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Coronavirus
¡Es la guerra! ¡Traed disciplina social!
En la gestión de la crisis del coronavirus se ha impuesto el paradigma bélico. Un modelo que anuncia graves riesgos contra la democracia y la ciudadanía, al utilizar a los expertos y los medios de comunicación como armas de una guerra inexistente para moldear una autoritaria sociedad del pánico.
En la gestión de la crisis del coronavirus se ha impuesto el paradigma bélico. Un modelo que anuncia graves riesgos contra la democracia y la ciudadanía al utilizar a los expertos y a los medios de comunicación como armas de una guerra inexistente para moldear una autoritaria sociedad del pánico.
Carlos T. Fireflay
Esto no es lo que parece. No es un artículo con datos de última hora ni sesudas reflexiones sobre el coronavirus. Tan solo, probablemente, un panfleto del común -para más señas un panfleto pacifista- de quien no sabe de nada pero algo percibe. Ni más ni menos.
Recordemos la famosa escena de Los hermanos Marx en el Oeste. Chico y Harpo desmontan las tablas de los vagones del ferrocarril para echarlas a la caldera y que la locomotora a vapor avance a todo trapo. Mientras, Groucho grita: “¡Es la guerra! ¡Traed madera!”. Y contra el coronavirus, ¿no estaremos actuando de manera similar? Para alimentar una campaña bélico-sanitaria, ¿nuestras autoridades desorientadas y enloquecidas no estarán quemando, en una inquietante versión de los Marx, nuestra frágil democracia formal y de paso el futuro de nuestra ciudadanía? De nuevo escuchamos con cada pitido de la acelerada locomotora gubernamental el mantra de la guerra contra el terrorismo global tras el 11S, esta vez explícito y aterrador: más “disciplina social” (Pedro Sánchez dixit) a cambio de supuesta seguridad y supervivencia. Veamos los primeros y alarmantes signos de este peligroso viaje hacia la guerra y el autoritarismo.
El relato bélico
El presidente Sánchez da una rueda de prensa solemne para declarar el estado de alarma que más parece una declaración de guerra: mirada al frente, puños apretados, apelaciones a la unidad patriótica, sangre, sudor y lágrimas. A partir de entonces, la escenografía cambia y los informales jerseys de cremallera de Fernando Simón aparecen flanqueados por americanas encorbatadas y uniformes cargados de galones y charreteras. La gestión burocrática sustituida por la campaña militarizada. Pero, ¿no se trataba únicamente de aplanar la curva de contagios para no colapsar el sistema sanitario, pues el virus probablemente no desaparecerá y tendremos que convivir con sus efectos, como con la gripe estacional, gracias a una futura vacuna?
Preferimos no escuchar al Pepito Grillo de la racionalidad y el sentido común; nuestra memoria franquista se ha activado gracias al marcial ejemplo chino. La retórica y el relato son claros: esto es la guerra y el virus nuestro enemigo. El paradigma bélico toma el control: “la batalla contra el covid19”, “el frente de guerra sanitario”, “todos somos soldados”, “nuestros héroes“, “¡Venceremos!”… Pero las características de esta crisis no son las de la guerra convencional. No hay un país enemigo enfrente, minimizar el número de ‘bajas’ es lo esencial, la paz no es un objetivo, etc. Por el contrario, las medidas son las de una guerra posmoderna –estadísticas, vacunas, información-, sospechosamente parecidas a las de la primera guerra del Golfo Pérsico, aquella que Baudrillard ya declaró que “no había tenido lugar”.
Lo que dictan los expertos
Lo importante, obviamente, en asunto tan delicado como la guerra vírica, es lo que dicen los expertos (pues los políticos suelen ser unos inexpertos profesionales). O lo que digo que dicen los expertos. O lo que digo que dicen los expertos que me interesa que digan. O los expertos a los cuales me interesa hacer caso. O cuando me interesa escuchar… ¿Pero puede haber ya mismo expertos en situación semejante? ¿Y políticos capaces de no manipular a los expertos? La historia de otras pandemias y desastres naturales ha demostrado que la subordinación de la gestión sanitaria a la gestión política resulta, en general, una bomba de relojería trufada de ideología, prejuicios e intereses espúreos. Y que lo que de verdad necesitaríamos son expertos en gestionar a los propios políticos y al pánico, y a la estupidez, que generan a menudo.
