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Marxismo
Los conflictos de la democracia con la revolución
Quien entre en Historia del pensamiento marxista sobre la democracia (Trea, 2023), de Ernesto M. Díaz, se encontrará una audaz revisión de la vinculación entre democracia y marxismo. El arco temporal comienza en los fundadores, aterriza en el marxismo clásico de la tercera generación de marxistas ―Rosa Luxembourg, Lenin y Trotsky― y dedica dos enjundiosos capítulos a la tortuosa vinculación entre la revolución soviética y la democracia. Posteriormente, la obra se concentra en la tradición trotskista y los tempranos críticos comunistas del bolchevismo, algunos de cuyos argumentos centrales serían tardíamente asumidos por los seguidores del fundador del Ejército Rojo. Ya más cerca de nuestro presente, Ernesto M. Díaz analiza el discurso de la “autonomía obrera” y culmina con una interpretación del maltrato neoliberal a la democracia. Todo ello sin dejar de aportar perspicaces notas sobre la interpretación dominante de la transición en España, del franquismo a la monarquía parlamentaria.
Como tengo la fortuna de conocer a la persona que escribe, puedo vislumbrar tras este importantísimo esfuerzo teórico los afanes y la perplejidad del joven que vive intensamente las luchas que se abrieron tras la crisis capitalista del 2008. Hasta entonces, el marxismo se recluía en pequeños grupos de especialistas ―a menudo de impresionante calidad― o dentro de grupos políticos de influencia limitada, algunos de los cuales celebraban, con el desparpajo que dan las sectas, lo más siniestro de la tradición asesina del estalinismo. Las luchas democráticas impusieron a Ernesto M. Díaz interrogar críticamente la tradición en la que militaba, aquella procedente de la Cuarta Internacional. En su reflexión académica Ernesto M. Díaz decidió aquilatar su propio balance y mostrarnos que el marxismo, el leninismo y el trotskismo, dentro de un rico espacio de debates teóricos, tenían mucho que enseñarnos. No por proponernos recetas, sino por situarnos en dilemas que son aún los nuestros. La impresionante bibliografía manejada y la provisionalidad de las conclusiones indican que Ernesto M. Díaz introduce un importante jalón que no es definitivo, sino que se inserta dentro de un programa de investigación de lo más prometedor.Me adentraré en ese programa de trabajo, señalando algo de lo mucho que este libro nos ofrece, pero también en los interrogantes que me despierta, desde tres ángulos: uno de conocimiento, otro motivacional, siendo el tercero moral.
El programa marxista ofrece una perspectiva cuya importancia, específicamente para la democracia, nunca se resaltará lo suficiente
Sobre el ángulo epistémico, el programa marxista ofrece una perspectiva cuya importancia, específicamente para la democracia, nunca se resaltará lo suficiente. Marx enseña que el modo en que utilizamos la técnica y nos apropiamos de la naturaleza, lejos de ser políticamente neutro, conlleva ya una concepción del ser humano. No es lo mismo que produzca un esclavo, un siervo o un trabajador libre, y las formas políticas se encuentran relacionadas con esa experiencia básica. Por supuesto, las sociedades históricas no se encuentran dominadas por un exclusivo modo de producción, sino que agrupan compuestos articulados con mayor o menor armonía. En la democracia antigua el peso del esfuerzo esclavo era fortísimo, lo cual no evitaba la existencia de trabajadores y agricultores libres, con intereses sociales opuestos a las oligarquías, y capaces de generar formas políticas de amplia e intensa participación popular. Además, esas formas políticas, surgidas en un contexto, pueden reactualizarse en contacto con otros: lo percibirá claramente una lectura atenta de pasajes del Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Además, existe ya un corpus importante de obras sobre este problema. El clásico de Bernard Manin (Principios del gobierno representativo) ha explicado la tensión entre modelos de democracia desde un punto de vista académico. Desde perspectivas más militantes, pero no por ello menos ricas ni profundas, insistieron en ello Arthur Rosenberg (Democracia y lucha de clases en la Antigüedad, Democracia y socialismo) o la importancia que la democracia clásica tuvo para militantes surgidos de la crítica del leninismo y el trotskismo ―por ejemplo, referencias ocasionales en Anton Pannekoek, muy profundas en el mítico Cyril Lionel Robert James con Every cook can govern― y, siguiendo su estela, los impresionantes resultados intelectuales de Cornelius Castoriadis sobre la democracia. En el pensamiento republicano esa presencia de los modelos clásicos de democracia se encuentra en el monumental trabajo de Antoni Domènech El eclipse de la fraternidad. Las reflexiones de Rosa Luxembourg sobre la Marca Germánica, inteligentemente rescatadas por Ernesto M. Díaz, son un ejemplo de la importancia de formas democráticas del pasado susceptibles de ser recuperadas de manera enriquecida. En la Marca los mecanismos del mercado podían evitarse gracias a la socialización en los oficios y los conocimientos económicos adquiridos por los trabajadores. Cada experiencia de democratización ―política, económica…―, por limitada que resulte, por grandes que sean las injusticias con las que conviva, contiene ganancias que muestran las posibilidades democráticas de la gente común y enseñan a dominar mecanismos de coordinación ciegos como el mercado.
