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Coronavirus
La pandemia y las necesidades
La fragilidad social a la que la pandemia nos enfrenta puede ayudarnos a generar preguntas evidentes sobre la capacidad del actual sistema socioeconómico para satisfacer nuestras necesidades.
La experiencia única que estamos viviendo nos coloca ante una perspectiva desconocida. De manera súbita, los referentes de vida diarios con los que medíamos el éxito o el fracaso, el sentido o el sinsentido de las cosas que hacemos, se ha movido. Esto nos deja a la mayoría descolocados y temerosos. O cuando menos, inseguros. El tipo de reflexión que esta situación nos provoca guarda cierta analogía con lo que experimentamos cuando perdemos a un ser querido: una sensación de profundo relativismo, una pesada sospecha de que no nos estábamos centrando en lo principal.
Se ha escrito mucho sobre esta pandemia como oportunidad. Es muy difícil hacer una lectura posibilista en términos de oportunidad cuando estamos siendo testigos de una crisis que se llevará por delante a muchísima gente, tanto de forma directa como indirecta. Buscar el lado positivo es algo lógico, por otra parte, aunque es tan importante como complicado hacerlo sin moralismos. ¿Qué nos puede enseñar esta crisis? A nivel político, económico o ecológico hay análisis solventes sobre los fundamentos de esta crisis y los efectos que va a provocar. Son análisis cuyas aristas más complejas probablemente tengan un público experto reducido. Las lecturas de oportunidad política en esta pandemia, como en otras manifestaciones pasadas de quiebra del actual sistema, son tentadoras, aunque también corren el riesgo de ser más desiderativas que realistas.
Mientras que unas personas podremos tomarnos este confinamiento casi como un retiro espiritual de clase media, otras personas se ven empujadas contra los límites de la supervivencia
Encuentro más interesante reflexionar sobre qué grandes cambios “culturales” provocará tal vez (y solo tal vez) esta crisis en amplias capas de la sociedad habitualmente ajenas a esos análisis expertos. En qué estado mental ventajoso nos puede dejar esta experiencia para tener más posibilidades de las que teníamos antes para cruzar umbrales de percepción. En muchos debates y charlas sobre la crisis ecológica sale imperturbablemente una pregunta desde el público: aparte de los cambios políticos y económicos en el sistema actual, ¿cómo se cambia la forma de pensar de la gente para abrirnos a otros paradigmas? En ese sentido, y retomando la analogía anterior, me pregunto si a muchas personas les habrá pasado que estos días han escuchado un clic en su cerebro y si estarán sufriendo una especie de duelo respecto a la vida tal como la han conocido hasta ahora. Se dice que el duelo ─despedirse de alguien o algo─ es una etapa necesaria para poder seguir construyendo la vida después de la muerte.
Partimos de realidades sociales muy distintas: mientras que unas personas podremos tomarnos este confinamiento casi como un retiro espiritual de clase media, otras personas se verán empujadas contra los límites de la supervivencia. Vivimos en sociedades profundamente desiguales y no podemos obviar esa asimetría. Pero creo que no es descabellado afirmar que esta crisis nos devuelve un poco a amplios sectores de la sociedad a un estado primigenio de diálogo de nosotros mismos con nuestras expectativas vitales y nuestras necesidades.
Esta crisis nos está recordando a muchas personas que nuestras necesidades vitales son pocas y bien definidas. Y también está ayudando a vislumbrar que es factible la hipótesis de que el actual sistema socioeconómico pueda dejar de satisfacer alguna de ellas un buen día. En ese diálogo primario con nuestras necesidades en el que nos encontramos cada día de esta cuarentena vemos afectadas cosas muy básicas que mucha gente daba por garantizadas.
A saber:
Necesitamos aire libre y esparcimiento. Eso es lo primero que constatamos estos días de encierro. El confinamiento y las restricciones nos hacen valorar la libertad y darle una dimensión distinta a la que estamos acostumbrados. La narrativa belicista que se ha impuesto legitima además un control social que no está exento de prácticas antidemocráticas.
También tomamos mayor conciencia de cuánto necesitamos la protección, estos días claramente simbolizada en un sistema de salud fuerte que nos dé tranquilidad en el caso de que nosotros o nuestros hijos e hijas y seres queridos caigan enfermos. ¡Cuántas personas cruzamos los dedos para no tener que ir a un hospital en estos días!
Necesitamos alimentarnos: la idea de posibles desabastecimientos ha desatado el pánico en los supermercados ante la percepción de una hipotética inseguridad alimentaria. Hemos sentido todas estas necesidades amenazadas y esto nos genera miedo.
Hay otras necesidades, sin embargo, a las que el confinamiento ha dado rienda suelta. La necesidad de participación (la cantidad de iniciativas de apoyo, de formación y de entretenimiento surgidas de forma espontánea ha sido sorprendente), la necesidad de ocio (contenidos online, música, lectura, juegos de mesa… todo el mundo busca en casa algún espacio de ocio solitario o compartido a lo largo del día), la necesidad de entendimiento (estos días se consumen grandes dosis de información de todo tipo en relación a la pandemia). También la necesidad de afecto está cobrando mayor valor estos días de aislamiento en los que la imposibilidad de ayudar y tener contacto físico con nuestros seres queridos nos recuerda lo importantes que son para nuestra vida. Tomamos conciencia también de que necesitamos poder enterrar dignamente a nuestros muertos y despedirnos de ellos de forma ritual. También los aplausos diarios en los balcones dan de algún modo cuerpo a otra necesidad básica: la identidad colectiva.