En cualquier caso, pese a la falta de consenso sanitario sobre aspectos tan determinantes como el tipo de confinamiento, ya se ha instaurado un misterioso e inapelable principio de autoridad técnico que lo mismo dicta -según el país o la administración- la cuarentena total, la infección paulatina o la contención mediopensionista. Por supuesto, todas y cada una de las medidas perfectamente contradictorias entre sí pero avaladas por asesores expertos. En definitiva, aprendices de brujo que interpretan a los expertos y juegan con nuestras vidas, a ver qué resulta. Ojala acierten nuestros expertos, pero si no, tranquilidad, ya tenemos preparado un nuevo comité estilo coreano o piamontés. Ya nos advirtieron contra la dictadura de los expertos, pero el verdadero problema ahora es que los expertos que se han impuesto no lo son en crisis sanitarias o epidemiológicas –que algo saben por experiencia- si no en diletantes estrategias político-militares para resolver una crisis civil.
La hiperinformación vírica
Los Telediarios, reservados por entero a la información sobre el coronavirus, parecen el ‘parte de guerra’ que escuchaban estremecidas nuestras abuelas en la radio. Tertulias interminables en las que ‘todólogos’ y genuinos expertos (mayormente de salón) destripan el último incidente. Reportajes televisivos sobre el lado humano o la guerra zombi en la prensa. Las estadísticas, gráficas y cifras resultan morbosamente atractivas. ¡Hasta los programas del corazón se dedican a rebañar la basura del tema! Y las redes, anegadas de bulos, memes, confesiones, campañitas virales, etc. En verdad, las mentes son las primeras víctimas de la guerra contra el virus. La sobreinformación, o mejor, la hiperinformación, destinada a consolidar –según los psicólogos- el estado de pánico y así contribuir eficazmente al desabastecimiento de productos básicos o a colapsar los servicios sanitarios. Todo ello característico de un estado de guerra.
¿Tienen alguna responsabilidad ética o deontológica los medios de comunicación? ¿Debería racionarse o cambiar el enfoque de la información sobre la crisis? ¿Cabe una contrainformación eficaz en nuestra sociedad del espectáculo? Mientras el estado de alarma no incluya medidas racionales sobre la inflación de la propia alarma –la histeria como normalidad informativa-, no hay nada que hacer, y probablemente nunca habrá nada que hacer. La hiperfinformación vírica se ha convertido en la mejor herramienta de disciplina social y una excelente vía pánica al servicio de la estrategia militar.
Maniobras militares, ensayo del colapso
La emergencia del calentamiento global ya nos ha acostumbrado al enfoque colapsista de las pequeñas crisis que como esta se van sucediendo y se sucederán cada vez con mayor frecuencia. Nuestros pensadores críticos lo tienen bien identificado: el paradigma bélico se impone en diversas variaciones sobre el tema. La doctrina del shock de Naomi Klein, la guerra civil como-forma-de-vida de Tiqqun, el estado de excepción de Agamben, la máquina de guerra de Deleuze/Guattari, la movilización total de Maurizio Ferraris, etc.
Para el Estado, la mejor forma de encarar un problema que le desborda es, bajo la apariencia del estado de alarma, el estado de guerra. Su perfecta decantación, que convierte cualquier forma de gobierno de facto en un gobierno autoritario, con riesgo de derivar en una dictadura. Todo se centraliza bajo una autoridad político-militar. Se suspenden algunos derechos, el ejercicio de la democracia, las autonomías, la Comunidad Europea, ¡hasta la globalización! Todo menos la información como propaganda bélica, ya que, en un estado de guerra posmoderno e imaginario, lo que se requiere es la omnipresencia y el entusiasmo de un relato saturado de belicismo patriótico-humanitario. Poco a poco la mayoría de países se van sumando a la épica belicista sobre una guerra inexistente. Y lo peor no va a ser esta suerte de performance vírico-bélica de maniobras militares a la luz del día, incluido el ocasional sketch propagandístico de su majestad Felipe VI o a la UME campando a sus anchas con sus brigadas de fumigadores, sino el modelo que instauran para las próximas crisis del colapso en marcha.