Ernesto M. Díaz encuentra en los escritos de Marx sobre el capitalismo, y constata, que dentro de un contrato de trabajo libre los obreros quedan sometidos en su actividad económica y, de ese modo, se encuentran anulados en sus potencialidades como ciudadanos. La sumisión conlleva explotación, agotamiento y restricción de las potencialidades creativas de los trabajadores. Debido a lo cual son compatibles, en el capitalismo, formas más o menos democráticas con la dominación de clase. En este libro se delimitan tres alternativas. Existe una manera más directa y burda por la que burguesía se asegura de colocar en el timón del Estado a su propio personal. Basta para ello, si no se recurre a mecanismos censitarios explícitos, generar una enorme desafección política entre las clases subalternas e incitar a los agentes del capital a convertirse en personal dirigente del sistema de partidos y del Estado. Otra versión es más sutil: el Estado, trabajando para el conjunto de la burguesía, no por ello lo hace para cada capitalista individual, el cual puede ver contrariados sus intereses inmediatos. Quién no recuerda las resistencias indignadas de los capitalistas a la legislación laboral, reportada por Marx en el primer volumen de El capital. Podría decirse, en términos freudianos, que este modelo supone un proceso de trabajo sobre las pulsiones primeras del capitalismo. Habría que interrogar bien ese proceso, pues supone una auténtica “reforma moral e intelectual”. ¿Hasta qué punto puede incluirse como una especie dentro del género “control de la clase dominante”? ¿No lo desborda y anuncia potencialidades socialistas? La tercera versión de control es la de utilizar la democracia mientras esta no genera propuestas anticapitalistas. En ese caso, que Marx dilucida en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, el control del Estado por la clase dominante resulta todo menos estable. Marx nos cuenta cómo la burguesía se divide entre quienes creen en el parlamento y quienes no, precisamente porque estos últimos son incapaces de comprender sus intereses generales de clase. Una fracción considerable del capital, por tanto, se encuentra a disgusto con los parlamentos, es una especie de fracción lumpenburguesa presta a echarse en manos de aventureros y criminales. Ese abandono del ideal democrático por parte de los capitalistas invita a pensar en la diferencia entre revolución burguesa y capitalismo, y en los desacoples que el segundo impone a la primera. Pero no solo, hay más. El Estado bonapartista acabó construyendo un tipo de dominación sobre todas las clases, apoyándose en una burocracia invasiva y autónoma, y sostenida socialmente, sobre todo, en el campesinado propietario políticamente regresivo.
Entro ahora en la cuestión de la motivación política. La gran innovación democrática del socialismo revolucionario fueron los consejos de fábrica, lo que ocupó a Gramsci, Lukács y también a los creadores del Estado de Consejos, la Unión Soviética. Por supuesto, Ernesto M. Díaz es marxista en todo, sabe que una cosa es lo formal y otra lo real, y no se engaña: los soviets tuvieron una corta vida democrática, consecuencia fundamental de la guerra civil pero también de discutibles medidas represivas de los bolcheviques contra otros partidos soviéticos. Pese a ello, este libro insiste en que los protagonistas del modelo soviético sostenían en muchos ámbitos una cultura racional y, si se me permite la expresión, liberal en el mejor sentido del término: Alexandra Kollontai defendiendo la decisión individual contra los matrimonios concertados, Anatoli Lunacharsky promoviendo una cultura tolerante y sin distorsiones políticas, el mismísimo Iosif Stalin apostando por el derecho a la autodeterminación nacional. Ernesto M. Díaz insiste además en el sentido complejo del término dictadura, procedente de la tradición republicana clásica ―en la que designaba atribuciones controladas y limitadas (es la dictadura comisaria)―, y que, cuando se empleaba en el siglo XIX y principios del XX, no tenía las connotaciones siniestras que le confirieron el nazismo y el estalinismo. Para Ernesto M. Díaz la dictadura, en el marxismo clásico, se circunscribía a periodos de crisis, en los cuales resultaba necesario defender la revolución de la violencia contrarrevolucionaria. Por supuesto, conllevaba el mantenimiento de la democracia en el bando revolucionario y en la relación de este con su pueblo.
