitarios.
Nunca había imaginado en toda mi vida que caminaría por pasillos llenos de amputados, en su mayoría niños. Los gritos de los heridos de guerra no podían desaparecer de mis oídos
Nunca había imaginado en toda mi vida que caminaría por pasillos llenos de amputados, en su mayoría niños. Los gritos de los pacientes heridos de guerra no podían desaparecer de mis oídos. Los sollozos de madres y niños junto a los cadáveres de sus seres queridos aún me rompen el corazón.
Durante la noche del 21 de noviembre, los cohetes F-16 israelíes causaron estragos en nuestro barrio, matando al menos a 20 de mis vecinos, destruyendo 13 casas e hiriendo a varios más. Hasta ahora, el hijo de nuestro vecino sigue bajo los escombros de su casa.
Estábamos durmiendo y nos despertamos alarmados. No pudimos volver a conciliar el sueño, sin embargo dimos gracias a Dios por haber sobrevivido a aquel desgarrador ataque masivo. Se nos llenaron los ojos de lágrimas al ver a nuestros vecinos desmembrados ensangrentados a los lados de la calle.
Antes de que amaneciera, seguíamos rezando para que todo aquello terminara. Literalmente, soñamos con eso todos los días. Tres días después, comenzó una tregua de siete días. Fue un rayo de esperanza y un soplo de aire fresco. Esta tregua temporal nos inspiró para ver una final después de 49 días de matanza y destrucción masiva, de sufrimiento sin igual.
Desde que empezaran los ataques, aunque vivamos a una calle de distancia, no había podido reunirme con mis amigos. Durante la tregua, me encontré dos veces con mi querido amigo Al-Hassan. La primera vez estaba escribiendo un artículo para Electronic Intifada (link) sobre la gente que se refugiaba en un colegio. La segunda vez fue el quinto día de la tregua, y comimos huevos fritos, bebimos té y jugamos. Nunca imaginé que aquella sería la última vez.
Durante esos días, comía sobre todo alpiste para pájaros y alimento para animales. Teníamos carne enlatada para las mascotas. Encontrar un tomate o un pepino era una ardua gesta. La comida era muy escasa, y el agua estaba simplemente contaminada. Cocinábamos en una hoguera de leña. No teníamos gas para cocinar, ni electricidad, ni harina. Simplemente nada.
El 11 de diciembre, tomé mi desayuno habitual y luego abrí mi portátil. A mediodía, oí una gran explosión. Estaba bastante lejos, y viéndola desde el tejado de mi casa me orienté, comprobé que era en el centro. Momentos después, me enteré de que el impacto había sido en casa de Al-Hassan y lo había matado a él, a su padre, a su hermana y a su abuela.
Recuerdo vívidamente sus encantadoras sonrisas, su hermoso rostro y su promesa de la última vez de que disfrutaríamos de nuestro tiempo en todas partes cuando terminara la guerra. Era tan esperanzador, lleno de positivismo e inspiración. Desde que lo mataron, aún no me he reconocido. Si hubiera sabido que aquella era la última vez que nos veríamos, habría preferido morir con él.
Nunca perderé la esperanza
Aquel día miserable y desgarrador, charlé con Anealla Safdar, redactora de Al-Jazeera, y con dolor pude contarle que había perdido a mi amigo del alma, Al-Hassan. Ella compartió mi agonía y me dio su más sincero pésame. Luego, me preguntó amablemente si podíamos hacer algo por Al-Hassan. “Claro, espero poder”, le dije por WhatsApp.
Han pasado casi 10 meses desde que lo perdí. Anealla fue un regalo del cielo. No sólo era mi editora, sino mi hermana, mi maestra, mi inspiración, mi brújula y el reflejo de mi sonrisa a lo largo de todo este desolador camino. Cualquier palabra que escriba, no podrá describirla. Anealla es única en cada letra de su nombre. Ha sido mi consuelo y mi fuerza durante todo este duro tiempo. Fue un tesoro encontrarla, y me siento increíblemente afortunado de haber trabajado para ella y con ella.
Nunca perderé la esperanza. Siempre buscaré la belleza a mi alrededor. Ahora tengo una rosa amarilla, un jazmín y plantas de albahaca. Las riego y cuido a diario
Mes tras mes, las cosas iban cambiando, desgraciadamente a peor: Más barrios arrasados, el número de muertos aumentando bruscamente y más traumas infligidos. Como periodista de fútbol, tenía muchas ganas de hablar de la tragedia deportiva de Gaza, que, como tragedia silenciosa, no aparece en los titulares. Ser el único periodista deportivo en todo el territorio nunca me desanimó, sino que me impulsó a continuar y amplificar las voces de nuestros aficionados, jugadores y directivos.
Fue totalmente devastador informar sobre la masacre masiva de nuestros jugadores y la aniquilación total de nuestras instalaciones deportivas. Daba igual el tipo de reportaje que escribiera, sólo reflejaban nuestra miseria colectiva.
Arriesgué mi vida en cada paso que di y con cada palabra que escribí. Sobreviví a numerosos ataques aéreos, como la masacre de la escuela de niñas Khadija y los repetidos ataques al Hospital de los Mártires de Al-Aqsa. Escribí sobre la situación médica y humanitaria a través de historias desgarradoras de hombres amputados, niños descalzos y destrozados por la guerra, y mujeres embarazadas traumatizadas.
"This is our yellow rose. It is, in fact, the best thing we have at the moment because we see hope through it."
— Middle East Eye (@MiddleEastEye) April 29, 2024
Gaza resident Abubaker Abed shared a message of hope from a rose that he had grown in Gaza. pic.twitter.com/acsO8sys99
También recuerdo cómo plantaba y regaba cada día mi rosa amarilla y cómo llegó profundamente al corazón de miles de personas de todo el mundo. Es mi fuente de esperanza y amor. Es realmente la razón por la que sigo soportando los traumas cotidianos.
Como ser humano o como periodista, sé que todos mis esfuerzos pueden haber sido en vano, ya que este genocidio no ha cesado. Sin embargo, no me detendré y seguiré contando la verdad y transmitiendo el mensaje de mi pueblo, diariamente brutalizado por la guerra en curso. Nunca perderé la esperanza. Siempre buscaré la belleza a mi alrededor. Ahora tengo una rosa amarilla, un jazmín y plantas de albahaca. Las riego y cuido a diario. Así es como quiero verme y esto quiero llevarme después de este holocausto genocida.
Creo que sobreviviré para ver y vivir en una Palestina libre y convertirme en el ser humano, el verdadero ser humano, que quiero ser.