¿Se podría haber encarado la crisis sanitaria bajo otro paradigma distinto al de la guerra? Obviamente cabe otro modelo más eficaz a largo plazo y centrado en la ciudadanía: un enfoque público-civil complementado con el refuerzo comunitario. Pero el Estado desconfía por definición de su propia ciudadanía. Si en este país, después de la crisis de 2008, la indignación primaveral del 15M y sus mareas sociales hubieran dado otro fruto diferente de esta pobre izquierda patriótica… quizá otro gallo nos cantaría. Finalmente, la guerra contra el virus se va trasmutando en una guerra soterrada contra la ciudadanía portadora del mal vírico, apoyada a izquierda y derecha, prácticamente sin matices en los cambios estructurales. El Estado siempre va a preferir esta pedestre versión de The Matrix, con la ciudadanía confinada en casa, consumiendo pasivamente la realidad virtual de la guerra vírica a base de informativos, redes banales y distopías en Netflix, que una normalidad institucional y una ciudadanía empoderada, gestionando una crisis de cuidados de manera racional. Si no reaccionamos pronto, viene el colapso militarizado.
Hacia la sociedad del pánico
La consecuencia del enfoque militarista de esta crisis es la generación del pánico al servicio del Estado Leviatán, ese monstruo biopolítico compuesto por los cuerpos orgánicos estatales y los frágiles cuerpos disciplinados de sus súbditos. La producción del miedo se ha sublimado en la fabricación del pánico como arma mejorada de disciplina social. Lo han declarado abiertamente -¡transparencia total!- y hemos obedecido apenas sin rechistar. Publicamos artículos críticos y textos indignados como éste, pero nada cuestionamos, de momento, con acciones. Como en el ejército: primero se cumple la pena y luego se protesta por los cauces administrativos oficiales. Entre tanto, preferimos abonarnos a ese gran panóptico al revés que es la pantalla de la sociedad-red, que lo es no tanto porque nos mira, sino porque lo miramos embobados.
Dos son las principales armas de esta estrategia militar: la propaganda bélica de la guerra imaginaria y la dictadura de los expertos manipulados o pseudoexpertos al servicio de una salvífica religión de la ciencia. Se señala que la peor consecuencia va a ser la crisis económica pero, a largo plazo, lo será la prolongación y consolidación de un estado de guerra permanente o fluctuante, similar al de 1984 de Orwell. Tiempo al tiempo, en la próxima crisis sanitaria, medioambiental, económica o política comprobaremos la huella que ha dejado esta crisis.
Más allá de la presencia más o menos anecdótica de militares uniformados (armados o no) en las calles, los signos de la sociedad del pánico militarizada proliferan por doquier: apagón de redes críticas o silenciamiento de médicos en China, compra de armas compulsiva en Estados Unidos, vigilancia por el Shin Bet israelí de los móviles de las personas contagiadas, guerra de fake news desde Rusia con amor, los primeros excesos policiales contra paseantes en España, etc. Estos son los signos visibles y los invisibles los podemos suponer. Los países bajo dictadura y con democracias débiles o recientes, como la nuestra, son los primeros en caer.
Es cierto que el paradigma bélico está inscrito en el imaginario de nuestra cultura ancestral, incluso cuando el enemigo era (y todavía es en el cuerno de África) tan diminuto como los mosquitos o las langostas. Pero esa era una lucha ‘realmente’ imaginaria y mágica (como ha investigado J. A. Urbeltz), y esta es una guerra real contra un enemigo ficticio que anida en nuestro interior. Pero se actúa de manera similar a las pestes medievales contra los judíos y las brujas, ‘untadores’ del mal en paredes y pozos, ahora el flanêur insolidario a la picota. ¿Vamos a crear una sociedad policíaca de delatores y chivatos, vigilando desde los balcones con el móvil, colaboradores entusiastas del Estado como durante las purgas estalinistas?
En este contexto, se impone una pregunta: ¿Por qué se ha elegido el paradigma bélico contra esta pandemia y no contra otras crisis? No es demagogia, pero ni las muertes por accidentes de tráfico o por contaminación ambiental han necesitado del estado de alarma o de la declaración de guerra por parte del Estado. Las asumimos perfectamente porque pertenecen a la sostenibilidad de la muerte del capitalismo. Paradójicamente, tampoco resultan ya creíbles ni la ‘guerra contra el hambre’ ni siquiera las propias guerras, con sus bombas y refugiados. Las vemos solo como molestos subproductos del Tercer mundo.
