Cine
‘La Marsellesa de los borrachos’ viaja a 1961 en busca de himnos contra la dictadura que se pueden cantar hoy

La primera película dirigida por Pablo Gil Rituerto actualiza el viaje que un colectivo artístico italiano hizo por España en 1961 para grabar canciones populares antifranquistas.
Faia Díaz Novo, en ‘La Marsellesa de los borrachos’
La cantante gallega Faia Díaz Novo, en la película ‘La Marsellesa de los borrachos’.

“Diálogo” es la palabra que más menciona el director Pablo Gil Rituerto para explicar su primer largometraje, el documental La Marsellesa de los borrachos. La elección de ese término es consecuente con lo que propone metafórica y literalmente en su metraje: varias conversaciones. Una entre las canciones populares contra la dictadura que se cantaban en los años 60 y algunos músicos actuales que las recrean; otra entre lo que sucedía entonces políticamente en el país y lo que ocurre ahora; y también otra entre su propia aventura al realizar esta película y la que vivió un grupo de activistas y artistas italianos que viajaron a España en el verano de 1961 para registrar sonidos e imágenes de una cultura que se enfrentaba al franquismo. Cantacronache, así se llamaba el colectivo, fue juzgado y condenado en su país por vilipendio a la religión y ataque a un jefe de Estado extranjero como resultado de ese trabajo, plasmado en el libro Cantos de la nueva resistencia española, 1939-1961, publicado por Einaudi y firmado por Sergio Liberovici y Michele L. Straniero.

Gil Rituerto reconoce el carácter mixto del documental, entre la road movie y la tesis fílmica que requiere la participación del espectador para llegar a sus propias conclusiones. El director asegura que le interesaba partir de “una historia muy reconocible —un grupo de jóvenes italianos que entra de manera clandestina en España para hacer grabaciones y encontrarse con miembros de la resistencia— y eso nos daba un arco dramático con una historia —su recorrido, su diario de viaje, su entrada en España, sus peripecias— en la que, por en medio, la película podría ser más especulativa, no tan narrativa, y que derivase hacia una suerte de ensayo donde hubiese diferentes materiales”.

A finales de junio de 1961, dos coches salen de Turín con destino a España, con parada previa en Ginebra, París y Toulouse, donde los ocho integrantes de Cantacronache se citan con organizaciones políticas del exilio que les facilitan contactos para llevar a cabo el objetivo de la expedición: grabar canciones antifranquistas que se entonaban de manera anónima y sin hacer mucho jaleo. Con esa excusa narrativa, la película recorre un trayecto similar al que hicieron los italianos, arrancando en Arsèguel, una pequeña localidad del Pirineo catalán, y pasando por Barcelona, Guadalajara, Madrid, Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco.


En todas las paradas, el documental se acerca a conflictos vivos —la exhumación de represaliados del franquismo, el futuro de las cuencas mineras o el calvario de las personas obligadas a cruzar fronteras— mientras músicos como Maria Arnal, Nacho Vegas, Amorante, la Ronda de Motilleja, Labregos do tempo dos Sputniks, Faia Díaz Novo, el Coro Minero de Turón, Víctor Herrero o L&R (Leticia y Rubén) hacen versiones de aquellas canciones registradas durante el viaje de Cantacronache. También se escuchan las voces de José Agustín Goytisolo (“Canción de paz”), Gràcia Vilarrodà (“Els contrabandistes”), Jesús López Pacheco (“En España las flores”) y Antonio Soriano (“Nubes y esperanza”), así como otras que no se ha logrado identificar, puesto que nombrarse como autor o intérprete de esas coplillas implicaba riesgos. El escritor gallego Celso Emilio Ferreiro ejemplifica en su encuentro con los italianos lo que estaba en juego en estas manifestaciones culturales durante la dictadura. “Graba una versión de una canción popular gallega, ‘Santo Cristo de Fisterra’, y cambia la letra incluyendo versos de su propio estilo, también hace más lenta la melodía. Son versos reconocibles por las autoridades, le siguen, le vigilan y finalmente acaba exiliado en Venezuela”, cuenta el director.

Mineros en ‘La Marsellesa de los borrachos’
Un grupo de antiguos mineros canta en ‘La Marsellesa de los borrachos’.

La Marsellesa de los borrachos, estrenada a mediados de febrero tras pasar por festivales como SEMINCI 2024, In-Edit Barcelona 2024 o ZINEBI International film Festival, se abre con la imagen actual de una persona que va en coche y tiene entre sus manos un ejemplar de Cantos de la nueva resistencia española, 1939-1961. De fondo suena una rueda de prensa en la que Sergio Liberovici dice que la grabadora era su herramienta de trabajo. Es una alocución antigua, de cuando los miembros de Cantacronache se enfrentaron a un juicio en Italia a instancia del régimen franquista con la mediación del Vaticano. “En esa grabación se están defendiendo después de ser acusados y su argumento es que su trabajo es científico y objetivo, sin intervención. Pero cualquiera que conozca cómo funcionaban este tipo de operaciones en la época —el propio viaje, la publicación del cancionero— sabe que no dejaban de ser artefactos de intervención política y cultural”, comenta Gil Rituerto.

El enfrentamiento de Cantacronache con la dictadura ya había producido episodios como la edición de un panfleto por el Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga con el objetivo de distorsionar el trabajo del grupo, titulado precisamente La Marsellesa de los borrachos. “Es una edición facsímil que editaron los servicios de información —precisa el director—. Era un clipping de todas las noticias que habían aparecido, de manera dirigida, en la prensa europea de derechas, traducidas al castellano. Unas fotocopias grapadas, vaya. Lo pusieron en circulación para dar cuenta de que España estaba siendo amenazada y que esto era una estrategia más para desestabilizar al régimen”.