La gran innovación democrática del socialismo revolucionario fueron los consejos de fábrica, lo que ocupó a Gramsci, Lukács y también a los creadores del Estado de Consejos, la Unión Soviética
El equilibrio entre medidas de excepción y apoyo popular, entre concentración de poder y participación política, es un dilema clásico de la democracia. Se encuentra presente en las tragedias sofocleas, en las que personajes como Edipo y Creonte simbolizan una tensión irresoluble, presente en cada práctica política: necesitamos medidas urgentes ejecutadas por un número selecto de personas; y estas tienden inevitablemente a aislarse en conflictos que solo les atañen a ellos y a actuar al margen del sentido común y, no digamos ya, de la democracia. No existe manera de resolver ese dilema y, por tanto, aunque sea a costa de la eficacia, solo la participación colectiva puede evitar que la democracia se convierta en tiranía. Indudablemente, la tradición bolchevique no aprendió esa lección y ha seguido produciendo, con aburrida frecuencia, el espantoso ejemplo de una dictadura que, pretendiendo defender la democracia profunda, acaba degradándola. La pregunta que necesita uno plantearse es: ¿puede motivar la estrategia revolucionaria con semejantes costes de transición? No solo en procesos de transformación globales, con sus crímenes indefendibles, sino en la pequeña práctica militante: ¿no abunda, desgraciadamente, la presencia de dictadorzuelos en las prácticas revolucionarias más auténticas? ¿No son muchos de ellos personas tan nobles como las que más? El problema no es psicológico, sino que deriva trágicamente de los procesos de encumbramiento y paranoia que acarrean las funciones dirigentes ―lo cual no obsta para que estas seleccionen, a veces, a auténticos psicópatas, algo que sucede también en la empresa capitalista―.
El libro que comento no da una respuesta clara, aunque proporciona una enorme cantidad de argumentos que, es lo que yo creo, invita a la conclusión negativa: las revoluciones tienen unos enormes costes de transición. O las abandonamos… ¡o pensamos en otro modelo de revolución! Leería con el mayor interés, si Ernesto M. Díaz lo introduce en su agenda de investigación, lo que pueda contarnos al respecto.
Y, para terminar este texto, dos palabras sobre la cuestión moral, quizá un asunto sobre el que procede reflexionar en dos sentidos. El primer sentido consiste en estudiar cuáles son los pactos consigo mismo que debe realizar un militante revolucionario y qué tipo de disposiciones debe desarrollar. Gramsci hablaba de la necesidad de pensar el bloque histórico como psicología política y moral, pues en el fondo cada cual necesita pactar con una variedad de pulsiones y valores. En este punto ocupan un lugar central las consideraciones sobre los cuidados procedentes del feminismo, también del feminismo marxista. El segundo sentido consiste en investigar dónde la moral debe poner límites absolutos a los cálculos de oportunidad políticos. Desgraciadamente, John Rawls solo aparece en este libro a través de la atropellada crítica que le endosan Toni Negri y Michael Hardt. La obra de Rawls, que puede relacionarse fácilmente con preocupaciones socialistas, plantea cuestiones esenciales como las condiciones de justificación de la desigualdad.
Ernesto verá si este asunto, y los otros que le señalo, le sugieren pistas que seguir. Aunque no lo hagan, lo seguiré leyendo por el enorme interés de su trabajo teórico que, en mi caso, se potencia con afectos alegres cuando observo el camino de la persona joven, cordial y comprometida que conocí hace ya bastante tiempo. Esto último no es importante, pero no podía acabar sin decirlo.