Hay necesidades que estos días satisfacemos tirando de imaginación: la producción globalizada provoca que dependamos de las importaciones de China para abastecer nuestro sistema sanitario de determinados productos como mascarillas, que al parecer no tenemos capacidad de fabricar (otro ejemplo de falta de resiliencia ante una situación como la actual) y nuestras necesidades de imaginación, participación y afecto suplen esa carencia aportando soluciones caseras y colectivas: desde grupos de costureras que se organizan desde casa a tutoriales caseros sobre cómo hacerte una mascarilla con una gorra y un vinilo. Pero evidentemente esto tiene un límite.
Al tiempo, enfrentándonos al reto de satisfacer estas necesidades básicas se desmoronan elementos de nuestros imaginarios colectivos que en estos momentos no nos son de utilidad, porque son satisfactores de esas necesidades que han perdido momentáneamente su funcionalidad, desde los coches, que no podemos usar, hasta el fútbol, que se ha suspendido, por poner dos ejemplos tontos. Cuando esos satisfactores desaparecen, buscamos otros, porque las necesidades siguen siendo inmutablemente las mismas.
Este somero repaso general a las necesidades básicas de las personas, sobre las que teorizara el recientemente fallecido Max-Neef, nos permite concluir, aunque sea un tanto precipitadamente, que nuestro nivel de dependencia para satisfacerlas es variable según las necesidades de que se trate. Podemos crear una red de apoyo mutuo para permitir la participación social en muchos campos: jugar al “veo, veo” por la ventana para entretener a los niños, generar alternativas de ocio y formación, desarrollar estrategias colectivas para cuidar a los más débiles haciéndoles las compra… Pero no podemos salir a la calle si la necesidad colectiva impone un confinamiento, no podemos comer si no llega comida a los supermercados, no podemos garantizar nuestra salud si el sistema sanitario colapsa.
Los cambios que se puedan alcanzar en un sentido transformador dependerán de lo que hagamos colectivamente para lograr esa transformación
Esta fragilidad social a la que la pandemia nos enfrenta puede ayudarnos a generar preguntas evidentes sobre la capacidad del actual sistema socioeconómico para satisfacer nuestras necesidades. Por ejemplo, en relación a nuestra necesidad de alimentarnos, el escenario del cambio climático dibuja un mundo futuro convulso de crisis diversas y recurrentes. ¿Es el sistema agroalimentario actual, altamente globalizado, el adecuado para dar respuesta a esas condiciones? En este caso no ha habido desabastecimientos de alimentos en los supermercados, pero las mercancías hoy día viajan por apenas unas pocas rutas y puntos estratégicos del mundo. ¿Qué seguridad alimentaria nos ofrece para el futuro tan escasa diversificación, tanta lejanía entre la producción y el consumo? Estos días las experiencias de producción cercana cobran una dimensión diferente que debería tener su peso en el debate.
Del mismo modo esta pandemia no puede dejarnos indemnes respecto a la cuestión pública. No solamente es deseable sino también posible que los sistemas públicos de protección social cobren un nuevo valor para muchas personas, ahora que estamos siendo testigos directos de que, efectivamente, los recortes matan. No por el hecho de desear que así sea, sino porque los cambios perceptivo-culturales probablemente tienen más probabilidades de hacerse realidad por la vía de las emociones que por la vía de la información. Es decir, tienen que ser vivenciales, y eso convierte esta situación en un campo relativamente abonado para que se puedan producir. Lo que no significa que vaya a suceder. La crisis en sí misma no tiene un valor político: los cambios que se puedan alcanzar en un sentido transformador dependerán de lo que hagamos colectivamente para lograr esa transformación. Podemos poner en la misma balanza otra posibilidad: que nos degollemos unos a otros. Pero si no es descartable que un mayor apoyo social futuro a la sanidad pública se base en una sensación de rechazo a la situación de colapso sanitario vivida estos días (“apoyemos la sanidad pública, no nos vaya a volver a pasar lo del coronavirus”), tenemos que trabajar para convertir ese potencial en acción política.
La pérdida de seguridad de que nuestras necesidades puedan cubrirse nos coloca en un estado mental susceptible de aceptar otros paradigmas, de pensar la vida con otros esquemas. De cruzar umbrales de percepción en relación a la ecodependencia y la interdependencia. Nos puede hacer valorar mucho más los intereses colectivos, la solidaridad, el apoyo mutuo y lo público por encima de lo privado. Nos puede hacer repensar la importancia de los cuidados y el valor de la comunidad. Ese es el mayor reto al que nos enfrentaremos tras esta catástrofe: convertir el descontento social en una demanda masiva de mayor democracia en la gestión de lo común, que es, como apuntaba recientemente la periodista Nuria Alabao, la única garantía verdadera de su preservación y la mejor salida para la actual crisis de legitimidad. Quizás esa sea la principal oportunidad de esta pandemia.