Cantacronache jugaba con la ambigüedad de no revelar cuáles de las canciones eran tradicionales, conocidas popularmente, y cuáles fueron producidas ad hoc para la ocasión por algunos intelectuales con los que se encontraron

El cineasta explica que Cantacronache jugaba con la ambigüedad de no revelar cuáles de las canciones eran tradicionales, conocidas popularmente, y cuáles fueron producidas ad hoc para la ocasión por algunos intelectuales con los que se encontraron. “Remezclan melodías populares pero les cambian la letra para dar un contenido que dé cuenta del sentir de la gente. Había una intencionalidad política en todo lo que hacían”.

También recuerda que el trabajo de investigación y grabación del grupo italiano gozó de un cierto efecto Streisand que le abrió puertas inesperadas. “Si no llega a haber esa polémica tan grande con el gobierno español, el cancionero hubiera sido un trabajo menor, hay otros trabajos musicológicos mejores, más interesantes, con más registros. De alguna manera, el régimen al atacarlo lo hizo famoso y el editor Einaudi fue lo suficientemente audaz como para en 1962 liberar los derechos de publicación del libro, lo que hizo que se propagase. Hubo ediciones en Francia, Alemania, Uruguay. A través de esta última llegan algunas de las canciones a Sudamérica, a cantantes como Quilapayun, Víctor Jara, el propio Rolando Alarcón que aparece en la película. En las interpretaciones que vienen de Sudamérica se pueden rastrear incluso las erratas que habían cometido los italianos al transcribir las canciones”.

El rescate de la memoria oral, de esas grabaciones olvidadas, cobra importancia según avanza la película, en detrimento de las peripecias de Cantacronache, cuya historia siempre está de fondo aunque en algunos momentos se diluye por las variadas capas que plantea La Marsellesa de los borrachos. El director recuerda que “había muchas ideas seminales, que estaban en los primeros esbozos de la película, como poner a dialogar dos formas de memoria. Una, la oral, popular, la tradición del folclore como memoria colectiva frente a la memoria del régimen, más impositiva a través de la arquitectura, las esculturas, el paisaje, lo monumental. Ese diálogo sigue estando, y era una idea muy del principio, cuando la película quizá era más experimental”.

“El archivo sonoro de Cantacronache era un lugar virgen para explorar nuevos relatos y documentos que pudiesen alumbrar ángulos nuevos de la historia del país”, dice el director Pablo Gil Rituerto

Gil Rituerto explica que su interés por recuperar un archivo sonoro como este estriba en lo poco conocido que es, frente al fílmico, más utilizado y del que resulta más difícil extraer nuevas lecturas. “El archivo sonoro de Cantacronache era un lugar virgen para explorar nuevos relatos y documentos que pudiesen alumbrar ángulos nuevos de la historia del país”.

El origen de La Marsellesa de los borrachos surge de un proyecto anterior frustrado, cuando el director intentó acceder a otro archivo sonoro de finales de los años 60 pero no pudo ser. Se quedó con la idea y fue trabajándola hasta que terminó la película en 2024, con el grueso filmado en 2022. Habían transcurrido unos diez años de aquel impulso inicial, un tiempo que ha afectado a la propia película. “En esa década, el paisaje social y político del país ha cambiado mucho. Al principio pensábamos que podríamos encarar la película haciéndonos cargo del espíritu de estos jóvenes italianos y la pregunta que queríamos responder era en qué se fijarían si hiciesen el viaje ahora, dónde pondrían la atención, qué cosas documentarían… Entonces era un momento en el que podíamos retratar las luchas que había en la calle, que eran muchas y variadas: el movimiento estudiantil, obrero, feminista, había muchos frentes abiertos, también preguntas sobre la historia de España, cómo habíamos llegado hasta aquí y qué cosas habían llevado a esa situación. Había ese espíritu en el aire del que éramos partícipes”.

Como el proyecto se fue dilatando, la historia que rescataron era la misma pero el entorno político y social con el que dialogaba iba cambiando. “Pilló una pandemia, hubo una bajada, una anomia social increíble, ya no había nada en la calle… Y en el último momento, con la película casi terminada, este auge de la extrema derecha europea y la derechización de todos los ámbitos de la sociedad”. Gil Rituerto asume que hace cinco años la lectura de La Marsellesa de los borrachos hubiese sido diferente y valora que la película no quiere ser informativa o de reconstrucción sino que se mueve más en un plano emocional. “Me gustaba la idea de que fuese una conversación muy horizontal y colectiva a lo largo de todo el territorio”.

El director sitúa su obra en una genealogía clara, de la que ofrece nombres y apellidos y con la que —lo decíamos al comienzo— también pretende abrir un diálogo: “Mis profesores han sido Mercedes Álvarez y José Luis Guerín, tengo como referente a Joaquim Jordá, antes de ellos cineastas como Pere Portabella o Basilio Martín Patino”. Y marca distancias con lo que en la actualidad llega a la cartelera en España en un terreno similar al que pisa La Marsellesa de los borrachos: “En el espacio del cine documental en el presente hay, por un lado, mucho producto televisivo, de infoentretenimiento, por el auge de las plataformas. No estamos ahí, en esa tradición. Y luego hay otro espacio en el cine contemporáneo que está demasiado enfocado a los festivales de cine documental que, de alguna manera, se ha construido un gueto que dialoga poco con esferas fuera de la cinéfila. Ahí tampoco nos reconocemos”.

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