A algunos responsables de la primera línea del ‘frente’ sanitario y comentaristas empotrados en este ejército de salvación, cualquier teoría crítica sobre la estrategia elegida les parece irresponsable en estos momentos; lo importante ahora es arrimar el hombro, sentir el pánico, obedecer con más diligencia y así ganar la blitzkrieg contra el covid19. Pero en la retaguardia, la ciudadanía ya intuye que esto ha dejado de ser una crisis de cuidados para convertirse en un colapso institucional más o menos ordenado, que intenta cubrir la vergüenza de la austeridad, los recortes y la negligencia del Estado y su clase política bajo el espectro de la guerra de todos contra el virus. El Leviatán se convierte así poco a poco en una máquina bélico-policíaca que apenas necesita enseñar los dientes porque dispone del dispositivo ideal de generar consenso: una sociedad del espectáculo pánica generada por el pensamiento único a su servicio. Es entonces cuando el aparato del Estado puede apropiarse enteramente de la máquina de guerra para activarla, y tan solo cabe esperar el autoritarismo bajo la forma de un despotismo experto, que únicamente obedece a su propia lógica. En la sociedad del pánico institucionalizado, mientras nuestros ancianos caen a centenares y nuestras enfermeras vestidas con bolsas de basura se desesperan, el Estado Mayor eleva los ojos arrasados de lágrimas hacia el altar de la patria.
Coda: recomendaciones marxistas
La cuestión de la guerra contra el virus necesita con urgencia no de una falsa e improvisada ‘economía de guerra’, sino de un riguroso enfoque de clase para encarar la colosal crisis económica en ciernes, con toda seguridad trufada de injusticias sociales –contra la cual hasta un generoso y necesario Plan de choque social quizá solo fuera un parche- pero que excede las competencias del autor de este improbable panfleto. Pero mientras éste madura solo nos queda someternos a cierto autoexamen sobre nuestro papel en esta crisis, basado en tres preguntas: ¿Qué hice antes del coronavirus para contribuir o no a esta crisis? ¿Qué hago ahora para ayudar a resolverla y a que no estallen otras similares? ¿Qué haré cuando retomemos una cierta normalidad? No solo los dirigentes de la campaña político-militar son responsables, cada cual ha de responder con toda la sinceridad posible y, si fuera necesario, con propósito de enmienda.
Y una pesadilla marxista final: el ferrocarril ha rebasado la estación sin detenerse. Aunque ha conseguido superar lo peor de la pandemia se ha convertido en una engrasada locomotora en cuyos vagones desmantelados viajan los obedientes pasajeros a la intemperie. No es ciertamente el tren de Finlandia comandado por los simpáticos Hermanos Marx, que nos trae la revolución del humor. Es el tren militar de la contrarrevolución a cuyos mandos va una cuadrilla de maquinistas siniestros: el dream team de los bomberos pirómanos –los generales Xi Jinping, Trump, Johnson, Macron, Bolsonaro y otros asistentes como el bueno del cabo Sánchez- cubiertos con cascos prusianos de acero. Y no son unos iletrados (alguno de sus asesores habrá leído con provecho a Von Clausewitz, Ludendorff y Jünger), y van oteando el horizonte ávidamente a la busca de la gran oportunidad: ¡Es la guerra total! ¡Traed más disciplina social!
Entre tanto, vamos rumiando aproximaciones críticas más valiosas que este modesto panfleto, fruto del miedo y de la rabia a partes iguales. Éstas son las recomendaciones que nos hacemos a nosotros mismos, acaso solo aptas para viejos pacifistas y objetores de conciencia jubilados, dirigidas a preservar al menos nuestra salud mental: Sana cuarentena de la propaganda bélica oficial, sin caer en innecesarias conspiranoias. Ayuda en lo que puedas y cuídate con tus redes afines, tu única protección a largo plazo. Prepárate y organízate ya para la protesta y (ojalá) para el duro activismo que viene.
Y, cada día, una pastilla de humor, aunque sea de 100 % amargo cacao negro.
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Totalmente de acuerdo. Los "trabajadores esenciales "me recuerdan la lista de schindler.
Brillante. Es esto lo que muchos/as estamos percibiendo con nitidez. Otros/as parecen asistir, descerebrados, al desfile de imperativos estatales como si no les incumbiese otra conducta que obedecer. Todo en nombre de "nuestra seguridad" (sanitaria, en este caso). O -a su tiempo- la sociedad reacciona, o apaga y vámonos que, entonces sí diremos que ya ni vale la pena insistir en aquello de "por una vida que valga la pena ser vivida".